domingo, 23 de septiembre de 2007

Olvidados e ignorados II: apuntes para una novela que algún día será.






Todo es olvido; la memoria se construye sólo a partir de los hilos sueltos que deja el olvido, y todo en este mundo es olvido. Porque la memoria se desgarra con el tiempo, y mientras siempre se está reconstruyendo, el olvido en cambio nunca detiene su paciente trama. Vivimos escapando, pero a todos nos alcanza, también a los grandes, también a los poderosos, los que perduran: porque el olvido todo lo puede, y siempre aplasta con su suela lenta, gradual e implacable a todo lo que se mueve y lo que vegeta. Y entonces, sólo quedan las historias, las falsas y las verdaderas, lo mismo dan, los héroes en su heroísmo, los villanos en su maldad absoluta, los santos en el cielo y Dios en todas partes; nuestra propia historia se confunde y se trama con mentiras, con inventos, con cuentos, con ilusiones, con sueños dormidos y despiertos, y nosotros mismos nos transformamos en historia primero, y en olvido al final. Lo sabemos: los que perduran no lo hacen por completo, y el resto no escapa al olvido de los que también serán olvidados.
Todo es olvido, hasta incluso la memoria, y la mentira trata de llenar los huecos de ese olvido. La verdad y la mentira se hermanan en la historia, entonces es absurdo preguntarle la verdad a la historia, porque la historia es la memoria tejida por débiles hilos de inexactitudes, imágenes confusas, falsedades y malas intenciones; las muchas formas de la mentira, a quien le pedimos que simplemente se parezca a la verdad, que en fin sólo es lo que nos parece ser verdad.
La historia que contaremos es mentira, porque en parte fue verdad. La historia que contaremos es un retazo del olvido, un hilo suelto anudado con fantasías. La historia que contaremos nunca ocurrió tal cual como aquí se cuenta, porque una cosa son los hechos y otra las historias. La historia que vamos a contar es Historia y es Mentira, porque sus personajes en parte no existieron, pero seguramente lo hicieron en algún tiempo y en algún lugar que no fueron estos, pero en este espacio y este lugar pueden haber vivido, y entonces empiezan a existir.
Mentira, olvido e historia, y un espacio para el recuerdo de lo que no fue y lo que pudo haber sido. Memoria, recuerdo y el tiempo, y dónde. Fragmentos de la memoria que se puede estar perdiendo. Hombres y mujeres en un país que no es país, un pueblo aislado del resto de ese país que aún no es país; un pueblo y un río cercano al mar, que crece y arrasa, que baja y que encalla; un río de canales invisibles que sólo navegan los expertos, un río que para pocos es camino. Un pueblo cercado por un río y por salvajes amistosos, aunque nunca se sabe, aunque parezca que se sabe. Un mar de mar, cercano aunque algo distante de un lado; un mar infinito de lanzas al otro lado; lanzas amigas a veces, enemigas de todas las demás lanzas las otras. Un pueblo de olvidados, que sólo puede sobrevivir con la mentira que se inventa cada día, sin pasado, sin salida, de futuro impensable, de presente. Y en el espacio del olvido, hombres altos como sus lanzas que fueron confundidos con gigantes por los antepasados de los que unos años atrás fundaron ese pueblo al que bautizaron con el nombre de una virgen y el de un mito. Un pueblo cruza de virgen y de mito al que llamaron Carmen por la una , de Patagones por lo otro; un nombre como todo nombre, hecho para el recuerdo, el hilo más fuerte que resiste al olvido. Porque lo nombres resisten, porque la frágil memoria humana no puede recordar algo que no tiene nombre, y sólo perduran los nombres, con un significado que arrastra al recuerdo de lo que no necesariamente sea verdad. Nombre de virgen como ese país que aún no tiene nombre, nombre de mito para construir un espacio de cazadores de aventuras, ese tipo de historia que más que ninguna otra, necesita de la mentira.
Porque esta historia es tan falsa, que por ello es más verdadera.
Y los hombres: los de cerca son del mundo más lejano que tanto esperó a que lo descubrieran, son los últimos hombres quizás, en poblar la tierra; y los otros hombres, los lejanos de allende el mar, los de más al Norte, que vinieron a dominar, los que hablan la lengua de los poetas, los que conocen ambos polos navegaron todos los mares, y los que nacieron en la jungla imposible y vinieron a descubrir América encadenados. Y las mujeres, duras como la tierra seca, blandas como la arcilla del Río Negro, gentiles como las tardes de primavera, imprevisibles como las crecientes, negras como la noche, hermosas como el pecado. Mujeres para cada hombre, para los del mar y los de la tierra, para los de las salinas cercanas, para los de recuerdos demasiado lejanos. Y también, hombres para los que no hay mujer alguna. Mujeres bien dadas al abrazo de todos los brazos, mujeres que calman la sed, y otras que la dan. Mujeres que dan hijos y otras que dan placer; hombres que hacen hijos sin placer. Y otros hombres y mujeres nacidos del amor sin placer y del placer sin amor. Así será el Carmen de Patagones de Río Negro en el que quizás nunca haya ocurrido esta historia que quizás en parte sí haya ocurrido, y quizás sea como las hilachas de aquellas banderas cortada en tiras, que dicen que unos héroes casi anónimos que quizás se parezcan a estos, supieron arrancarle al imperio invasor.
Y porque las fechas son el nombre que le ponemos al tiempo, diremos nada más: un 7 de marzo de 1827.

