martes, 3 de junio de 2008

+++ Acerca de las condolencias +++

¿Qué hacer cuando lo único en verdad irremediable ya está consumado?

Hay quienes tienen el estómago suficientemente duro como para ser público fácil de velatorio. Hay quienes viven el espectáculo funerario como una obligación, la de consolar al deudo. Debo admitir que aunque corra el riesgo de hacerme fama de blando, no es mi fuerte el formar parte de ese público y rehuyo cobardemente el compromiso. Obviamente, me deprimen los velatorios por razones obvias, y su efecto me dura demasiado tiempo.

Es cierto, a veces podemos ser el bastón sobre el que otro se apoye en el trance más indeseable. Y allí estaremos escudando nuestra flaqueza en mostrarnos enteros para apuntalar a quien haga falta. Pero ¿qué decir?, si no hay palabra que pueda ante tanto silencio y ausencia. Vale el gesto, la presencia, la mano en el hombro, el favor que pueda presentarse si uno puede estar más despierto ante la pesadilla.

Pero la pompa funeraria puede ser para algunos ocasión de desplegar otro lenguaje: el del dolor de compromiso. La vida establece relaciones entre las personas, la muerte a veces las reconfirma, o replantea las relaciones con los vivos. Algunos sienten la necesidad de hacer visible y estentórea la condolencia: de eso viven las casas de arreglos florales, los fundidores de bronce, las agencias de avisos fúnebres.

Prefiero la sobriedad del gesto, el silencio acompañado de una mirada que cae al piso. Ni siquiera me es cómodo decir "lo lamento", ya que nunca será tan sincero como si lo dijera quien conocía al fallecido, y si fuera sincero, para qué decirlo. De todos modos, casi siempre es lamentable la muerte, dejando el casi para muy contadas ocasiones, en las que la muerte ajena sea un alivio para muchos otros: quiero decir que no lloraría la muerte Hitler. Pero, en fin, creo que nada hay que decir ante la muerte, que no sea palabrerío vano. La objetividad indica que hay que acompañar en silencio y atentamente a quien resulte más afectado, sin sobreactuaciones ni grandilocuencias que significarían un falta de respeto a la solemnidad y el vacío de esa despedida absoluta.

En síntesis, creo que cada uno tiene derecho a acompañar la muerte ajena con respeto por el deudo, pero sin compromisos ni actuaciones. No hace falta aclarar la seriedad de la cuestión, porque no es difícil ser considerado con quien pasó hoy por ese trance que un día nos tocará a nosotros. La consideración nace de nuestra propia conciencia de finitud, y eso es sagrado.

Y a propósito de eso... en cuanto a mí... Ya saben, aquél lejano día recuérdenme, no gasten en coronas, ni en avisos, ni en placas. Dilapiden en una buena fiesta, a la que lamentablemente, y por reales razones de fuerza mayor, no podré concurrir, pero ante el pequeño inconveniente, disfrunten por mí, como si la hubiera organizado yo mismo. Beban, coman manjares (no es bueno beber con el estómago vacío), bailen y ríanse de mis historias más graciosas. No me extañen, cuando no esté, los que me sobrevivan (porque espero que los haya) serán mi memoria, y forzosamente, estaré donde estén ellos. Gocen de la vida, disfruten de las almas y los cuerpos, y atrapen a la fugaz felicidad mientras dure. Y entonces, simplemente llénenme una copa vacía, y enciendan alguna llama por mí, que en una de esas...

En una de esas vuelvo a tirarle de los tobillos en medio de la noche al desgraciado que haya dado condolencias de compromiso por mí.

Lo lamento mucho.