Sé que se trata de una entrada extensa, pero por tratarse de un posible regreso, sabrán tolerarla. Dedico estos recuerdos a todos aquellos que son mencionados en esta evocación, sin quienes nada habría para contar. Y a la vez, dedico este regreso a aquellos fieles lectores y amigos que han seguido y visitando y dejando saludos en estos largos meses de abandono de este blog. Aquí me encuentro entonces, sacando telarañas y retornando a las viejas y queridas evocaciones.
Tengo un
sobrino italiano, bastante a dado a vivir con comodidad dentro de su cascarón,
que enterado en su muy tardía infancia de que el planeta en el que vive está formado por dos hemisferios, aún
hoy no puede comprender por qué en esta parte del mundo es verano cuando allá, en su Roma natal
es invierno. Es más, estuvo en Argentina, en nuestra casa, en pleno invierno
crudo, mientras Roma era atacada por un verano hirviente, y aún así todavía no
comprende cómo festejamos las navidades y años nuevos en verano. Curiosamente,
a mí se me ocurrió siempre ver las cosas de manera inversa, a riesgo de caer en
el etnocentrismo: es sumamente ordenado y práctico vivir el calendario de
acuerdo a las estaciones, que el año comience con lo que aquí en el Sur sucede
a las fiestas: las vacaciones de verano. Por esta parte del mundo nadie puede
imaginarse una primera semana de enero sin masas familiares emigrando a
destinos turíticos. Si se me permite, me parece que eso le confiere a nuestras
fiestas un sabor victorioso y eufórico que no me imagino en el hemisferio
Norte: si este poder de este mundo está hecho para ellos, el calendario está
hecho para nosotros. Un ejemplo de una festividad extinta de mi vida adulta e
imposible de resucitar: en la mañana de Reyes, al encontrar el regalo en los
zapatos, muchas veces experimentábamos enormes emociones relacionadas con el
verano: juegos para la playa como un equipo de pelota a paleta, o alguna
vistosa remera veraniega. El mejor regalo que recuerdo en la primera infancia
fue una pileta de lona que sobrevivió años armada en la terracita de la casa de
mi abuelo materno, Tata para sus cinco nietos, en el barrio de Floresta. Nos
fuimos a dormir mi hermana Maysa y yo como si nada, y al despertar había una
pileta armada y al tope de agua cristalina para salvarnos esos largos y
calurosos veranos de niños de ciudad sin parque.
Pero el
tema no es la fiesta de reyes, que cerraba sin estridencias el ciclo de Las Fiestas de fin de año, iniciado
estruendosamente por la navidad, el tema que invoco en esta ocasión es la que
originalmente ocupaba el centro y ahora es el cierre: el año nuevo, festividad
que para este matrimonio Lunadei tuvo siempre un tratamiento especial. Ocurre
que es un clásico matrimonial el conflicto entre parejas por las disyuntivas de
con qué familia pasar las fiestas, si la de ella o la de él, o al menos, cómo
repartirse. En nuestro caso, si bien llevamos 25 años de casados, nuestros
respectivos padres y madres se separaron, lo cual hacía el dilema imposible de
resolver, ya que como se podrá imaginar se trata de repartir dos fiestas entre
cuatro. Lo resolvimos de un modo salomónico: mi papá ignoraba las fiestas,
tanto la navidad como el año nuevo, y mi suegro siempre fue poco demandante,
por lo tanto, la cuestión quedaba entre las madres: navidad con mi suegra, que
siempre viajaba a Río Grande, Tierra del Fuego, a visitar a mi cuñado Leonardo,
su hijo menor que reside allí desde hace casi 30 años. Esto garantizaba la
concurrencia de mis otros dos cuñados con su respectiva prole, es decir,
navidad con ocho niños de edades cercanas, diversión, emoción y ternura
aseguradas. Año nuevo quedaba entonces para mi mamá, pero debo confesar que
rompimos esta regla, y he allí lo emocionante, de algún modo. La concurrencia
de otros factores como el comienzo precoz de vacaciones y la distancia, nos
llevaron a imponer una tradición alternativa: el año nuevo con amigos, y muchas
veces, demasiado lejos de casa. Confieso que hay en el origen de este gesto
algo de rebeldía pagana: como buen ateo escéptico que soy, el año nuevo guarda
algo de supersticiosa sacralidad: es el comienzo de un nuevo ciclo, y entonces
ritualizamos la ilusión de ponerle energía al comienzo para que el resto se
contagie de lo bueno del primer instante. Aunque esto no sea una regla
científica (a hermosos años nuevos les han seguido años desastrosos, y
viceversa), la superchería sirvió al menos para alimentar el anecdotario.
