jueves, 31 de diciembre de 2009

Goliardos en el mar





Los años nuevos son para mí el festejo más esperado y planificado del resto del año. La cercanía que esta fecha tiene en nuestro hemisferio con las vacaciones de verano nos permite desde hace años pasarlo en lugares diferentes, cercanos o distantes de acuerdo a las posibilidades del momento. De este modo hemos pasado años nuevos particulares y cargados de anécdotas que suelo relatar bastante seguido y que algún día escribiré: en Jerusalén donde nadie lo festeja, en Colonia del Sacramento mirando los resplandores de los fuegos artificiales de la costa del conglomerado urbano de Buenos Aires, en Santiago de Chile, volviendo de recorrer Machu Pichu y del Norte Chile, en Bariloche, comiendo curanto a orillas del lago Nahuel Huapi, o en Pilar a orillas de otro lago junto al que vivimos algunos años; siempre con nuestros hijos, siempre con amigos. Y aunque en los últimos dos años el tratamiento médico persistente, intenso y tenaz que debe seguir mi madre nos hizo pasarlo en Buenos Aires junto a ella, este año, por primera vez en nuestras vidas, lo pasaremos en pareja, solos, sin nuestros hijos, frente al mar.
Es larga la serie de hechos que nos trajeron hasta aquí, desde aquél día en que dejé ese cartelito de "enseguida vuelvo" en este blog. Al estrés habitual de fin de año se le sumaron inconvenientes varios, aunque sin dudas el principal, que se desenvolvió de manera rápida, fue el relacionado con la salud de mi esposa Lilian, a quien le detectaron una lesión superficial operable, que luego de extraerla y analizarla resultó ser un tumor maligno con varias señales de haber sido sacado a tiempo, pero que obliga a una nueva operación que tras sucesivas postergaciones se realizará (eso esperamos) el 5 de enero. Se trataría de una cirugía exploratoria, que confiamos (el plural incluye a los médicos) que confirme la desaparición del mal. En lo que al año nuevo respecta, para cuando en noviembre se planteó este panorama, Lautaro ya tenía armado viajar el 27 de diciembre a la provincia de Salta, a unos mil setecientos kilómetros al Norte de casa. Alentamos decididamente ese viaje porque confirma la herencia cultural de sus padres: esta noche festejará en compañía de su novia Naty y de dos queridísimas amigas suyas, ex compañeras de colegio y por consiguiente ex alumnas mías a quienes recuerdo con especial cariño. Acabo de hablar por teléfono con él y me reconforta saber que hoy prepararán para la cena mi especialidad, cuya receta transmití el año nuevo pasado a Naty: pollo a la cerveza, cocinado al wok chino. Luego pasearán por las calles de Salta, la linda, y mañana a las 7 de la mañana, partirán rumbo a Jujuy.
El año nuevo de nuestra hija Maggie será en casa de amigas, y luego, a las nueve de la mañana del 1° de enero, embarcará a Punta del Este, en Uruguay, junto con su amiga Camila, a encontrarse con Ailén, quien completa un trío inseparable desde los tres años de edad, cuando se conocieron en la escuela. Como se ve, la menor también sigue la tradición de festejar de manera errante y entre amigos, como buena goliarda que es. Hoy, 31 de diciembre, triangulamos comunicaciones entre Salta, Pilar y la costa atlántica bonaerense, adonde nos refugiamos a descansar en una soledad absolutamente buscada, durante unos pocos días que nos quedan, entre los vendavales de diciembre y la esperanza de enero. Nuestro plan es cenar en un restaurante céntrico, hasta antes de la medianoche, luego caminaremos hasta la playa, adonde brindaremos junto al mar. Ahora estoy en la habitación del hotel, con vista a la playa, en un rato partiremos a merendar en un bar con Wi Fi donde postearé este texto, para después ir a caminar otro poco sobre la arena húmeda del atardecer, y luego nos prepararemos para la cena, y el brindis de a dos que renueva la fe en un futuro en común que comenzó también junto al mar, en otro enero de 27 años atrás, cuando nos conocimos.
Es para nosotros un año nuevo fiel a nuestro estilo aventurero y andariego, por lo tanto es un fin de año feliz, más allá de todos los problemas, tanto detallados como no, del último mes y medio, y más allá de las sombras que puedan amenazar, a las que tenemos decidido enfrentar fabricando buenos momentos, alegrías, esperanzas y sueños, siempre con la copa en alto, que sólo desciende en picada para buscar nuestro beso anhelado.
Espero que el 2010 sea un año compartido con todos los que han pasado y suelen pasar por este espacio, adonde cada visita es, créanme, un sobresalto de alegría, porque siempre es bueno en los comienzos de año, renovar el compromiso con todas aquellas cosas que nos hacen felices, y que por lo tanto, se nos hacen indispensables. Espero que este 2010 sea para todos, un año de recompensas para todos aquellos que aman vivir la vida intensamente, como lo hacen todos aquellos que visitan este humilde rincón cargado de historias y sentimientos.


¡FELIZ 2010 PARA TODOS, PARA SEGUIR BRINDANDO POR ESTE PERPETUO REENCUENTRO, POR NUESTROS SUEÑOS, NUESTROS IDEALES, NUESTRAS ESPERANZAS, Y POR SEGUIR RENOVANDO A CADA INSTANTE NUESTRO COMPROMISO CON AQUELLAS COSAS, IDEAS, MEMORIAS, SENTIMIENTOS Y AFECTOS QUE LE DAN SENTIDO A NUESTRA EXISTENCIA!

lunes, 30 de noviembre de 2009

Alegría prestada




ROMPO EL VOTO DE SILENCIO PARA UNIRME, AUNQUE SEA POR UN RATO, A ESTE FESTEJO IMPARABLE.
ES QUE EL RÍO TRAE OLAS DE ALEGRIA, ES QUE HOY EL VIEJO RÍO QUE NOS UNE, HUELE A ESPERANZA NUEVA.
ES QUE A FALTA DE ALEGRÍAS PROPIAS, QUÉ BELLAS SON LAS ALEGRÍAS DE LOS HERMANOS, Y QUÉ FALTA QUE NOS HACEN.
UN ABRAZO EMOCIONADO DE ESTE GOLIARDO AGOTADO, A QUIEN EL FESTEJO VECINO LE DEVUELVE LA SONRISA OLVIDADA. ¡SALUD!
Y A SEGUIR TRABAJANDO...

lunes, 16 de noviembre de 2009

Voto de silencio





Carlos Gardel diría "no me lloren, crezcan", aunque confieso que dudo de la autoría, a falta de mayores datos. Lo cierto es que en este caso hago mías las palabras del Zorzal Criollo, aunque sea sólo para decir que no voy a dar tiempo ni a llorar ni a crecer, ya que volveré en un par de semanas, aunque no me voy a ninguna parte: simplemente me "encierro" a corregir. Sé que el mundo será el mismo sin mí, y la vida universal continuará, pero nunca falta quien se preocupa por las ausencias.
Pero si alguno pensaba que se iba a librar fácilmente de mí, pues no, pasaré, pasaré por vuestros blogs para despejar por un rato mi mente y ver en qué andan, leeré comentarios furtivamente, entre examen y examen, entre monografía y monografía, pero lo haré en silencio, los saludaré desde la ventana, ya que si me quedo, ustedes saben que no soy breve, me ofrecen un vaso de agua o unos mates, y no me voy más. Y para colmo, hablo hasta por los codos, para qué negarlo. Pero es claro que uno también necesita el refresco de la palabra ajena, por eso, pasearé en silencio por vuestra ventana. Sólo véanme pasar, si lo desean, como a un fantasma de la siesta, que una tarde cualquiera vuelve a despertar.
Y en cuanto a esta entrada, está condenada a la extinción, ya que es un mero cartelito. Quienes quieran dejar comentario, péguense una vuelta por acá abajo, en "Acuarela" o donde quieran. Créanme que serán bienvenidos, respetando este voto de silencio. Serán un auténtico recreo, o caso contrario, sabré entender que quieran descansar, por qué no, de mí.


Un gran abrazo para todos de este fantasma siestero, de este Goliardo en clausura momentánea.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Acuarela



Llueve sobre la ciudad. Empapado en Agüero y Corrientes, Federico se levanta las solapas del saco inútilmente, y contempla corrientes de agua en los cordones, y las botellas de plástico bailando atascadas en las bocas de tormenta, bajo el aguacero. “Esquina de la ironía”, piensa Federico sabiendo que Carla no vendrá, nunca más vendrá, y entonces le mandó para él ese mensaje de diluvio, más elocuente que cualquier frase dicha o escrita. Es inútil llorar bajo la lluvia.


