domingo, 7 de diciembre de 2008

El amigo de Chicho y los retazos de la historia.






Dedicatoria





Este post tiene musas que lo inspiran: Bel (http://amapolasenoctubre.blogspot.com/ ) por movilizarme con sus delicados, sensibles y maravillosos post, entre otras cosas, a rescatar recuerdos polvorientos, y a Marisa (http://sonetosdelamoroscuro.blogspot.com/ ) por todas sus palabras, pero especialmente por lo que nos regaló en http://www.enredandopalabras.es/swf/Dibujando_la_memoria.htm .






Queridas amigas, la memoria no muere, deja hijos detrás de los tiempos y los océanos. La memoria teje historias, para volverse propia aunque haya nacido ajena. La memoria no muere, sólo duerme la siesta, y de pronto se despierta en otro lado...









El amigo de Chicho



Por desgracia, algunos detalles de la historia se me escapan, no sé exactamente la fecha, pero papá la contaba una y otra vez con su insuperable gracia histriónica. La historia incluía el acento y el timbre de voz del personaje, elementos irrecuperables en la escritura, pero quizás nuestra memoria nos permita imaginar a papá (V. http://goliardicayapolinea.blogspot.com/2008/05/gianni-ii-la-ventana-mgica.html y http://goliardicayapolinea.blogspot.com/2008/04/gianni.html ) y al personaje imitado, porque, afortunadamente, ambos fueron reales y recordables. La cuestión es que una noche cualquiera, probablemente, de los años '60, papá terminaba una función de teatro de viernes, en el Teatro Municipal General San Martín. Uno de sus compañeros era Chicho Ibáñez Serrador, y como papá solía ser uno de los primeros en abandonar el camarín y esa noche había partida nocturna de pocker en lo de Chicho, el anfitrión pidió a papá que se dirigiera al hall central del teatro para ver si se encontraba con un amigo suyo que estaría allí esperándolo. Resulta que el hombre era algo despitado, y Chicho temía que se desencontraran. Se lo describió ligeramente: un hombre de baja estatura, de melena ondeada, maduro, con una voz algo chillona, era español. Papá salió a cumplir con el recado, y no tardó en encontrar al particular personaje. Creyó identificarlo y le preguntó:


-¿Usted tiene que encontrarse con el Sr. Ibáñez Serrador?
-Sï -contestó el personaje de baja estatura, voz chillona y melena ondeada- ¿Cómo lo sabe Usted?- agregó con clarísimo acento hispánico.
-Porque lo han descripto muy bien. Narciso llega enseguida. Yo le haré compañía mientras tanto, ya que vamos todos juntos.
-Bien-dijo el hombrecillo, y permanecieron un rato hablando trivialidades.


Papá lo observaba intrigado, con su mirada burlona y caricaturesca de actor. Lo estudió: un verdadero personaje para imitar, sus gestos enégicos, su voz, su forma de mover las manos, su mirada despistada ¿De dónde habría sacado Chicho a este personaje? ¿Participaría en la partida? Parecía un pichón para pelar, o probablemente fuera un halcón, disfrazado de paloma. Pero en verdad, parecía estar todo el tiempo medio perdido, desorientado. Definitivamente, no parecía un jugador de pocker. Torpeza la de papá, no se presentó, hasta que vino Chicho, al poco rato, y lo hizo:


-Veo que Gianni, ya te localizó. Mi compañero es Gianni Lunadei; Gianni, te presento a mi gran amigo Rafael Alberti que hoy nos va a honrar con su presencia.


Papá, que no era lento para responder, se sintió muy estúpido, midiendo burlonamente a uno de sus poetas españoles más venerados. Renegaba del cholulismo al que nunca soportó, pero se sintió un simple fanático, por un momento, y no supo qué decir. Respondió simplemente, con asombro de niño:


-¿El poeta?
-Claro, hombre, el poeta -lo despertó Chicho-.

Papá se derrumbó, desde ser el agudo y sarcástico dueño de la situación al conmovido artista transido por la admiración:

-Se equivocó la paloma-dijo papá haciendo alarde de poca originalidad-. Esta vez la paloma equivocada fui yo, ¡Maestro! - Dijo sencillamente, mientras le tomaba la mano y se inclinaba ante él, bajo la mirada algo sorprendida de Alberti.
-¿Es que Usted conoce lo que yo escribo? -Contestó el despistado.