Es por
eso que nuestra colección de años nuevos únicos es tan variada que se nos hace
muy difícil calificarlos y valorarlos: el más exótico fue sin dudas el que
pasamos en Jerusalén, donde no se festeja el paso del año viejo al año nuevo,
es simplemente una noche más. Para colmo, el año que nos tocó a nosotros era
Sabbat, por lo que la ciudad estaba sumida en un profundo silencio y descanso,
y además nos encontrábamos de visita en casa de un amigo seminarista rabínico
que compartía con otro seminarista el departamento. Si bien no eran
fundamentalistas ni fanáticos religiosos (se puede ser dignatario religioso sin
ser un fanático, tal es el caso de nuestro amigo Javier), el otro seminarista
que era un poco más ortodoxo, a quien por simpatías futbolísiticas (era hincha
de San Lorenzo) le llamaban “el cuervo”, estaba en una etapa que podríamos
denominar como de “rebeldía cultural”, y se quejaba de que en su familia
siempre se habían festejado las fiestas cristianas, y por lo tanto quería pasar
por alto el festejo de la navidad … y también cayó en desgracia el pobre año
nuevo. La cuestión es que Cuervo y su novia Debby decidieron irse a dormir
antes de la medianoche, lo que no sólo redujo el festejo a cinco personas
(nosotros cuatro y Javier), sino que además, nos obligaba a cierto
recogimiento. Desde ya, no somos adeptos a la pirotecnia, y si lo fuéramos, no
lo haríamos en Jerusalén, donde el estallido de un petardo podría confundirse
con el de una bomba. Descartemos por consiguiente todo espectáculo de fuegos
artificiales, y sumemos el brindis en voz baja. Para colmo, durante el Sabbat
los judíos practicantes (conservadores u ortodoxos) no pueden encender ni
apagar luces, por lo cual utilicen un timer
que programa las luces para que se apaguen solas. Ante la escasa participación
y entusiasmo que despertaba la celebración, armamos la mesa de año nuevo lo más
cercano posible a la tradición estival argentina (platos y bebidas espumantes
frías, pasas de uva, nueces y castañas para después de la medianoche), y
programamos las luces para cortarse a la 1 de la madrugada. Pero el sabotaje a
nuestra tradición pagana, que paradójicamente se volvía el epítome de lo
cristiano en aquél sólido bastión judío, llegó al colmo cuando resultó que el
dichoso temporizador de las luces funcionaba mal, y en lugar de cortar las
luces a la hora señalada lo hizo una hora y diez minutos antes, por lo que
cuando estábamos haciendo los preparativos para el brindis nos sorprendió la
más repentina y profunda de las penumbras, y decidimos salir a la calle
desierta, donde había más luz que en el interior del departamento. Al menos
dejamos inmortalizado esta especie de “no año nuevo” en un video hogareño que
alcanzamos a grabar para documentar esta desolación absoluta, en el que nos
divertimos sobreactuando la tristeza y la nostalgia que nos despertaba esa
novedosa y particular experiencia antropológica que terminó resultando tan
curiosa como exitante.
Pero
así como ese año nuevo, el del ’94, fue exitante, el del ’98 fue inolvidable,
viéndolo a la distancia, por cómo supimos transformar las dificultades en una
serie de anécdotas y recuerdos que hicieron mucho más divertida a la reunión.