Diluvia en Buenos Aires. Diego, su sobrino, corre, doce cuadras más abajo, hacia el bajo. Corre por Corrientes, y el agua furiosa lo corre a él ¿Cómo le explica a su mamá que la lluvia lo sorprendió a la salida de los videojuegos, si se supone que estaba en lo de Claudio, haciendo la tarea? Es inútil mentir cuando estamos mojados.


En Thames y Gorriti cae un árbol que esperó cuarenta años para morir sobre la acera, abrazado a un auto, que esperó catorce años para salir aplastado en la tapa de los diarios. Y Miguel, tan insensible, pensando que el seguro no lo cubre, maldiciendo a la tormenta bajo la tormenta, con la desolada llave del auto siniestrado en la mano y la gente que pasa corriendo a su lado. Es inútil correr bajo el agua.


La lluvia golpea la ventana de Laura, cinco pisos más arriba, mientras abre el sobre que confirma su embarazo. Será mío, se repite, sólo mío, mientras ignora que un árbol agoniza en la calzada. No piensa decirle a Hernán, el que se fue hace días, cuando el sol de fuego pedía lluvias que le lavaran la cara, y ella se quedó abrazada a su espanto. Es inútil huir de las tormentas.


Llueve sobre la ciudad. En aquel bar, a pocas cuadras, escenario de antiguos y recientes encuentros clandestinos, Carla y Hernán festejan, refugiados, la gloria de no esconderse nunca más. No es inútil refugiarse en la borrasca, se dicen con la mirada, ignorando que celebran el comienzo de ese amor tan mal nacido.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Poemita zonzo a la anónima alegría de vivir




A Marisa Peña, con cariño y admiración.

 Somos gente del montón,
uno más del pasamanos,
con rostros descascarados,
que nunca máscaras son;
uno más de tantos ceros,
de la fila, de la lista,
auténticos desgarrados,
callados, pensantes, quedos,
metidos dentro de un sueño
silencioso e invisible;
ciegos, mudos, luminosos,
cuya chispa no traspasa
agujeros imposibles.


Somos nada entre la nada,
somos todo en nuestro mundo,
nos reímos de la muerte
y por dentro la lloramos,
abrazamos la belleza,
que nos da vuelta la cara.


Vamos oliendo, vamos mirando,
vamos gozando, vamos vibrando,
vamos ajenos, casi alienados,
vamos insulsos, vamos callados.


Fuimos los más raros de la clase,
somos los más nadies de la calle.


Y nos quejamos, somos amargos
y contagiamos nuestra amargura,
aunque una sola cosa es segura:
lo disfrutamos, nos divertimos,
y nos inquieta buscar la forma,
de gozar más de esta vida corta.

Sufrimos por los que sufren,
gozamos pequeñas glorias,
soñamos un mundo bueno,
para propios, para ajenos,
peleamos en mil batallas,
ardimos en mil hogueras,
y aunque vivimos cansados,
siempre estamos renaciendo.

Nuestros sueños son tan breves,
gigantesca es nuestra hazaña,
sabor del pequeño logro,
manjar de las emociones,
bebemos de las pasiones ,
sufrimos las decepciones;
relinchamos como potros
cuando sufre algún hermano,
y allí vamos, relucientes,
a sacarles sus gusanos.


Somos nadie, aunque sabemos
que en la nada siempre hay mucho,
nos gusta encontrar tesoros
ocultos en basurales,
nos sentamos en umbrales
a gozar de lo que pasa,
y a viajar por todo el mundo
en la puerta de tu casa.


Somos gente del montón,
uno más del pasamanos,
que vivimos con la euforia
de abrazarnos entre hermanos.


A.L., X-XI-IX


Este poema es un "estreno en simultáneo" con La Cofradía para una propuesta de este querido blog abierto y colectivo. Lo reproduzco también en este espacio para asegurarme de que lo lea Marisa Peña, querida y admirada cófrade, y para compartirlo con los amigos en común aquí y allá. Espero hacerte llegar, querida Marisa, un poco de primavera rioplatense a tu otoño madrileño, que aunque sea melancólico, sabes vestir de belleza con tus palabras.








domingo, 1 de noviembre de 2009

Inercia inerte



¿Será posible salirse de la atrofia
del vacío de los años huecos,
de tantos días de ilusiones secas,
de tantos siglos de venas y serpientes
que devoran y anudan la garganta?


Con las manos enredadas,
y la boca cicatriz
de un viento de horrores
mudos e invisibles
¿Será posible enderezarse
y caminar entre las llamas,
con el grito apagado,
las ganas devastadas,
los sueños traicionados,
los abrazos a la nada,
pegadas las ausencias,
atorados los silencios?


Con la frente marchita,
con la frente espantada.


Porque la poesía es a veces un dardo certero que se clava en el alma, porque a veces es desagarro y otras vuelo, quiero dedicar este poema a Claudia Isabel, que tanto sabe de estas cosas, y tan bien las pone en palabras.


Ilustración: aaaahh 2, de J.Jesús Fernández

domingo, 11 de octubre de 2009

Lucy, en el barrio...

Este post va dedicado a Alicia M, por que siempre le gustaron mis historias, las reales e inventadas, por ser incondicional, por alimentar mi imaginación desde el día en que nací, por ser la persona más buena que conozco, por haberme enseñado a ser bueno, por concinar como nadie en este mundo, y por ser mi madre, con todo lo que eso significa para cualquier ser humano sensible.







La Lucy era la hembra más deseada del barrio cuando acariciaba la vereda flameando su cintura, y los volados de su falda saludaban a las baldosas. La Juanita la miraba por los entresijos, a escondidas, porque desde sus catorce septiembres a punto de estallar en brotes, quería ser como ella. La imitaba en el peinado frente al espejo del baño, se acomodaba la vincha con cuidado, estirando hacia atrás su cabellera platinada imaginaria y coronando su sien derecha con una rosa artificial al estilo del capullito de rosa fresca a medio abrir que usaba la Lucy.

Todas las mañanas, mientras los ojos de la Juanita se hacen líneas tras la persiana de su cuarto, Baldi, su padre, toma mate en la cocina y también la ve pasar a la Lucy, y como quien observa el estado del tiempo, le roba los ojos celestiales al vuelo, fija la mirada en el fresco capullo a medio abrir e imagina obscenidades, siente su aliento tibio en el cuello, su piel tersa vibrando como el parche de un bombo, y lo despierta del ensueño prohibido el grito de Martha, clamando por el trapo de piso abandonado bajo la pileta donde duermen marchitos los platos sucios de anoche.

La Lucy pasa abstraída, se acomoda un mechón bajo la vincha, mientras su cuerpo baila, ajeno, la danza del instinto. Ella sueña que esa noche pasará a buscar a su enamorado, el joven estudiante, y lo sorprenderá arrastrándolo a una noche de intimidad en el departamento de la amiga que esa noche se va, pero no sabe que esa misma mañana el joven estudiante se despidió de su padre, el viudo, confirmándole que iría a cenar a casa. Por eso, el viudo se tomó su día jubilado para preparar la cena como un auténtico evento. El viudo sabe que su hijo está pronto a volar, y ya que el tiempo no se rebobina y se vuelve a pasar como una vieja cinta de video, disfruta de cada una de sus conversaciones nocturnas con el joven estudiante. No hablan de nada especial, el joven estudia arquitectura, la carrera que el viudo nunca terminó, el padre pregunta qué aprendió el hijo ese día, el joven le explica apasionado, y luego cambiarán opiniones sobre arte, historia, política, y terminarán recordando alguna anécdota en blanco y negro, reirán, harán sobremesa y se irán a dormir saboreando una escena que un día inexorable bajará de cartel definitivamente. Y entonces repiten siempre ese ritual que cada vez se vuelve único.