Alberti pasó la noche en la partida, pero no jugó, ni siquiera sabía hacerlo. Papá se ofreció gustoso a tratar de explicarle, pero parece que el poeta no entendía mucho, y sobre todo, que no era muy bueno en no demostrar sus emociones con el juego que tenía. Pero sí en cambio sirvió muy buenos tragos, preparó algunos bocados, y habló hasta el amanecer de poetas, de la vida, de su vida, de España. Obviamente, no sé cuál fue el resultado de la partida, y si ésta fue muy larga, lo cierto es que fue, sin lugar a dudas, la partida de pocker más largamente recordada por papá.




Los retazos de la historia








Hace algunos años, a fines de 1996, me encontraba cursando un seminario de la cátedra de Literatura Española Medieval de la Universidad de Buenos Aires, a cargo del querido profesor Leonardo Funes. Fue una época un tanto contradictoria de mi vida: me había quedado sin trabajo en un muy mal momento, y aprovechando un seguro de desempleo y una indemnización en cuotas, había tomado la quijotesca decisión de dedicarme de lleno a estudiar, y ver si la posibilidad de adelantar el cursado de materias me podía abrir alguna perspectiva laboral. Fue algo así como un año sabático, pero laboral, digamos, una especie de beca auto-financiada por mi propia y preocupante situación. Quizás porque me gusta ir a contramano de la adversidad, a pesar de tener una familia a cargo, decidí no desesperar y apostar a lo incierto: el conocimiento como forma de vida. La cosa anduvo durante medio año, luego comencé a hacer trabajos dentro de la facultad para el centro de estudiantes otro medio año (pasaba por escrito las clases que grababa), combinando con mi seguro de desempleo. Pero el año se acababa, también las clases y con ellas las "desgrabaciones" y el seguro de desempleo. Mal momento para buscar trabajo en un país con crisis de empleo. El problema era, sobre todo, enero, ya que seguramente en febrero tendría algún alumno particular. Y la soga salvadora llegó a comienzos de diciembre, de la mano del entonces profesor (hoy Doctor) Funes, quien me hizo el ofrecimiento. La cátedra entera estaba integrada por investigadores del Seminario de Edición y Crítica Textual (Secrit), un reducto de insignes hispanistas enclavado en este lejano Cono Sur. El director era el Doctor Germán Orduna, quien finalmente había obtenido fondos desde España para hacer un trabajo largamente esperado: fichar los libros de la biblioteca del Secrit ¿Por qué la Embajada de España había intervenido en la cuestión? En principio, porque el Secrit funcionaba en una pequeña dependencia lateral del Palacio Pizzurno (sede del Ministerio de Educación), en donde también funcionaba la Biblioteca de Estudios Históricos Claudio Sánchez Albornoz, a cargo del Secrit. Esta biblioteca había sido la bilioteca personal de don Claudio, uno de los más importantes historiadores españoles del siglo XX, autor, entre otras importantes obras, de Orígenes de la nación española. Estudios críticos sobre la Historia del reino de Asturias. Existía un temor muy bien fundado de que se disgregara la biblioteca personal de esta figura fundamental de la España del siglo XX: diputado por Ávila entre 1931 y 1936, Ministro de Estado en 1933, Vicepresidente de las Cortes en 1936, Consejero de Instrucción Pública entre 1931 y 1933, y Embajador de España en Lisboa; desde 1959 hasta 1971 fue presidente del Gobierno de la República Española desde el exilio en Argentina.


La biblioteca de don Claudio estaba, en la práctica, fusionada con la del Secrit, aunque los libros estaban diferenciados en su ubicación. Esto no le hubiera molestado, seguramente, a don Claudio, ya que sus libros convivían con exquisitos ejemplares de literatura medieval española, y estaban (están) en las mejores manos posibles. El riesgo era no tener un registro, con el peligro que ello podía significar para poder llevar un control. Por lo tanto, el trabajo que me ofrecían era el de fichador de todos los libros de la biblioteca, entre ellos los de don Claudio. Se me pagaba por ficha, por lo cual la labor era una especie de tortura: daba lo mismo si tardaba seis meses o dos días, pero el hecho de ser varios, y la necesidad de hacer rendidor el trabajo, invitaba a la rapidez, lo cual impedía siquiera hojear los libros. Afortunadamente mis compañeros de trabajo fueron formidables, como a todos nos pasaba lo mismo, no tardamos en llegar a un acuerdo socialista: ninguno superaría un número determinado de fichas diarias, así el trabajo duraba más tiempo, y podíamos hacerlo tranquilos, hojeando con placer cada libro que pasaba por nuestras manos.