"As de espadas" de Juan Filloy (fragmento)



En la mesa de truco se tocan los cuatro puntos cardinales del país. Confluyen a su borde cuadrado, aproximando la amistad de los argentinos que hallan en su trayecto. En pocas partes como en esa mesa chispea su gracejo y su sorna.
Sin amistad no hay juego. No se sientan para entretenerse personas con rabia, dolor o angustia. Sería un torneo de fastidios y asperezas. Cuando se está abrumado o convulso, el espíritu carece de disposición para matizar los caprichos del azar.
El truco es un breve certamen de envites y arrogancias, de desafíos y defensas, verificado entre pullas y mentiras, entre dudas y carcajadas. El naipe constituye el breviario que orienta esa misa profana. Disfrazado de rey o de sota, el demonio –un demonio jodón y sagaz- conduce el juego.


Esa vez se armaron muchas partidas. Era una fecha prócer: el 9 de julio de 1916. El cielo estaba embanderado de patria. Y en el fervor de la conmemoración flameaban, en el pecho o en la cabeza de todos los reunidos, los colores brillantes de la alegría y el alcohol.
Fue a la vera del lecho pedregoso del Río Seco, en el negocio de ramos generales de Amalio Dapertutti. En esos tiempos, cada pequeña población lo stenía, complementados con la estafeta, venta de fiambres y despacho de bebidas. Los caminos de entonces, de tierra, cavados por huellas hondas y magines –polvorosos hasta la sofocación los días de viento, convertidos en sucesión de charcos y pantanos, las semanas de temporal– aislaban a la gente. Imposible y difícil el acceso a los centros importantes, chatas fletadoras, sulkys, carros, breques, jardineras y tílburis se acomodaban en la rada de su patio pelado sin un árbol.
Esos negocios, abastecían y acopiaban, amén de hacer algunas operaciones bancarias y de evacuar consultas de sanidad rural. El de Dapertutti, por descontado. Todo el gringaje de las colonias adyacentes iba “donde Amalio” para proveerse y pasar el rato. ¿Qué decir del paisanaje nativo, siempre dispuesto a gambetear trabajos y obligaciones al lado del vino y las sardinas, de la cerveza y la mondiola, del vermut y las aceitunas?

[…]