Baldi se levanta de su silla sacudido por el grito de Martha, su mano pesada fija el mate sobre la mesa y arranca al trapo de piso de su letargo, mientras la Juanita se escabulle al cuarto de sus padres, para tomar un vestido de Martha y contemplarse imitando a la Lucy frente al espejo en la puerta abierta del ropero de su madre. Piensa que Federico, el chico de tres bancos adelante del suyo, ni miraría a la insulsa esa de la Mariana si ella, la Juanita, fuera como la Lucy. Y entonces su padre pasa ahorcando al trapo de piso, y la ve de reojo a la Juanita, da dos pasos y retrocede como quien vio algo desacomodado, y la sorprende a su niña transfigurada en la Lucy, y empalidece y lo atraganta la angustia muda y helada de una visión infernal. Se diría que quiere hacer la cruz con los dedos, su mirada desorbitada clavada en la vincha y el capullo pecaminosos, pero se rearma y pregunta con firmeza: “¿Qué hacés?”, a lo que la niña responde, lógicamente, un "nada" que la entrega ante la vergonzante evidencia. “Dejá de desordenarle el ropero a tu madre y andá a preparar tus cosas”, ordena lacónico, y archiva como puede la visión espantosa de su hija metiéndose en la piel de la Lucy, y esconde sus pensamientos sucios como quien oculta una evidencia criminal.
Y el día transcurre.

Esa noche, la Lucy pasará sorpresivamente por la facultad a buscar al joven estudiante, a este se le iluminará el rostro al verla tan hermosa y feliz de encontrarlo, pero a la media cuadra de caminar juntos, la noche se les vendrá encima cuando él le diga que no podrán pasar la noche juntos porque tiene que ir a cenar con su padre, y ella le dirá que el departamento de la amiga está libre sólo esa noche, y él se estremecerá de deseo, pero no podrá romper el ritual ni el corazón de su padre el viudo, que no le diría nada, pero contemplaría desolado el plato frío de su hijo, y se iría a dormir seco, vestido de otoño triste. Y entonces la Lucy se despedirá enojada, y se irá a dormir sola, y hasta regará la almohada de su amiga con alguna lágrima desolada. Pero antes, pasará otra vez como un ángel inesperado por la ventana de la Juanita, de Baldi, de Martha, y los tres desviarán la mirada del televisor cuando ella arroje el capullo abierto de rosa sobre la vereda; y mientras Baldi y Juanita vuelvan a mirar al plato como en un pacto de silencio, Martha seguirá con la mirada la danza nocturna de la Lucy, y dirá con rictus resentido “pobre el hijo del viudo López, esta nenita anda provocando a medio barrio, y seguro que se revuelca con el primero que se le cruza: mirá a qué horas anda yendo y viniendo, vestida siempre como una atorranta”. Baldi y la Juanita no contestarán, y se sincronizarán para volver a atraer a Martha hacia las tentadoras costas de la estupidez televisiva. Y seguirán comiendo las costillitas de cerdo, que las manos fuertes y nudosas aunque delicadas del carnicero, habían limpiado, como siempre, de todo resto de grasa con habilidad y dedicación especialmente para Martha, mientras los ojos la mordían con la mirada. A Martha le gusta ese coqueteo porque le asegura la mejor carne para el Baldi, pero no puede evitar la asociación entre carne y carne, la torpe metáfora del pecado. “¿Y si lo hiciera?” Pero sabe que nunca lo hará, porque el barrio se daría una panzada con su caída. Al terminar la cena, la Juanita pedirá solícita ir a sacar la basura, y recogerá de la vereda el maltrecho capullo que arrojó la Lucy.


Y al llegar a casa, el joven estudiante abrazará a su padre como si hiciera mucho tiempo que no lo viese, elogiará las brochettes que pacientemente el viudo preparó en la parrilla del patio, hablarán de cómo las hacía la difunta madre, y el viudo le contará a su hijo que encontró la vieja receta que la mujer guardaba. Y se pondrá un poco triste, balbuceará intentando cambiar de tema sin querer hacerlo, y los dos hombres se sentirán solos y desamparados, hasta que el más joven encuentre en el fútbol la gambeta justa para eludir a los fantasmas, y en la malasangre del comentario deportivo, renacerán en carcajadas, y habrán rescatado la escena otra función más.


Y esa noche, todos ellos se irán a dormir pensando en lo más deseado, en lo cercano pero inalcanzable, en esas cosas que nunca podrán tener.









martes, 6 de octubre de 2009

Para no morir




Hoy no quiero que mi voz interrumpa a la suya. Hoy no quiero hablar de mí, o de nosotros, o de todo lo que significó Mercedes Sosa para nuestra generación, para nuestro país, para nuestra historia, para nuestra cultura, para nuestro continente. Hoy sólo quiero callar y escucharla, por siempre, y dejar que las canciones a las que le dio alma hablen por mí.



Zamba para no morir


Romperá la tarde mi voz
hasta el eco de ayer
voy quedándome sólo al final
muerto de sed, harto de andar
pero sigo creciendo en el sol, vivo


era el tiempo la flor
la madera frutal
luego el hacha se puso a golpear
verse caer, sólo rodar
pero el árbol reverdecerá, nuevo


Al quemarse en el cielo la luz del día, me voy
con el cuerpo asombrado me iré
ronco al gritar que volveré
repartido en el aire al gritar, siempre


Mi razón no pide piedad
se dispone a partir
no me gusta las muerte ritual
sólo dormir, verme borrar
una historia me recordará, vivo


veo el campo, el fruto, la miel
y estas ganas de amar
no me puede el olvido vencer
hoy como ayer, siempre llegar
en el hijo se puede volver, nuevo


Letra: Hamlet Lima Quintana
Música: Ambros- Rosales



En http://www.mercedessosa.com.ar/marcosmaster.htm, la página oficial de la Negra, pueden leerse mensajes llegados desde todas partes del mundo, que testimonian de manera elocuente y conmovedora el legado que dejó esta artista querida, inmortal e irrepetible, que supo ser la voz de un continente.






martes, 29 de septiembre de 2009

Reflejos

Este post está dedicado a Bel M, entre tantas cosas, por que tiene su inconfundible estilo. Y de paso, le da la bienvenida a Santi, por los plagios, las sincronías y el video de Las meninas que nos hipnotizó a los dos en estos últimos días.
Diego Velázquez, Las meninas (1656) Museo del Prado
Una primera ojeada al cuadro nos ha hecho saber de qué está hecho este espectáculo a la vista. Son los soberanos. Se les adivina ya en la mirada respetuosa de la asistencia, en el asombro de la niña y los enanos. Se les reconoce, en el extremo del cuadro, en las dos pequeñas siluetas que el espejo refleja. En medio de todos estos rostros atentos, de todos estos cuerpos engalanados, son la más pálida, la más irreal, la más comprometida de todas las imágenes: un movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse. De todos estos personajes representados, son también los más descuidados, porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en la medida en que son visibles, son la forma más frágil y más alejada de toda realidad. A la inversa, en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve, es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha, se traza una curva (o, mejor dicho, se abre la rama inferior de la X) para ordenar a su vista toda la disposición del cuadro y hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al que están sometidos en última instancia la mirada de la niña y la imagen del espejo.
Pablo Picasso, Las meninas (1957) Museo Picasso de Barcelona
Este centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano ya que está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero, sobre todo, lo es por la triple función que ocupa en relación con el cuadro. En él vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo en el momento en que se la pinta, la del espectador que contempla la escena y la del pintor en el momento en que compone su cuadro (no el representado, sino el que está delante de nosotros y del cual hablamos). Estas tres funciones "de vista" se confunden en un punto exterior al cuadro: es decir, ideal en relación con lo representado, pero perfectamente real ya que a partir de él se hace posible la representación. En esta realidad misma, no puede ser en modo alguno invisible. Y, sin embargo, esta realidad es proyectada al interior del cuadro —proyectada y difractada en tres figuras que corresponden a las tres funciones de este punto ideal y real. Son: a la izquierda, el pintor con su paleta en la mano (autorretrato del autor del cuadro); a la derecha el visitante, con un pie en el escalón, dispuesto a entrar en la habitación; toma al revés toda la escena, pero ve de frente a la pareja real, que es el espectáculo mismo; por fin, en el centro, el reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmóviles, en la actitud de modelos pacientes. [...]

Salvador Dalí, Dalí de espaldas pintando a Gala de espaldas eternizada por seis córneas virtuales provisionalmente reflejadas en seis espejos verdaderos (1973) Teatro-museo Dalí de Figueres

Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquélla recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta —de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo —que es el mismo— ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación.

Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. traducción de Elsa Cecilia Frost. Buenos Aires, Siglo XXI, 1968.