Trabajábamos en el silencio de las mañanas de enero, refrigerados por un plácido aire acondicionado, en un ámbito oscuro y silencioso, nido de verdaderas ratas de biblioteca. El técnico de la biblioteca, Juan Héctor Fuentes (compañero de facultad) ambientaba el clima de trabajo con música medieval que nos transportaba, hasta que decidíamos cambiar de clima y el Rock profanaba el ambiente, o quizás algún Mahler, o Beethoven, o Murga Uruguaya, o porque no, un tango. De pronto alguno llamaba a otro, fascinado por un hallazgo:

-¡Vení, mirá este libro!


Y todos detenían su trabajo para contemplar el tesoro. Por las tardes llegaba el Doctor Orduna, el director, y el trabajo se volvía más ordenado y silencioso. De todos modos, interrumpíamos igualmente la tarea para hacer consultas con el Doctor sobre cómo clasificar a algún libro. Fueron casi dos meses, aunque parezca mentira, inolvidables, que aún evoco con gran añoranza en la memoria. Lo cierto es que una tarde en que estaba presente el Doctor Orduna, abrí un libro y se deslizaron unas pequeñas hojas de papel de entre dos páginas del volumen. Las leí: eran notas de puño y letra de don Claudio, intercaladas entre las páginas, haciendo referencia a ellas, eran sus comentarios sobre los libros, sobre las fuentes, que iba estudiando para sus obras. En ellas puede ir ratreándose, quizás, la génesis de la obra del gran historiador, escrita en el exilio. Eran notas escritas para él mismo, en las que, de puño y letra discutía, observaba, recordaba, apuntaba. El libro estaba lleno, y el conjunto de esas pequeñas hojas constituye una obra manuscrita inédita aún hoy. El hallazgo me llenó de emoción, por una vez sentí algo que en estas tierras jóvenes es bastante improbable: la posibilidad de encontrar, accidentalmente aunque sea, una reliquia filológica. Entonces corrí a consultar al filólogo cercano, el propio Doctor Orduna, quien al ver lo que yo le mostraba reforzó mi emoción: al frío filólogo formado en el rigor alemán se le llenaron los ojos de lágrimas, se exaltó y observó maravillado el hallazgo, leyando con atención las notas que todavía dialogaban con los libros leídos.


-¿Qué hacemos, Doctor?
-Sepárelas y tome nota, hay que archivarlas aparte para preservarlas. Es una verdadera pena sacarlas del lugar donde esperaron tantos años una lectura, pero le voy a pedir, si no es molestia, que apunte entre qué paginas se encontraban las notas. Será un trabajo para completar en el futuro.
Desde ya, no fue molestia, y rescatamos un verdadero archivo aún inédito de las notas de puño y letra de don Claudio. Hoy el Doctor Orduna, a quien también mi memoria homenajea, ya no está, pero sé que esas notas gozan de buena salud, bien guardadas en alguna caja de archivo, clasificadas por aquél filologo incomparable, de los que ya no hay por estas tierras. Esa notas persisten obstinadamente como retazos de la memoria en el Secrit que el mismo Orduna había fundado, con sede en la Biblioteca de aquél otro hombre, a quien todavía lo sobrevive su memoria, anotada en unas pequeñas hojitas ahora amarillentas, esperando a nuevos investigadores para que den a la luz esa obra inédita de uno de sus más grandes historiadores, don Claudio Sánchez Albornoz, quien siguió trabajando para la memoria de su patria durante tantos años difíciles, tan lejos de ella, en esta patria donde formó discípulos que hoy también continúan la labor del maestro.

Porque si bien es cierto que siempre hay quienes trabajan para el olvido, la memoria siempre persiste, aunque sea en retazos deshilachados, sólo hay que tener la decisión de reconstruirla. Y hay muchos duendes por allí que trabajan para ello. Para esos duendes como Marisa o como Bel, el mayor de mis reconocimientos. La memoria persiste dispersa, hasta que a veces el azar, otras veces la voluntad o la necesidad, hacen que el destino junte las piezas que tenía que juntar para armar ese rompecabezas al que llamamos verdad.