Julio suele ser el mes más frío del año. No obstante, ese día patrio, el sol resolvió adherirse a la conmemoración secular ofreciendo, dorada, su calidez blanda de edredón. Permitió de tal modo que los actos al aire libre tuvieran con su auspicio perfecto desarrollo. Mas, al atardecer, su bondad cesó de cuajo. Repetidas ráfagas del sur empezaron a incomodar a la concurrencia.
Llegaron en ese momento al despacho de bebidas, cuyo mostrador de zinc ostentaba los implementos habituales. Era una habitación de piso ajedrezado, en baldosas negras y amarillas, la cual servía a la vez como antesala al amplio galpón del depósito, habilitado, y ya entrando gente, para los números y el baile nocturnos.
El ambiente tibio y bullanguero agradó a los cuatro. Lámparas de carburo y kerosene mezclaban sus tufos al humo del tabaco y a los olores alcohólicos. Cierta prosa los apuró a ocupar una de las pocas mesas libres. Ya habría cinco armadas en partidas de escoba y truco.
– ¿Qué se sirven, señores? – se acercó a preguntar el hijo mayor de Dapertutti que hacía de mozo.
– Son convidados míos – adelantó Pablo Cremer–. Creo que no hay desidencia: vermut para cuatro. Usted Cuquejo ¿cómo lo quiere? Diga. A mí me gusta con aperital Delor.
– Fernet para mí –interrumpió Primo Ochoa.
– Hecha la consulta, volvió el mozo al rato trayendo el pedido. Estaba distribuyendo vasos, aceitunas y sifones, cuando irrumpió la voz mesurada de Braulio Ipuche. Más que una iniciativa propia, fue un contagio instantáneo. La barahúnda que hacían los jugadores, sus chistes y carcajadas, espolearon su deseo y lo dijo:
– Antes de servirnos ¿qué les parece si jugamos los vermut al truco?
– Yo he invitado… –aventuró displicentemente Pablo Cremer, adhiriéndose in mente a la idea.
Nadie se opuso, en verdad. El virus estaba en el aire. Una especie de cosquilla erizaba el ánimo de cada cual. La expectativa fue intensa.
– No tiremos los reyes. Así como estamos –sugirió el capataz.
Y así quedaron: Pablo Cremer bis a bis y compañero de Cuquejo. Braulio compañero de Primo Ochoa.
El mozo trajo al fin una mesita suplementaria. Puso en ella botellas y sifones. Luego vino con el mazo y un platito de porotos blancos.
El demonio vichaba desde arriba. Alguien escuchó una voz extraña en el recinto:
– En el truco, de lo que veas, cree sólo la mitad. De lo que oigas, no creas nada…


Han pasado cuatro o cinco manos de fintas.
Ya se conocen las mañas. Por favor, véanlos a Cuquejo y pablo Cremer haciéndose señas. Aquél tiene un tic en el ojo derecho y nunca se sabe si lo acompaña o no el as de bastos…
Observen ahora a sus contrincantes: Primo y Braulio. Escrutan astutos los rostros adversarios; mientras, sutiles, se delatan entre sí las cartas propias. Primo, desde la patada de un potrillo, tiene la boca torcida y casi estereotipada la seña del siete de oro…
– “Jugalo: ya te lo ha visto” – le dice Cuquejo aludiendo a su apodo, que es precisamente ése.
– Esta vez no es la mueca. Ya vas a ver.
Cuando alumbra los rostros normales la picardía de la simulación, nadie sabe si “la falta” es un alarde o un “33 de mano”. Cuando la verdad se esconde en falacias impasibles, nadie sabe tampoco si se retruca al siete de espadas con un cuatro o con un “macho”. El truco es un sistema perfecto en el cual lo verosímil y la mendacidad conviven campantemente.
No comparemos lo incomparable. Cada quien a lo suyo. El truco es la aritmética retozona del argentino. El mus, el cálculo barullero del vasco. El póker, el álgebra superior de los tahúres. El bridge, la matemática universal del silencio. Cada quien a lo suyo. A sus agachadas, desplantes, bluffs y compromisos. Y en un nivel más alto, cada quien a las herencias temperamentales, a las secretas fiebres de la ganancia, a los estilos educados de la emulación…


Por favor, sigan viendo a esosuatro tauras enredados en sus madejas. Hilan medulosamente su mentira de acuerdo al reparto que les hizo la suerte. ¡La suerte! A veces quiere mimos, y hay que sobarle el lomo a las cartas. A veces, hay que “orejearla” sin ofenderle sus perfiles. A veces es un chorro incontenible:
– ¡La gran puta, qué leche tenés!
En ninguna parte, en ningún negocio o trabajo, se concentra el criollo tan profundamente. –¡Ah, si emplearan esa perspicacia en otras cosas! Vuelan las intenciones en miradas relámpagos. Se entrecruzan las señas levísimos movimientos faciales. Ya está un cinco en la mesa:
– Voy.
–Bueno, venga a sufrir.
La partida se desarrolla en ese despacho de bebidas barullento. Sin embargo, el ruido los aísla. Tanta es su concentración al orejear las cartas que parecen investigadores. El ruido los aísla y los ampara.
Por eso, les molesta el silencio de los curiosos. Son aves de mal agüero. Anda por ahí, “pateando” las mesas, el “Negro Mallet”, un cuarentón de la Martinico, que encaneció de repente en la erupción del Mont Pelée. Semeja un negativo fotográfico y por eso le apodan así.
– Che, Negativo ¿hasta cuándo vas a lechucear? Movete de una vez.

