miércoles, 14 de noviembre de 2007

Postales de un profesor a fin de año

Instituto Modelo de Pilar, un verdadero "segundo hogar"




A mis queridos alumnos, más allá de los promedios.

A las cuatro de la mañana suena el embrujado radiodespertador, correctamente sintonizado en una interferencia demoníaca que fffggsrrrmmmzzzxxxxea a la que todavía no es mañana ¿Alguien podrá decirme por qué las estaciones de radio se corren de lugar? Dormito sin levantarme unos 30 minutos, repasando a medias las tareas pendientes: corregir, corregir y corregir. De pronto, despierto bajo la ducha tibia, comienzo a mostrar signos vitales poco a poco. Quizás a las 5.30 esté instalado trabajando en mi escritorio, un ojo puesto en el reloj, el otro en las pruebas. El silencio bohemio de la urbe dormida es la mejor música; es raro, pero hasta lo disfruto. Más tarde vendrán los mates.
A las siete de la mañana la casa es una especie de homiguero, la esposa va y viene, la hija todavía duerme por un rato, el hijo sale como un autómata a trabajar, muchas veces antes que yo. Bajo a la cocina, y nuestra compañera y amiga Marina está instalada ¡corrigiendo! No es una visión, viene a hacer tiempo a casa (para un docente "hacer tiempo" es sinónimo de corregir, sea a la hora que sea), porque nuestro común compañero y amigo Martin (sin acento en la i, para todo el mundo) la acerca desde Olivos, de camino al Instituto Modelo de Pilar, adonde él deja a su pequeña niña en el colegio y sigue de largo hacia el St John's, donde trabajamos los tres. Charlamos de pasada un rato con Marina, mientras el portafolios me tironea y me arrastra hacia la puerta para salir, justamente, hacia alguno de esos dos colegios. Más tarde veré tanto a Martin como a Marina en la sala de profesores del colegio de nombre inglés, y seguiremos la eterna charla inconclusa de la mañana, hasta que, como siempre, el timbre interrumpa. El triángulo colegial se completará tres tardes a la semana con el Santa María, adonde me encontraré en el aula, al menos por lo que queda de este año, a la hija que dormía, aunque esta vez despierta, o intentándolo. Pero hasta que eso ocurra, cientos de caras juveniles pasarán por mis ojos, pasaré por diversas emociones, seré lazarillo de poetas ciegos a los que guiaré ante los jóvenes dormidos, iré de Borges a Homero y de Homero a Homero Simpson, surgirán temas diversos, pondré unos y dieces por igual, como un monje dando bendiciones y penitencias o la eucaristía, o como un banquero prestando o negando dinero. Sermonearé, contaré anécdotas, me indignaré con los que no estudian, hablaremos del tiempo, de fútbol, de lo excelso y de la miseria humana, de la actualidad y de la Antigua Grecia, del Quijote y del Gran Hermano (¿Sancho?), de las pruebas que no terminé de corregir o de las uñas encarnadas y cómo curarlas. Trabajo de hablar, y claro que es lo que más me gusta, porque para que los temas salgan también hay que escuchar, porque comparto mi tiempo con gente joven que debería aburrirse con todo esto, pero hasta a veces parece que no la pasan mal y todo. Después de todo, yo también me divierto con ellos.
Pero estamos en noviembre, y si bien es primavera y el verano ya se acerca, la gente en las instituciones educativas se marchita a esta altura del año. Las salas de profesores rezuman cansancio por todos lados, se habla de exámenes, de mesas, de cierres de notas, de corregir, y casi como si estuviera prohibido, no se menciona la proximidad de las vacaciones: una densa cortina de obligaciones y stress no nos deja ver el sol que viene asomando. Y mientras tanto, reina el "no doy más" como idea fuerza.
El panorama en las aulas no es muy distinto: si el profesor encabeza un enunciado con la frase "les voy a encargar..." el aula resoplará como un neumático pinchado, aunque lo que siga sea "...que disfruten de la vida", nunca lo escucharán, las quejas lloverán como torrentes. La siguiente escena se repitió en la última semana en dos colegios distintos: tratando de encargarles un trabajo a los alumnos, una de ellas (en realidad, dos distintas) corre hacia el escritorio del profesor, agenda en mano, mostrando la falta de espacios en blanco hasta diciembre. Y, claro, el docente, comprensivo, pero fiel devoto de su religión, "el programa", trata de convencer a las ovejitas descarriadas de que tenemos que llegar al final: ¿cómo vamos a cerrar el año sin leer Cien años de soledad, o Hamlet, o la Odisea, o sin ver las Vanguardias Estéticas del siglo XX? Es posible que el mundo siga andando sin nada de eso, pero también es posible que estos alumnos nunca sepan de la existencia de estas cosas sin escuchar el silbido del látigo de fin de año en el aire. Para algunos, quizás, se pueda vivir sin tomar conocimiento de lo antedicho, pero para desgracia de los educandos, soy un fundamentalista convencido, y lo que les transmito es aquello sin lo cual no me imagino que la vida pueda ser plena y feliz. Claro que mi entusiasmo se choca contra la pared de su agotamiento, y la del mio propio, que a su vez, se ve reflejado en espejo en los rostros de mis colegas. El fin de año debería ser un aterrizaje placentero, un lento apagarse para depositarnos suavemente, entre algodones, en los níveos brazos de la diosa vacaciones, que nos atrae con su canto de sirena. Pero es un caos insalubre, que arrasa como un tsunami con nuestro buen humor, y hasta nos hace olvidar de cuánto disfrutamos de lo que hacemos, sobre todo cuando el calendario nos presiona.
Pero todo pasará, como una furiosa tormenta de verano. Quedarán bancos vacíos, que pronto serán ocupados por otros alumnos dormidos y desganados a los que habrá que tratar de seducir con la herramienta menos atractiva para estos hijos de la imagen y el ruido: la palabra oral y escrita, la palabra tersa y encantadora, la que tuerce caminos con la suavidad de la seda, la que emociona y despierta conciencias, la que deslumbra, la que transforma. Y entonces ellos dirán: ¡Qué aburrido! Y correrán presurosos a sus casas a refugiarse en sus video juegos o en la siempre receptiva TV, que nada piden a cambio. Y borrarán lo más pronto posible todas esas densas palabras que los arrastraron hacia aquella tediosa pesadilla de pensar por un rato en otras cosas más allá de la punta de sus zapatos. Volverán, como diría Hamlet al discurso del loco, lleno de sonido y de furia.
Hasta que, como siempre, el timbre (o el radiodespertador) interrumpa, y todo vuelva a empezar.
A.L.
Pilar, 14/11/07, 19.49 hs.