Las meninas (museo virtual) 3 D http://http://www.youtube.com/watch?v=_B91T6bomh4

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La voz humana

Para continuar festejando los dos años de Goliardos en la ruta, en la medida de lo posible e inspiración mediante, me propongo obsequiar con entradas dedicadas a lectores que han alentado especialmente a este blog. Ésta primera entrada es para Carmen-Medialuna, simplemente porque merece cualquier gesto afectuoso por ser siempre maravillosa, pero además, porque este texto me evocó sus bellísimos relatos breves, a los que ella define muy bien como prosa poética.

Había caminado tantas cuadras porque estacionó más lejos como para postergar el momento, saborearlo un poco más y no precipitarse en la decisión final. No podía dejar de pensar en todos los inconvenientes que le había generado esa decisión, y que no dejaban de parecerle sobredimensionados, ya que él estaba absolutamente seguro de lo que estaba haciendo, del paso que estaba por dar, y del rumbo que tomaría su vida desde ese momento. Hacía por lo menos dos semanas que ni se tocaba con su esposa, ella se limitaba a darse vuelta cada noche para llorar en silencio, herida en el alma como un gorrión alcanzado por la piedra infantil de una honda mortífera. Ya ni se hablaba del tema, el silencio del resentimiento inundaba los almuerzos y las cenas. 30 años de matrimonio parecían irse cuesta abajo por un capricho, pero él estaba seguro de hacer lo indicado. Ahora, con los hijos casados, ahora que podían disfrutar de la vida a los 50, él se desviaba por su propio camino, aparentemente ciego de los proyectos en común con ella. “Habíamos decidido ahorrar para cambiar el auto”, había reclamado hasta el hartazgo ella, “no, nos fuimos de vacaciones los dos últimos veranos, y ahora vos venís a gastarte los ahorros en algo que es para vos solo y que es claramente una pasión pasajera”. Incluso ella le recordó que se había privado de aquel hermoso vestido de seda que se había querido comprar para el casamiento de la sobrina, y que ni se quejó de privarse del único gusto que se daba durante el año. Él apenas la calmó diciéndole que los próximos ahorros se los gastara en lo que ella quisiera sólo para ella, que nada más era cuestión de conformarse con lo que tenían por un tiempo extra, pero mientras tanto él necesitaba hacer eso porque estaba seguro de que le iba a cambiar la vida para bien, aunque desde ya significara un gran gasto y ninguna ganancia, más que la espiritual. Y entonces ella cerró la cuestión en que el problema no era el gasto, sino que se obstinara en un capricho egoísta que la ignoraba a ella por completo. “Me importa no importarte”, había sentenciado como decapitándolo.
Y entonces llegó a la puerta del lugar y entró.
Miró, probó, eligió uno usado en buen estado como para él, lo pagó, se lo llevó. Llegó a su casa lo sacó, lo tomó en sus brazos como bailando en el aire, se sentó ágilmente en una silla como aterrizando, separó sus piernas, lo acarició suavemente con el arco, y escuchó triunfal y extasiado el sonido de la voz humana. Lo abrazó, lo apretó contra su pecho y respiró profundo, y no fue una pasión pasajera, le dedicó cada uno de sus minutos libres, al precio de ya no dormir con su mujer, quien después de todo terminó aceptando que el cello se había convertido en su terapia, y que era mucho más sano que cualquier otro vicio.
Es cierto que nunca llegó a tocar de un modo aceptable, sino más bien todo lo contrario, pero él se conformaba con acompañar piezas que le gustaba escuchar y que trataba de aprender y ejecutar sobre la grabación, tratando de seguir la partitura seriamente, lo que en general empeoraba la cuestión. Tomó clases, y fue un estudiante dedicado (aún lo es), y aunque nunca será concertista, sus vecinos deberían saber comprender y tener algo más de sensibilidad antes que juntar firmas para denunciarlo. Quizás harían mejor gastando sus ahorros en comprarse violas y violines para tratar de hacerle el necesario contrapunto todos los días, de ocho a diez y media de la noche, a la hora del noticiero y del show de los imbéciles, una y otra vez la misma pieza, hasta que suene como nos guste.
Ilustración: Los músicos, de Raúl Soldi

viernes, 18 de septiembre de 2009

Nacer o no haber nacido

Un día cualquiera de hace ya demasiados años, a la última hora de una jornada cualquiera de trabajo, rutinaria, aburrida y estresante como tantas otras jornadas de trabajo de oficina, una compañera se me acercó a despedirse hasta el día siguiente, como todos los días. Pero esa vez no me dijo lo de todos los días, sino otra cosa que ahora intentaré reconstruir. Dijo: "Yo tengo por costumbre elegir una película para cada persona...", y demás está decir que me intrigó para dónde iría el discurso. Continuó: "Suelen ser películas que a mí me gustan, y que las asocio con esa persona por algo en particular". Me siguió intrigando, sin saber si hablaba en serio o saldría con alguna broma. Javiera, la compañera en cuestión, no era muy demostrativa, y por el contrario, a veces podía ser muy ácida atacando con la más mortífera de las armas: una inteligencia filosa como el borde de una hoja de papel. El gusto cinematográfico (y artístico en general) de Javiera siempre fue particular y exquisito, desde el viejo cine de historias bien contadas, hasta el cine independiente de pequeñas historias y poco diálogo. Por alguna razón, si bien yo respetaba mucho su criterio, nuestro gusto siempre se desencontraba, fundamentalmente cuando yo, torpemente, intentaba iniciar un diálogo sobre alguna película que a mí me había parecido grandiosa: Javiera la había visto y le había parecido un bazofia. Y para colmo esgrimía argumentos sólidos que me replegaban en un modesto y simple, "bueno, pero a mí me encantó igual". Por consiguiente que me planteara una cuestión alrededor de alguna película, casi podría decirse que me ponía en guardia como pretendido cinéfilo que soy. "Por supuesto que tengo una película para vos, y la dan esta noche por televisión, tenés que mirarla."
Caramba, ¿qué película me habría elegido?¿Cómo me vería mi ácida compañera? Ensayé alguna tonta humorada y pregunté si era la historia de un pobre hombre esclavizado en una oficina, sin horario de salida. "Se llama Qué bello es vivir", prosiguió, " no te olvides de verla, esta noche a las..." Y me dejó clavada la intriga, hasta el momento indicado, sin entender qué estaba haciendo yo a esa hora frente al televisor, buscándome en una película que alguien había decidido que tenía que ver con mi persona.
La película está acá abajo, por eso voy a ahorrarme contarla. Simplemente diré que quien no la haya visto, tendrá que hacerlo (no vean lo de abajo, ¡es el final!), porque es mi película, porque Javiera tenía razón. Es decir, no sé si seré tan bueno como su protagonista (francamente no lo creo), pero sí me pasaba y me pasa lo mismo que a él: quizás muchas veces no me doy cuenta de que en realidad todos influimos en la vida de otras personas, y hasta incluso lo hacemos para bien, pero somos incapaces de verlo, y en lo que a mí respecta, muchas veces se me ocurre pensar que el mundo no sería distinto, no sería peor de lo que es, si yo no hubiera nacido. Y sencillamente, a veces es maravilloso sentir que no es así. Esa noche lloré, como vuelvo a llorar cada vez que veo esta secuencia, porque Javiera se ganó mi corazón desde aquel día, y aunque andamos bastante desencontrados por la languidez del tiempo que nos lleva y nos trae, yo sé que a veces pasa por acá aunque no deja huella, y sueño con que esta vez lo haga, para que sepa, por si no se lo dije nunca antes, que "elegirme" esta película fue el regalo más bello que me hicieron, más allá de la hermosa película en sí, por el hecho de sentir que otra persona pudiera identificarla conmigo.
Hoy quiero regalarles esta película a todos ustedes, los lectores habituales y amigos a la distancia, los amigos de toda la vida, los alumnos y ex alumnos, los familiares, los hermanos, los goliardos que imaginé así, en plural, cuando comenzó este experimento sin rumbo, porque nuestra ruta es la de los descubrimientos. Hoy Goliardos en la ruta cumple dos años, porque un 18 de septiembre de 2007 salí a caminar por un sendero incierto y vacío, y ustedes lo habitaron y le dieron sentido a ese plural del nombre. Y hoy me hace feliz que estén los que están, compartiendo con generosidad y calidez cada uno de los torpes bosquejos que intenta esta mano vacilante.
Hoy me toca a mí hacerles este regalo, porque así como aquella vez Javiera me hizo sentir George Bailey, todos ustedes durante estos dos años han dado vida a esta casa con su magia milagrosa, esa que muestra esta escena inolvidable.
¡Qué bello es haber nacido!
Brindo junto a ustedes, entonces, mientras suena una campana y un ángel se ganó sus alas.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Grito pelado