Ya han jugado dos “chicos” y están jugando “el bueno, a 24 tantos”.
Como las aceitunas se hicieron humo enseguida, Marín Cuquejo, fiel a su hábito arraigado entre el paisanaje, recurre a los porotos blancos y redondos que él mismo usa para tantear. No los come. Los parte con los dientes, y, al separarse en dos mitades, mastica lentamente la cutícula que se desprende de ellos.
Es una vieja costumbre criolla. En las pulperías de antaño y en los boliches de la campaña, se tantea con maíz. Quienes la practicaron y practican, gustan extraer con los dientes la punta del grano en que se encuentra el germen. Por cierto, nadie se alimenta; mas, en la medulación pareciera ayudar a compaginarlo mejor.
Mientras se jugaba la primera docena, Primo Ochoa se llenó de júbilo. ¡Una flor! Y la contó radiante:
­­­– Vino la Infanta Isabel
Para el otro Centenario;
Trajo una flor de clavel
Para el culo de un otario.
Ninguno, por Dios lo pido,
Se me dé por aludido…
– Bueno, no hay flor sin truco –replicó el capataz.
– Tranquilo. No se quiere.
Cuquejo repartió los puntos.
– Che, a nosotros, nada de mitades baboseadas. Danos porotos como la gente.
– Mirá que sos jodido, Primo. Te quejás por macanas.


Una racha muy favorable se obstinó en soplar por el lado de Pablo Cremer. Ligaba una barbaridad, vuelta a vuelta para el “primero” y para el “segundo”.
– ¡Cómo ligan esos benditos!¡Hasta flor, teniendo nosotros treinta y tres de mano!
Estaban 19 a 5.
Las dos parejas, asistidas por pasiones distintas, exhibían ya las máscaras típicas de esas circunstancias. Había en Pablo y Cuquejo una alegría contenida, presta a estallar en jolgorio. En Primo y Braulio, la lobreguez que anuncia la derrota.
En esa coyuntura un perro flaco y sucio que merodeaba en el local, se acercó a la mesa como curioseando la partida. La inspiración instantánea que asaltó a Primo Ochoa fue espantosamente canallesca. Pero la llevó a cabo. En un descuido, en tanto se repartían las cartas, le arrancó una garrapata de la oreja. Y, en otro descuido, la deslizó al plato de porotos.
Hubo todavía una jarana final. Braulio agarró un truco con un caballo…y ganó. Ganó, además, tres reales envidos. Eso dio calce al recurso de siempre: el recurso de todos los truquistas al borde de la ruina:
–A ley de juego, todo está dicho. Falta envido y truco. Si hay flor, contra flor al resto.
Llegaban así al instante álgido, entre expectante y dramático, en el cual culmina la tensión del juego.
Mientras se barajaba y se cortaba el naipe, Cuquejo tomó un poroto y lo mordió. Fue un grito espeluznante. Una sangre negra y viscosa llenó su boca de asco. De pie, escupió repugnancias e insultos entremezclados. Distinguió, por entre la ofuscación de su náusea, que Primo Ochoa estaba pálido, sin el azoro de los demás. Y borracho de odio, escupiendo todavía, peló la daga y arremetió.
La furia con que lo hizo fue su perdición. Enredó el impulso homicida entre patas de sillas y mesas; y la puñalada dirigida al corazón sólo hirió el hombro izquierdo de Primo.
Súbita, imposible de detener, como un rayo trágico, la reacción de Primo se efectuó agarrando un sifón y asestando un terrible golpe en el parietal de Cuquejo.
La violencia del impacto lo dejó seco. Lo alzaron. Tiritaba su cuerpo en conmoción. Lo colocaron sobre una silla de latón y hierro, la cabeza rota y sangrante echada para atrás. Las pupilas, fijas en el borde superior de sus ojos en blanco, hacían la seña del as de espadas.