Para empezar, logramos combinar y ponernos de acuerdo dos matrimonios (nosotros
éramos en es momento los únicos con hijos) y un amigo soltero, para viajar a
Colonia, República Oriental del Uruguay, acampar en el viejo Camping Municipal,
y festejar bajo las estrellas, a cielo abierto, la amistad y la esperanza por
el año que comenzaba. El tema del momento era una extrañeza climática que dicen
que se repite desde que el mundo es mundo, pero que desde entonces tuvo nombre
para nosotros: la Corriente del Niño. Ese año este fenómeno meteorológico hizo
estragos, provocando fuertes tormentas de verano que arreciaban sobre los
suelos resecos por las altísimas temperaturas, derramando sobre ellos en un día
lo que solía caer en un mes. La sensatez hubiera indicado otros planes desde el
inicio: el confort de un hotel, la calidez de una posada. Pero el instinto
tribal de confirmar los lazos y compartir los sueños junto al fuego ritual pudo
más, y los planes no se pusieron en duda en ningún momento. Partimos desde el
puerto de Buenos Aires una mañana de 31 de diciembre con cielo tormentoso. Al
llegar a Colonia el cielo se abrió, el valiente Miguel preparó un asado
liviano, que preanunciaba el de la noche. Acampamos en tres parcelas vecinas,
en un sitio que parecía tener similares condiciones ante la posibilidad de
tener que resistir las inclemencias del tiempo en carpa. La tarde transcurrió
con un sol intenso que invitaba a la siesta. Después vendrían las compras para
el gran asado nocturno. Recuerdo que en vez de dormir, me dediqué a la
inoportuna lectura del poema de Gilgamesh, el héroe que parte en busca del
secreto de la inmortalidad, que es conocido por Utnapishtim y su esposa, los
únicos sobrevivientes del diluvio universal. Mi lectura del poema llena de
referencias a las aguas y al diluvio pareció convocar a las nubes primero, al
viento más tarde, y finalmente a las primeras lluvias finas y penetrantes que
nos obligaron a apurar la siesta y a cambiar de planes para esa noche.
Contábamos con un auto chico, el Fiat 147 de Miguel, para movernos siete seres
humanos. Es cierto que mis hijos, Lautaro y Maggie especialmente, eran tamaño
small, pero debemos admitir que ya por entonces Leandro era un XXL (de alto y
ancho), Miguel no es precisamente menudo, aunque por lógica ocuparía una sola
plaza por ser el único conductor posible, por lo cual, la única distribución
posible en el reducido vehículo era: adelante Leandro y Miguel, atrás los otros
cinco, es decir, Lilian y Yoli, el que suscribe y ambos niños sentados “a upa”
de los padres. En estas condiciones salimos a capear el temporal que se iba
levantando de a poco, buscando como Gilgamesh, sólo que algo más terrenal: un
restaurante que estuviera abierto esa noche, con ligar disponible y a un precio
que no fuera exorbitante. Encontramos un hermoso Torreón frente al río que nos
acogió a la altura de nuestros bolsillos. La hacinada búsqueda de refugio
dentro del auto fue amenizada por la repetición hasta el hartazgo del
estribillo de una cumbia escuchada en la única radio que captaba el
autoestéreo, una vieja cumbia, creo que de Los
Wawancó que repite una y otra vez “y
tu me dices que no va, no va, no va, que ya no me quieres, y yo te digo que sí
va, sí va, sí va, que por mí te mueres …” Este rítmico y optimista
estribillo se transformó en algo así como nuestro grito de guerra, y lo
entonamos bajo la tormenta, a voz en cuello, los siete integrantes compactados
del vehículo, niños risueñamente incluidos. Cuando nos cansábamos de repetir el
estribillo yo rompía con una frase acuñada al calor del momento: “… y ahora nos
vamos todos a correr en pelotas por el río …” Nuestras risas de borrachos
felices (estando absolutamente sobrios) contrastaban con el cuadro del exterior
tormentoso que había transformado al escenario estival de la siesta en un otoño
crudo y gris.