No es ningún secreto para mí, que tengo un odio visceral contra el paso del tiempo. Es cierto que depende de uno hacer de esa cuestión algo productivo, pero mientras a veces a nuestro tiempo lo invertimos en sobrevivir a duras penas (léase trabajar como un esclavo) y en disfrutar el tiempo restante todo lo que se pueda, el tiempo sigue pasando para el resto del universo, y mata gente, y escupe guerras lejanas y angustias cercanas, y a la larga se nos hace inevitable ir sintiendo este transcurrir como pura pérdida. En relación con esta visión negativa, una de las facetas fútiles de este devenir temporal es su manifestación física, los signos corporales del paso del tiempo. Concretamente, me estoy refiriendo a la gráfica escena de mirarnos en el espejo y encontrarnos con los signos del paso de los años en nuestro rostro. En este caso, mi relación con el tema es más contradictoria, o más bien variable de acuerdo a cada signo en particular. Me explico: algunos signos no me preocupan en lo más mínimo o muy poco, como ciertas arrugas faciales; hasta podría establecer una “tabla de cotizaciones”. Por ejemplo, las arrugas de la frente cotizan tan poco en mi preocupación o rechazo, que hasta diría que pueden llegar a ser motivo de orgullo al ser signo de otra cosa, algo que se podría expresar en la desmañada frase “frente arrugada, frente pensada”. Algo similar me ocurre con las célebres “patas de gallo”, signo inequívoco de la risa. Un caso muy diferente, en cambio, es el de la detestable papada, especialmente cuando ésta no es producto del sobrepeso, y más bien es un desplazamiento cutáneo que comienza a desprenderse de la mandíbula. En otras palabras un asco que no parece asociarse con nada bueno o digno de orgullo. Retornando al terreno de lo inocuo, mi relación es excelente con las canas, aunque no hay apuro por que se hagan dueñas de todo el terreno craneal. Las canas de las sienes, también conocidas como “las nieves del tiempo”, me resultan interesantes, además de leperianas, y me levo bien con las de la barba en el mentón, que me empeño en no rasurar, y hasta a veces dejar crecer bastante. Es claro que confieren una cierta dignidad de héroe o de poeta. Pero en el otro extremo, la calvicie es sin dudas algo insoportable e inaceptable, casi diría que oprobioso. De nada sirve haberse preparado toda la vida mirando a los calvos de la familia, uno siempre termina teniendo la esperanza de zafar, y se cuida, cambia el shampoo cada tanto, se hace masajes, busca cepillos especiales, recurre a medicamentos y hasta es capaz de ¡hacer dietas! Pero la calvicie resulta ser el más despiadado e implacable signo del tiempo. Y lo peor en mi caso, no es la calvicie que nace en la frente, ya que tampoco me molestan las famosas “entradas”, lo mío siempre vino por la coronilla, ya que padezco de la no menos célebre “calva de monje o de novicio”. Esta ruin forma de la calvicie es artera, ya que al mirarnos en el espejo por las mañanas, nos vemos la frente coronada de un flequillo al que a veces hasta nos cuesta acomodar. Si bien es cierto que en ocasiones se siente más intensamente el frío en aquellas alturas, al pasarnos la mano sobre la cabeza, sentimos la presencia de una pelusa que nos hace creer que es pelo que cubre el cuero cabelludo (no advertimos, sin embargo, que también tocamos piel). Entonces, el peor enemigo es la siniestra combinación de espejos enfrentados, que nos permite vernos reflejados desde atrás. Esta escena es mucho más pavorosa si le sumamos un reflector desde el techo que ilumine justo la indigna aureola de piel desnuda. Varias veces, en ascensores casi vacíos, estuve tentado de gritar de horror ante mi horrible visión de mí mismo: es espantoso, de pronto, darse cuenta que uno no se reconoce a uno mismo, en esa miserable desnudez. La fotografía suele actuar también como aliada de esta ignominia, aunque también hay que decir que los buenos amigos nos retratan preferentemente de frente, con la cabeza algo echada hacia atrás, mentón en alto, con aire de emperador. Y también es cierto que otra gente, quizás por simple impericia, captura nuestra imagen con la cabeza gacha, y nos clava un puñal, en este caso, en la calva. Hace algunos días, una alumna (que es muy buena chica y sé que lo hizo con la intención de llevarse un recuerdo de su último año en la escuela) me tomó una fotografía por sorpresa en el aula, justo cuando estaba por sentarme, con la cabeza baja, apuntando mi majestuosa boina de piel hacia la diminuta pero feroz lente de la cámara digital. El colmo del mal gusto se completó con la publicación en Facebook de esa foto, entre otras imágenes de un simple día de clases, de profesores y compañeros. Desde entonces, creo que no volví a pasar por allí. En cuanto a los demás signos corporales, digamos, del cuello en menos, el crecimiento de las mamas o mastitis me da un poco de risa a mí, que siempre fui delgado, pero me confiere un plus de la caja torácica que siempre eché de menos en mis años mozos de alfeñique. En cuanto a la barriga, es una compañera de mil batallas y banquetes, aunque es bastante modesta, y aún me dicen que soy flaco, excepto mi hijo, que es escuálido y cree acicatearme acusándome de obeso (es claro que el pobre atraviesa la plenitud de sus años mozos de alfeñique que heredó de mí). Lo demás, es silencio. Las manos, en cambio, se llevan todo mi aprecio por su lozanía de hombre que lava los platos muy pero muy de vez en cuando, y que no las usa como herramientas de trabajo más que en este momento, o al corregir. Mis jóvenes aunque adultas manos aún lucen las uñas desparejas carcomidas por la ansiedad, pero así eran desde mi infancia. Y son lo que más miro de mí mismo durante el día. Será por eso que a veces me creo niño, mirando mis adultas manos. Será por eso que, cada tanto, especialmente cuando estoy cansado, me tiro a dormir una siesta, mientras dejo que mis brazos, guiados por mis manos, se vayan a pasear un rato, y entonces abren la puerta, salen a la calle, y se trepan un buen rato al árbol seco que tengo en mi vereda. No hay problema, cuando se aburren vuelven, se prenden a mi cuerpo, me despiertan, me llevan hasta el teclado, y se ponen a escribir tonterías como esta.