Transcripto de: Filloy, Juan, Los Ochoa. Saga nativa. Córdoba, Op Oloop Ediciones, 1998.

Olvidados o ignorados: Juan Filloy y el Combate de Carmen de Patagones






Juan Filloy Murió en el año 2000, a la edad de 105 años. Vivió su breve vida integramente en su provincia de Córdoba. Fue contemporáneo de Borges, de Cortázar (quien lo meciona en Rayuela), de Mallea, de Saer, de Marechal, de Sábato, de Arlt ... Simplemente, de TODOS los grandes escritores argentinos del Siglo XX (y de los no tan grandes también). Tal parece que todos esos grandes escritores sabían de la existencia de este rara avis cordobés, que se empeñaba en publicar en sus pagos lo que por diversión escribía. Puede ser esa la razón de su falta de popularidad, o quizás lo poco prolífico de su obra: más de cincuenta novelas, todas con títulos de siete letras, y que están encabezados, al menos por alguna de las letras del abecedario (por cierto, como Cortázar, era adepto a los anagramas y las frases palíndromas, tenía una colección de miles de su propia cosecha). Puede parecer una falsa biografía borgeana, pero basta leer a Filloy para que Borges parezca un personaje inventado por él. Apropósito: no es fácil leer a don Juan, sólo tengo noticias de dos reediciones de sus novelas hechas por Losada en la última década: ¡Estafen! y la legendaria Op Oloop. Una editorial cordobesa, que lleva el nombre de esta última novela, y a la que no he podido ubicar ni por el mail ni por el teléfono que figuran en el libro , publicó Los Ochoa (la "ch" debe contarse como una letra, el título sigue teniendo 7), y pude milagrosamente, conseguirlo en Pilar. Prometo subir algo transcripto por mis propias manos en breve (no es pirateo, es desesperación por dar a conocer una obra magistral). De momento, acerco algo que se puede conseguir por Internet: un fragmento de Aquende, que para mí tiene especial significación, ya que pretendo escribir algún día una novela sobre el Combate de Carmen de Patagones, y según he podido observar tras una modesta investigación, Filloy fue el único que escribió sobre este episodio casi olvidado, que algún día resumiré, pero que puede reconstruirse a grandes rasgos en este fragmento del escritor cordobés. Hasta el día de la fecha no he podido conseguir, ni siquiera en bibliotecas, dar con un ejemplar de Aquende. Que yo sepa, la única manera de consultarlo es accediendo a la edición original de la novela, de 1938, para lo cual hace falta acreditarse como investigador avalado por alguna institución, para tener acceso a la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional Argentina. No pierdo las esperanzas de fraguar esa acreditación (no soy falsificador, pero conozco serios investigadores que quizás se apiaden de este humilde lector curioso y ayuden en mi causa). Mientras tanto, vaya esta muestra de humor, maestría literaria y erudición, ya que los datos y el episodio central que se cuenta, la historia del anillo, están registrados en las crónicas históricas. Se menciona también a Pincheira, quien fue un oficial español que se hizo desertor en la Revolución de Mayo, pasó a ser reconocido como cacique entre los indios, y luego terminó regenteando una banda de renegados indios y cristianos que asoló desde la Provincia de Buenos Aires, hasta San Luis y Santiago de Chile, donde finalmente fueron sometidos y ejecutados unos treinta años después de comenzar sus aventuras. En el relato también se habla de Corsarios y de gauchos renegados. Cada uno de estos personajes merece una historia aparte, como por ejemplo el Gaucho Molina (que ya es personaje de una novela y de una historieta), pero para eso esperen mi novela. Aunque el relato que les dejo, de tan magistral, desalienta todo intento de sorprender narrando una buena historia. Lo de Filloy es demasiado, así que lo comparto. Disfruten entonces de la pluma de este goliardo sin tacha.