La
noche en el restaurante del Torreón fue de ensueño, más allá de las goteras que
obligaron a correr la mesa medio metro de lugar. A las doce de la noche en
punto, hora uruguaya y argentina, descorchamos el triunfante champagne
olvidando felices la frustración del asado, nos levantamos de la mesa para
abrazarnos y salimos a la explanada del torreón para ver los fuegos
artificiales. Nos encontramos con un espectáculo inesperado: el cielo plomizo y
cubierto por completo enmascaraba, reflejaba y multiplicaba los resplandores de
todos los fuegos artificiales de la costa bonaerense argentina. Fue como si de
pronto tomáramos conciencia de que, aunque muy cerca, no estábamos en nuestro
país, y nunca habíamos visto ese espectáculo, digamos, desde otro cielo. Lo que
vimos fue cómo una silenciosa aureola boreal, de esplendores fugaces y
variados, una paleta que combinaba el conjunto de pirotecnias muy distantes entre sí. De pronto me sentí
por un segundo como un nostálgico desterrado cercano, aunque todos hubiésemos
elegido estar allí, verdaderamente aunque tronara o lloviera. En medio de ese
éxtasis, de ese espectáculo hipnótico, una mujer pasó revoleando sobre su
cabeza una tira de chispas de colores, todo era una cuadro vivo y colorido en
medio del respiro que la tormenta le cedió al año nuevo.
Allí no
terminaría aquel comienzo del ’98, el más singular de todos los que recuerde.
Del restaurante del torreón nos fuimos a la playa, y de allí, volvimos al
camping. Seguimos brindando y conversando bajo el cielo cubierto de nubes
oscuras. Poco a poco, fueron cayendo bajo el poder del sueño los primeros, y
Miguel y Yoli se retiraron a su carpa; Leandro y yo estábamos dispuestos a
reditar otro memorable año nuevo de años atrás, en el maravilloso field de un tradicional, típico y prestigioso colegio
angloargentino (donde vivía y trabajaba mi suegra, a quien en vacaciones le
cuidábamos la casa), un lugar de película al estilo La sociedad e los poetas muertos, en el que terminamos jugando al TEG completamente
borrachos, y tirados al piso de la risa, literalmente hablando. Conciente de
nuestra poca disposición a terminar la esa noche antes del amanecer, Lilian decidió meterse con los
chicos en la carpa para dormir. Era nuestra primera experiencia de campamento
familiar, con una carpa prestada que era de mi mamá. Quiero decir con esto que
no habíamos hecho ningún control de calidad ni ensayo previo. La cuestión es
que cuando Lilian y los chicos entraron a la carpa, escucho su voz (y las vocecitas de mis hijos)
iniciando una preocupada deliberación que arribó a un rápido diagnóstico
indubitado: “está mojado”. Desde afuera miro a las otras carpas incólumes –de
hecho Miguel y Yoli dormían tranquilamente desde hacía un rato- y expreso mi
escepticismo con un lacónico “no puede ser, es la condensación de la humedad
ambiente”. Lilian un tanto ofuscada pasó al empirismo, sacando una bolsa de
dormir empapada para que yo la palpara. La carpa estaba traspasada por el agua
desde el piso, imposible dormir allí. Leandro, valiente socio en la adversidad,
me acompañó a la administración a buscar una solución, y allí nos acomodaron en
una diminuta cabaña con techo de paja, por donde entraba el frío por todos
lados. Yo estaba con la cabeza recién afeitada (cosa que suelo hacer todos los
fines de año, por razones de comodidad), y tuve que envolverme en una pañoleta
palestina que había comprado en aquella otra ocasión en Jerusalén, y que
resultó entonces de gran utilidad; Lilian, que es muy impresionable y
desconfiada con las condiciones de limpieza de lugares transitorios, hizo
dormir a los chicos vestidos, al igual que ella, envueltos en mantas propias
que habíamos podido rescatar secas. Al día siguiente, cuando fuimos a la
proveduría con Leandro en busca de averiguar de qué provisiones podríamos
disponer para sobrevivir el primer día del año, nos encontramos con que no
había nada digno de poner sobre la parrilla, ya que no disponíamos de elementos
como para improvisar un guiso. Cuando estábamos esperando apareció un personaje
gigantesco que hacía zanjas y mantenimiento de instalaciones del camping. Dejó