martes, 4 de agosto de 2009

Emilio Lunadei

Fue el hombre más bueno y silencioso que recuerda mi infancia. Albañil frentista de oficio, nació en 1905 o 1906, y militó en el Partido Comunista Italiano en tiempos de Mussolini. Lo poco que sé sobre él me fue contado a retazos por mi abuela, mi padre y mi madre. Sé que quedó huérfano a los 6 años de edad, y que desde entonces tuvo que trabajar para sobrevivir. Fue partisano durante la Segunda Guerra Mundial, y realizó actividades clandestinas por esos años. Ni siquiera sé la fecha exacta de su llegada a este país, sólo sé que nunca habló bien esta lengua y que aún resuena su acento romano en mi memoria. Me gustaba hablar con él, tanto, que no me daba cuenta de que no hablaba mi mismo idioma; lo descifraba y lo escuchaba como se escucha a un héroe, aunque él mismo nunca se haya propuesto serlo, porque yo sé que el recuerdo le dolía, porque no sabía lo que era la vanidad que desconocen los grandes corazones. No había podido estudiar, apenas sabía leer y escribir, pero para mí, su palabra era experiencia de vida y sufrimiento, era para mí un pedazo de la historia que se escribe anónimamente y en silencio. Quizás por todo eso él no quería hablar de la guerra. Una sola vez, ante mi insistencia, me contó una historia de aquél tiempo: Por aquellos años, mi abuelo y mi abuela fueron a cenar a la casa de unos amigos que tenían dos hijos varones, de la edad de mi papá. En el camino se detuvieron a comprar algún regalo para los niños, y les llevaron uno autito de juguete a cada uno, unas pequeñas réplicas metálicas de los yeep de esa época. El regalo fue recibido con emoción por los niños, quienes se entretuvieron jugando con mi padre y los autitos durante toda la noche, en una cena tranquila, amena e inolvidable que prometió repetirse pronto. Dos días después ese barrio fue bombardeado. Desolados, mis abuelos fueron a la casa de sus amigos, y solo encontraron un montón de escombros. Caminaron sobre las ruinas, sabiendo que debajo de ellas estaban los restos de la familia. Y reluciendo sobre el monumento macabro, brillando intactos al sol, encontraron los dos autitos, como si alguien los hubiera colocado prolijamente allí, para que griten su silencioso horror. Nunca más le insistí a mi abuelo para que me contara alguna historia de la guerra. Su vida en Argentina no fue mucho mejor, y estuvo lejos la promesa de prosperidad que había traído a mi abuela, y que lo terminó arrastrando a él y a su hijo a un exilio absurdo. Poco antes de que yo naciera su suerte pareció cambiar cuando dos compatriotas le ofrecieron asociarse a ellos para montar un corralón de materiales para la construcción. Emilio era por naturaleza confiado, y no prestaba atención a los papeles que le hacían firmar. Finalmente, un día uno de sus socios se fugó, con la esposa del tercero y el dinero mal habido obtenido con la firma de mi abuelo. El nonno Emilio, para mí el nonno, a secas, no dejó nunca de trabajar, colgado de los andamios, como frentista, hasta que un día, cuando yo era recién nacido, cayó de un andamio y se quebró un tobillo, y desde entonces no pudo volver a trabajar de albañil. Para mí él no tenía familia, de hecho, el único contacto que tuve con familiares italianos vino por parte de mi abuela, cuya prima, la maravillosa tía Adamante, ayudó dando trabajo y techo a mis abuelos durante años. Los mejores momentos de mi infancia, mi paraíso perdido, los pasé en la casa de mis abuelos, primero en Lanús, luego en Burzaco, en una provincia de Buenos Aires donde los hombres mayores tomaban aire fresco sentados con sus sillas en las veredas, y los chicos jugaban a la pelota en la calle, y gritaban “auto” para correrse y dejar pasar al vehículo inoportuno que interrumpía el partido. En el jardín del fondo de la casa de Burzaco fui emperador romano, inspirado por las historias imperiles que siempre evocaba la nonna, y aún recuerdo mis ansiados despertares de fin de semana, escuchando al nonno cantar, desde su cuarto de trabajo, los tangos interpretados por Julio Sosa en radio Colonia, República Oriental del Uruguay. Se levantaba a las cuatro de la mañana, se hacía una bruscheta (tostada) que untaba con unas gotas de aceite, un poco de ajo y una sardina o anchoa, si la había, y la acompañaba con un tazón de café negro. Escuchaba la radio todo el día, y estaba al tanto de todo lo que sucedía en política y fútbol. No sé de qué equipo era simpatizante en Roma, pero en Argentina era fanático de Boca. Trabajaba desde el amanecer hasta la caída del sol frente a una máquina montada en la casa, en la hilaba bobinas de cobre para los secadores de pelo modelo cofia que fabrica Héctor Ubertini, el esposo de tía Adamante. Su tango predilecto era Cambalache, al que bramaba en un porteño –romanesco único en su estilo. Aún lo escucho cantarlo en mi recuerdo, y vuelvo a ser feliz, porque su canto me anunciaba que estaba en mi reino imaginario, mientras la nonna batía con mano enérgica dos yemas de huevo y azúcar (hasta conformar una pasta espesa y casi blanca), mi desayuno especial: lo que ella denominaba cócoro, y que años después supe que era el sambayón, aunque claro está, sin agregar whisky. En el año 1975 mi padre ganó el premio Moliere que entregaba la embajada de Francia en Argentina, con el auspicio de Air France, por su labor como Pantaleón en Arlecchino servidor de dos patrones de Carlo Goldoni. El premio incluía un pasaje abierto a París, y a papá se le presentó la oportunidad de volver a Roma. Por esos años supe que había familiares en Italia, llegué a ver una foto de ellos, pero nunca me quedó clara la filiación. También supe que ellos estaban ayudando a tramitar la jubilación del nonno, una pensión extraordinaria que terminó recibiendo años después, como héroe de guerra. Pero papá finalmente no viajó nunca a París ni a Roma. En cuanto a mí, crecí y me alejé de Burzaco, y cada tanto regresaba en las fugaces visitas que papá hacía a la casa de sus padres. Muy atrás habían quedado los tangos de Julio Sosa, la casa del jardín, y los paseos a comprar el pan de la mano del nonno, y mi adolescencia rebelde me apartó también de papá, y del vínculo con la casa de los abuelos. Más tarde me casé y me fui a vivir a la Provincia, aunque a demasiados kilómetros de Burzaco. Cuando nació su primer bisnieto, mi hijo Lautaro, fuimos a visitarlo. Mi abuela había muerto hacía algunos años, y él alquilaba una casita mínima, delante de la casa de la propietaria, en el mismo terreno. Llegamos y no lo encontramos. Preguntamos a la mujer por él y nos dijo que a la tarde se iba caminando a pasear hasta la estación de tren. La mujer aprovechó su ausencia para comentarnos que estaba preocupada, porque si bien el nonno se veía saludable, por momentos no se daba cuenta de su edad avanzada y corría riesgos: últimamente se le había dado por pintar la casa, y consiguió una escalera para pintar el techo. La mujer temía que cayera desde la altura, aún desconociendo su accidente del andamio, años antes. “A ver si lo convence Usted, que es el nieto, porque a mí no me hace caso”, dijo la mujer transfiriéndome de inmediato su lógica preocupación. Cuando lo vimos le comenté la cuestión, se río y me dijo que no le hiciera caso a la mujer, era muy miedosa por naturaleza, él tenía cuidado y pintar lo entretenía. Le pregunté qué más hacía, cómo pasaba su tiempo, y me dijo que todas las tardes se iba a tomar unos tragos al bar de la estación “con los muchachos”. Se lo veía entero, pero sabíamos que a pesar de su contextura robusta y monumental, a lo que se agregaba su sobrepeso, arrastraba desde hacía años problemas bronquiales derivados de un último episodio triste de sus tantas desgracias. En los años en los que estaba tramitando su tan esperada jubilación, cuando mi abuela aún vivía, tuvo que ir al Departamento Central de Policía a renovar su cédula de identidad. Al iniciar el trámite, hicieron la investigación de rutina de antecedentes policiales, y surgió que había una causa abierta por la estafa del ex socio, muchos años atrás. Si bien mi abuelo era un damnificado más, todavía seguía figurando su firma en los cheques y documentos que ahora eran parte de la causa. Si bien se comprobó la absoluta inocencia de mi abuelo, que claramente había sido estafado, dicha comprobación le significó quedar detenido durante casi dos meses, en una oficina del Departamento Central de Policía. Nadie tuvo en cuenta su edad, y tuvo que dormir durante todo ese tiempo en el frío suelo de la oficina, usando un par de mantas como colchón. Cuando recuperó la libertad su salud ya estaba seriamente deteriorada, y si bien vivió varios años más, su enfermedad respiratoria se hizo crónica, aunque él la minimizara. Un día de invierno de 1990, durante el Campeonato Mundial de Fútbol de Italia, que tanto me evocaba al nonno, aquella mujer miedosa, la propietaria que tanto lo cuidaba a escondidas, llamó preocupada a mi papá para decirle que hacía unos días que Emilio no se levantaba de la cama. Papá fue a verlo, y lo encontró mal, se estaba dejando morir. Lo llevó sin pensarlo a vivir a su casa, le dio la atención que él no quería, estaba casi ciego por las cataratas que le habían provocado años de exposición al hilo de cobre de las bobinas (recuerdo que sus ojos llegaron a tener el color del cobre). Papá, de alguna manera, empezó a descubrir en su debilidad final, a aquel hombre sencillo, rústico y noble al que él había llegado a despreciar por rudimentario. En parte no le había perdonado nunca el abandono en la cubierta de aquel barco que lo trajo a la Argentina. Pero quizás llegó a comprender lo duro que había sido todo para su padre, a quien la vida no le había dado nunca la posibilidad de elegir su suerte. Llegué a verlo un día en la casa de papá. Le hablé un rato, pero parecía estar en otra parte, y ya no demostraba interés por nada. Me dijo que quería dormir un rato, y lo despedía con un abrazo y un beso inmensos, sintiéndome el niño que caminaba de su mano, pero él ya parecía no estar. Algunos días después desmejoró y papá lo internó en una clínica. Allí mostró signos de recuperación, y papá lo acompañó una tarde entera con él. Volvieron a comunicarse como lo habían hecho siempre, en romano, aquél dialecto que papá reservaba al diálogo con sus padres, que poco se parecía al italiano preciosista que papá hablaba muy bien, y que había perfeccionado tenazmente en su exilio. Aquella tarde, sé que papá recuperó su dialecto, sus pocos recuerdos felices de infancia, los viejos chistes y juegos de palabras que Emilio conocía muy bien, y que sus descendientes argentinos no comprendíamos, y papá sí. Volvieron las viejas anécdotas pintorescas que la guerra había aplastado, y de pronto el hijo se sintió por primera vez en su vida, cerca de ese padre al cual nunca había comprendido del todo. Volvió a su casa tranquilo por verlo recuperado y con total lucidez. Esa misma noche, un 24 de julio de 1990, Emilio murió mientras dormía. Recibí la noticia al llegar al trabajo, corrí hacia la clínica y llegué a ver como cargaban su cuerpo sin vida en la ambulancia. Del otro lado de la camilla estaba papá con mi hermano Valeriano, por entonces adolescente. Al verme, papá me estrechó en un abrazo, y se quebró en un llanto desgarrado, como nunca lo había sentido en mi vida. Guardé mis lágrimas para mostrarme fuerte ante papá, para contenerlo y consolarlo. Guardé mis lágrimas, estas mismas que hoy se vuelven palabras, y quieren volverse memoria...