Charanga:GESTA
FUE un trago largo, como un lazo. Pialó el acuerdo.
Y dijo:
–Mi padre llegó a Carmen de Patagones durante la administración del Comandante Oyuela.
El pillaje de los indios devastaba las colonias y las estancias de la frontera.
A base de robos y de comerciantes sin escrúpulos florecía la exportación de cueros y tasajo.
Mi padre era gaucho. Llevaba cinco “muertes” encima. Y entró a punto en el juego.
Porque entre reducidores, aventureros, corsarios y esclavos, el crimen es una ficha.
Los soldados que mandó la Primera Junta a sofocar la revuelta del año 12 se rebelaron el 19. ¡Todavía se oían los ayes del Gobernador y se veían las cabezas de los oficiales enterrados vivos!
Mi padre, corrido por la justicia, se encontró, a sí mismo, en la promiscuidad de los Aucas. Pues el gaucho que se asquea de la ley de los hombres regresa al instinto de la indiada.
Con ellos robó y mató a gusto, hasta que vino el gallego Pincheira. ¡Ordene, Oficial Pincheira! Y entró a su banda militarizada de forajidos: indios, gauchos y soldados desertores.
Mi padre dilapidó su parte de cuarenta mil vacunos "reducidos" a patacones en el Carmen. Hasta que los colonos cansados de pillajes se hicieron a su vez cuatreros y bandidos...
La emoción de bandidaje es una emoción bárbara, pero subyugante de la especie.
Arrasar, quemar; violar, matar; son cosas primarias que cobijan todas las almas.
Mi padre decía: quien degüella, desuella y... resuella. Y no tuvo asco: bestias, indios o cristianos.
Pero todo cansa. Y con una cautiva que rescató en Chile, merodeó por las orillas de Río Negro. Fuera del apero, su daga, sus piojos y su quillango, no tenia más que cicatrices.
Juntó cueros de zorros y plumas de ñandú. Pero la honradez lo acobardaba...
Se metió con los noruegos de una factoría de aceite. Y tuvo vergüenza del trabajo...
¡A él, que amaba los entreveros, le dolía matar focas a garrotazos en bahías desoladas!
Mi padre, el 26, entró a bordo de un corsario cuando estalló la guerra con Brasil.
Se curtió con sudestadas. Y se templó de nuevo en las matanzas de los abordajes.
Carmen de Patagones vivía el esplendor que da la plata del vicio y la rapiña.
Se hizo puerto libre y zona neutra. Se llenó de truhanes, putas y piratas: de vértigo y orgía. Los brasileros, hartos de ignominias y saqueos de corsarios, resolvieron hacer un escarmiento. Cinco navíos de guerra, del bloqueo a Buenos Aires, fondearon en las bocas del Río Negro.
Y setecientos hombres, bajo el mando de un general inglés, enfilaron hacia Carmen de Patagones.
La noticia apenó a todos. Entraban en la patria como el hacha en el árbol que se quiere.
Mi padre se enroló en la defensa. Defensa improvisada, de milicos, gauchos y tahúres.
Tenían de arma un espíritu de llama y de escudo solamente la tela de la faja y de la vincha. Cien jinetes en conjunto. Coordinaron el ataque con la astucia del indio y la rabia del desierto. Seis leguas separaban al invasor, de Patagones. Seis leguas de sed en un páramo de fuego.
Los infantes brasileños lo ignoraban. Conducidos sin cautela, se filtraron de cansancio en el camino.
Mi padre, entonces, abrió lucha de emboscada. Los sedientos bebieron sangre en sus heridas. Los demás, la lengua seca, se desbandaron como loros ante el huracán de los centauros.
En medio de una escaramuza, el brillante uniforme del general atraía la mirada.
Mi padre lo volteó de un balazo mientras sus huestes sucumbían por las cargas y la sed.
Y deseando con locura su uniforme, se precipitó sobre el general, a despojárselo.
Su cuerpo inmóvil cedía dócilmente. Ya casi desnudo, mi padre quedó bizco de repente.
¡Un anillo magnifico destellaba en su mano! En el apuro de tenerlo, le cortó el dedo de un hachazo.
Fue un ¡ay! horrible. El general, nada más que herido, simulaba la muerte por salvarse...
¡Pero la muerte vino sin piedad! Y mientras milicos y gauchos arreaban prisioneros, Mi padre le hundió la daga en el corazón; la revolvió como una bombilla en el mate.
Y ufano del anillo y la chaqueta, galopó sobre cadáveres a dirigir la columna derrotada.



Fuente: www.literatura.org/Filloy/jfTexto1.html
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