lunes, 13 de abril de 2009

La familia Lunadei: Roma-Buenos Aires, ida.

Como ya he dicho, la historia real que me dispongo a contar, no tiene aún escrito el final de su primera parte, la resolución de su primera trama. Por consiguiente, no quiero adelantarme por algún tiempo a lo que pudiera ocurrir. Pero por otro lado esta historia tiene una prehistoria, un largo capítulo 0 que se remonta a los orígenes de mi escasa familia paterna, un núcleo familiar de inmigrantes italianos que como algunos otros llegó a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial, en 1950. El núcleo familiar que emigró desde Roma a Buenos Aires era básico: mi padre, Giovanni Marcello, según rezaba su partida de nacimiento, quien para su familia, incluidos sus hijos, siempre fue Gianni; mi abuelo, Emilio Lunadei, el ser más honesto, luchador y bondadoso que he conocido en toda mi vida, y Ada Cerroni, una hermosa y seductora mujer de alta y robusta figura, de carácter fuerte y conflictivo, aunque solapado. La familia de Emilio, los Lunadei, era de origen humilde. Él nunca me contó nada sobre su familia, sólo sé que había trabajado con tesón desde su infancia, porque a muy corta edad había perdido a su padre y a su madre. Nació en 1906, por lo tanto, tenía 8 años cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Aún hoy no tengo idea si la muerte de sus padres tuvo algo que ver con la guerra, pero según mis cálculos, si mi abuelo trabajó desde niño, debe haberse quedado huérfano por aquellos años. La familia de Ada, mi nonna, tenía un origen aparentemente aristocrático, aunque por lo que deducimos, venido a menos, y hasta incluso, por lo que parece, de una rama bastarda. Mi abuela solía hacer alusión a esto con orgullo, pero ocultando o borroneando los detalles que la alejaban de títulos de nobleza que quizás su familia había ostentado, y quizás perdido. Creo que el padre de Ada era el hijo bastardo de un noble que "indemnizó" a la mujer (aparentemente mucama) a la que embarazó, otorgándole una pensión de por vida y todo lo que el hijo necesitara, exceptuando claramente cualquier aspiración a herencia de títulos nobiliarios (si esta no era la historia del padre de Ada, lo era de su abuelo). Los cambios políticos echaron por tierra esos títulos, pero claro que no ese espíritu aristocrático que siempre pervivió en Ada. Por lo pronto, a papá lo llamaba "il principeto", no metafóricamente, sino aduciendo su supuesta sangre azul, y haciéndoselo saber. El padre de Ada (hoy mi memoria pierde por completo su nombre), mi bisabuelo, se casó con una mujer llamada Adelle, mi bisabuela, a quien sí conocí de niño, siendo ya muy anciana y enferma de arterioesclerosis. No es un personaje al que recuerde con cariño. Tampoco lo hacía papá. La cuestión es que el padre de Ada fue combatiente italiano en la Primera Guerra Mundial, y según creo tuvo tres o cuatro hijos: un varón que murió de pequeño, quizás durante la guerra, una hermana mayor, fallecida joven, Ada y Bruna. Según creo recordar, mi abuela contaba que la hermana mayor se encargaba de llevar todos los días a ella, a Bruna y quizás al más pequeño, a la escuela todos los días; los vestía, les daba de desayunar, y al menor, en el apuro, le ponía a veces los zapatos al revés, y entonces él se quejaba de que le dolían los pies, caminaba lento y lo reprendían porque llegaban tarde a la escuela. Uno de los recuerdos más felices de la infancia de mi abuela es que en ese camino ella se demoraba un poco a zigzaguear en la columnata de Bernini, en la Plaza San Pedro, que quedaba de pasada en el largo camino a la escuela. Vi fotos que me mostró mi abuela, de las que ahora desconozco su destino, en las que se veía a mi apuesto bisabuelo en una carpa de campaña en algún lugar del frente de batalla. La ausencia de mi bisabuela en el cuidado de sus hijos, parece haberse debido a sus no convencionales ocupaciones para sobrevivir: según contaba papá, Adelle era casamentera en pueblos del interior, contactaba a mujeres adineradas pero no muy agraciadas y las conectaba con apuestos hombres humildes de Roma. Según papá, también tenía buenas aptitudes para regentear prostitutas, le gustaba el dinero, era codiciosa, un poco bruja, y también jugadora empedernida. En síntesis, la Celestina del gran Fernando de Rojas era una verdadera prefiguración que le encajaba como un traje a medida. Sumémosle a esto sus modos poco elegantes y desagradables que definitivamente aterrorizaban a papá de niño: él contaba que cuando paseaba tomado con ella por las calles céntricas de Roma, ella lo tomaba muy fuertemente con su mano fuerte y huesuda como una garra (que yo mismo años después experimenté), y de pronto lo apartaba un tanto, abría las piernas, y orinaba muy tranquilamente parada en la calle. Papá agregaba al relato su vergüenza y lógico asco, ya que en el frío invierno romano, no podía terminar de cubrirse de las salpicaduras del tibio orín de su abuela (no hago más que reproducir la anécdota casi en los propios términos en los que la contaba papá). MI bisabuelo, el esposo de Adelle, volvió de la guerra y llegó a viejo. Mi papá siempre insistió en que sus dos abuelos maternos vivían en su casa, cuando él era niño, y que un día el abuelo se encerró en el baño y se disparó un tiro en la boca. Él dijo haber escuchado la detonación y haber visto la reacción familiar, aunque no a su abuelo muerto, y a pesar de que le dijeron que había muerto de un ataque cardíaco, él recordaba perfectamente aquel sonido fatal. Muchos años después, mi propio padre eligió esa misma manera de quitarse la vida.

Fuera de toda esta mezcla de pintoresquismo y tragedia que tuvo la historia de Ada y mi padre, hay que agregar la militancia política de mi abuelo Emilio en el Partido Comunista Italiano en tiempos de Mussolini. Algo de toda esta historia, está contado en un post anterior de este blog titulado Gianni, publicado hace casi un año atrás. Resumo detalles contados allí en extenso. Desconozco cómo se conocieron Emilio y Ada, sólo sé que para cuando papá nació, el 2 de mayo de 1938 (aunque él siempre insistió en que había sido el 1°, día Internacional del Trabajo, para bromear y decir que el mundo entero se paralizaba en su homenaje), Roma estaba paralizada por la visita oficial de Hitler a Roma. Mi abuela tuvo un parto muy difícil en el que perdió litros de sangre y fue atendida por una guardia médica de emergencia. Ese día es evocado en la película Una giornata particolare de Ettore Scola. Revisando, años más tarde, periódicos de la época que mi hermano Valeriano heredó de papá, encontré cierta imprecisión, ya que, según parece, el abrazo entre Hitler y Mussolini que paralizó por decreto a la ciudad, ocurrió dos días después, con lo cual supongo que mi abuela fue internada un día con guardia de emergencia, el día del trabajador, y que permaneció internada varios días, debatiéndose entre la vida y la muerte, nuevamente atendida por otra guardia, la de aquél día particular. En ese detalle, el del hospital sin personal y el parto difícil, coincidían tanto mi abuela como papá. El resultado de este parto fue la pérdida de la matriz, lo que hizo que mi padre fuera hijo único y que siempre dijera que después de él habían roto el molde, y que había nacido triunfalmente con la matriz de su madre en la mano como el trofeo de lo irrepetible. Por aquellos tiempos, Emilio estaba clandestino e Italia combatía como aliada de Alemania. Desde ya, mi abuelo era oficialmente un desertor, y las patrullas fascistas venían a apresarlo. La mayoría de las veces Ada ignoraba el paradero de Emilio (quien entre otras actividades se trepaba a los postes de teléfono para cortar comunicaciones), pero en una ocasión aparecieron cuando él estaba allí. Improvisaron una salida: mi abuela dejó pasar a los agentes y revisar la casa, mientras mi abuelo se colocó en la cornisa del edificio, en el primer piso hacia la calle. Cuando los agentes revisaron el cuarto detrás de cuya ventana pendía mi abuelo, Ada se colocó sobre los vidrios, tapando a Emilio en el exterior. Afortunadamente parece que los agentes del gobierno no apostaron a nadie abajo, y que ningún transeúnte delató a mi abuelo, ya que vivían en el centro de Roma, cerca de la estación Termini, en la Vía Principe Amedeo. Es probable que los mismos vecinos hayan protegido a mi abuelo quien me consta que era muy querido y respetado por su coraje y sus convicciones. Sé que otra vez un portero colaboracionista (aunque amigo de mi abuelo) detuvo invocando influencias a una patrulla que quiso subir a investigar de dónde habían caído unos clavos miguelito (los que caen siempre con una punta hacia arriba) que papá había arrojado por la ventana mientras jugaba. Ambos hechos fueron de los pocos que contó el propio Emilio, y me fueron luego confirmados por papá y Ada. Emilio no hablaba habitualmente de sus actividades durante la guerra, sí en cambio lo hacía obsesivamente Ada. Ella fue la que me contó de los kilómetros que debía recorrer para conseguir alimentos, de cómo pasaban aviones en vuelo rasante que disparaban contra lo que se movía, de cómo al escucharlos mi abuela se protegía como podía tirándose bajo algún automóvil estacionado o metiéndose en un umbral. De esta última forma es como decía haberse salvado de las represalias que tomaban los nazis en Roma, cuando los partisanos mataban a algún soldado alemán, fusilando a los diez primeros romanos que pasaran por la calle. Ella fue quien me contó que recordaba a papá quizás a los tres o cuatro años, parado en su cama, muerto de terror, gritando Gli aeri ! (¡Los aviones!), bajo el estruendo de las sirenas antiaéreas y el rugir de los motores que se aproximaban. Por papá sé que en esos tiempos difíciles Ada y Bruna recibían hombres en casa, regenteadas por Adelle, quizás para conseguir la ración de huevo crudo con la que alimentaban por entonces a papá. Lo cierto es que toda esta situación no le pudo ser disimulada a Emilio cuando pudo volver, tras la caída y ejecución de Mussolini, y el matrimonio fue de mal en peor. Tengo huecos en la historia, pero tal parece que la actividad, al menos de Bruna, continuó (y se incrementó) con la llegada de los aliados norteamericanos. Papá recordaba que su casa fue usada como prostíbulo contando que una vez lo habían retado por jugar con unas "bolsitas" que estaban sobre la mesa de luz del dormitorio de su madre. Algunos años más tarde se dio cuenta de que eran que eran preservativos usados (nuevamente reproduzco su relato en sus propios términos). Las crisis durante la posguerra entre Emilio y Ada eran frecuentes, y una vez se reconciliaron y Emilio invitó a su esposa e hijo a festejar yendo a comer una pizza. No tardaron en llegar los reproches cruzados, hasta que Ada se levantó de la mesa intempestivamente y corrió hacia la calle, seguida por Emilio y papá, quienes vieron impávidos cómo se arrojaba al paso de un auto que le frenó a centímetros de la cabeza. Por aquellos años de la posguerra Bruna se casó con un próspero y acaudalado comerciante de origen judío que decidió venir a invertir e instalarse en la próspera Argentina de los años de Juan Domingo Perón. Bruna, parece que sin consultarlo mucho, tentó a Ada y a su madre Adelle, a que la siguieran. El matrimonio estaba casi destruido, y Ada quiso alejarse de Emilio llevándose a Gianni. Pero el hombre hizo uso de su patria potestad y se lo negó. Y entonces Ada se marchó de todos modos. Luego sigue un nuevo blanco en la historia, pero por lo visto deben haber tenido una reconciliación a la distancia, y Emilio decidió embarcarse con Gianneto, de 12 años, rumbo a Argentina. Desconozco aún las razones por las cuales finalmente Emilio no pudo viajar, pero parece haber surgido una complicación de último momento que lo retuvo en Italia. Decidió mentirle a papá y decirle que viajaban juntos. Lo llevó hasta el puerto de Nápoles, y lo acompañó hasta el barco. Y subió con él, lo presentó con un oficial, y cuando dieron el aviso de que las visitas debían abandonar la cubierta, este oficial tomó a papá del brazo mientras Emilio corría desgarrado y bajaba de ese barco, que unos instantes después partió, mientras Emilio agitaba su pañuelo llorando, pidiéndole perdón a papá por haberlo abandonado en aquél barco, prometiéndole que él se les iba a reunir en poco tiempo. Pero papá, en realidad, nunca lo perdonó. El oficial se encargó, según parece, de un modo muy particular de papá: y en el primer puerto lo llevó a un prostíbulo. Una vez a bordo, los muchachos mayores le robaban la comida y lo amenazaban. Ese viaje de entre 20 o 30 días fue un infierno para él. Aunque al llegar al puerto de Buenos Aires lo estaban esperando su madre, su tía y su abuela felices, papá no olvidaría ese calvario por el resto de su vida, y a ese viaje, más que a la guerra misma, le echó la culpa de su depresión muchos años más tarde. Quizás por ese viaje nunca más volvió a salir de la Argentina (salvo una o dos veces para cruzar a Montevideo, Uruguay), y no quiso volver nunca más a Roma, ni siquiera cuando en el año 1975 ganó el premio Moliere que entregaba la Embajada de Francia en la Argentina, con el auspicio de Air France. A pesar de que el premio incluía un pasaje por avión a París, y a pesar de que se había conectado con unos primos que seguían viviendo en Roma para viajar de París a Roma vía tren, nunca realizó ese viaje. Durante años sostuvo que no podía dejar su trabajo de actor, que lo obligaba a aprovechar una continuidad que podía terminarse y dejarlo desocupado. El argumento era débil, ya que se trataría de un impasse programado de un par de semanas. Años después me confesó, cuando yo viajé a conocer Roma, que él no podía regresar, porque la ciudad no había cambiado nada, y más que un viaje a través del océano, para él sería un viaje a través del tiempo, a la época más infeliz de su vida. "Yo sé que podría materialmente volver, simplemente no quiero volver, no puedo volver, no lo resistiría emocionalmente". Y no volvió nunca más desde aquél día en el puerto de Nápoles, como tampoco volvieron nunca mis abuelos, aunque en el caso de Ada, especialmente, murió añorando y soñando volver a ver a su amada Roma. Siempre repitió que todos los caminos conducían a Roma, pero ese refrán, quizás por diferentes motivos, no se hizo realidad nunca para ninguno de ellos.

sábado, 4 de abril de 2009

Volver....

... como se vuelve del sueño o al sueño, como se vuelve a la risa, a la palabra o al silencio. Volver retomando el camino conocido de memoria, con los ojos cerrados, repasando el recuerdo. Vuelvo siendo el mismo y siendo otro, vuelvo confundido de alegría y de magia, repasando con la mente las palabras que diré, imaginando las caras y las respuestas de los amigos, saboreando el asombro compartido. Vuelvo confundido aún, pero seguro de querer volver. Vuelvo feliz y ansioso, esperando el trago fresco antes de empezar a narrar el asombro ante la vida real, que se empecina en volverse ficción. Vuelvo desbordante de palabras contenidas, mientras sigo esperando en el camino que esta historia que tengo para contar termine de escribir su primer capítulo. Y vuelvo sintiéndome pluma y tintero, de una mano, de un destino, que se empecina en escribir la historia y hacerme su instrumento. Apuro el paso, aclaro mi garganta, aunque todavía mi boca, por simple precaución, retenga las historias por un tiempo más.
Es que todavía le falta a este comienzo, una página para empezar. Y mientras vuelvo, adivino el parpadeo...