su pala a un costado, pasó del otro lado del mostrador, posó con firmeza un
vaso de trago largo, tomo por el cuello a una desprevenida botella de whisky, llenó
el vaso casi a tope mientras quebraba con la otra mano una gran piedra de hielo
del congelador y la encestaba dentro del vaso. Trago a fondo blanco sin
respirar, y a seguir con la faena. Al regreso de nuestra fracasada misión sin
existencia de víveres de ningún tipo, cruzamos nuevamente al personaje cuando
veníamos comentando la proeza de resistencia alcohólica vista minutos atrás. El
gigante encaró hacia nosotros, y debo confesar que el hecho nos cohibió,
pensando que quizás adivinaba el tema de nuestra charla por nuestros gráficos
gestos de reproducción de la escena. El hombre nos preguntó sin vueltas si a
nosotros se nos había inundado la carpa el día anterior. Confesé, con la vergüenza
de suponer que nuestra impericia para encontrar lugar de acampe apropiado era
el corrillo de todo el camping, que efectivamente éramos los anegados, y el
descomunal me dijo que no me tenían que cobrar la cabaña, que vaya de su parte
a avisar en la administración. No recuerdo su apodo, pero mi memoria prefiere
recordarlo como El Chiqui. Hicimos caso de inmediato, volvimos sobre nuestros
pasos esgrimiendo que había dicho el Chiqui que no nos cobrasen, y la palabra
del Chiqui resultó ser palabra santa, y así quedó compensado el accidente. Buen
comienzo de año, aunque el resto del año no fue tan bueno que digamos. La
aventura continuo saliendo a buscar comida para el almuerzo y la cena de un 1º
de enero feriado como pocos. Miguel y yo salimos en misión sagrada a conocer
los rincones más rurales de la pequeña Colonia del Sacramento. De pronto,
avizoramos una carnicería cerrada, en donde unas personas abrían los candados
de las puertas, sacaban las rejas, abrían las puertas e ingresaban al bendito
local. Sabíamos que alguien aprovecharía el feriado para vender algo que le
hubiese quedado, tenía que ser así porque dependíamos de esa débil esperanza.
Entramos atropelladamente, detrás de ellos al local y les dimos el susto del
año, por un segundo pensaron que era un asalto, ya que pasaban por el lugar a
retirar algo que necesitaban (presumiblemente carne), para su pasar el día. Les
rogamos que nos vendieran lo que fuera, nuestra subsistencia dependía de ello.
Se apiadaron de nuestra desesperación y nos vendieron buena carne que tenían a
mano a precio de lista. En fin, un primero de enero perfecto, a pesar de los
caprichos de El Niño. El 2 de enero
Miguel y Yoli regresaron a la patria que los vio nacer, permanecimos otro día
paseando por Colonia con Leandro, hasta su regreso a Buenos Aires y nuestra
partida a al camping de Punta Ballena, a visitar a mamá, la dueña de la carpa. Alli
otra vez se nos inundo, aunque esta vez fue peor. Otra vez nos tuvieron que
reubicar (nos cobraron igual, aunque con un generoso descuento), y la culpa,
ante todo resultó ser de la carpa, que tenía unos visibles agujeros en el piso.
Mamá, que era tan buena como cabeza dura, insistía con que lo que veíamos en el
piso eran manchas y no agujeros, si esa carpa era tan buena que en campamentos
que ella había hecho años atrás habían pasado días enteros de lluvia sentados con las sillas y con la mesa de
camping armada adentro de la carpa.
Era evidente que en esa misma ocasión habían agujereado el piso de la carpa,
pero ¿para qué discutir inútilmente con mamá? Esas vacaciones, a continuación
de ese año nuevo, fueron igualmente únicas, y El Niño fijó finalmente su impronta en este recuerdo.
El vikingo Leandro, según foto oficial de la insigne Universidad de Heidelberg
Claro
que hubo otros años nuevos antes y después que aportaron lo suyo: años antes,
en el pequeño departamentito de Olivos, el año nuevo en el que Miguel apuntó
todo su pirotecnia contra la vieja cupé Chevy que mi pobre vecino de abajo había
dejado durante meses tirado en la vereda del edificio. El vecino, que había
pedido que tengamos cuidado con el auto inerme, tuvo que contemplar la locura
piromaníaca de mi amigo, y lo soportó estoicamente (sabía que era él el que
estaba en falta), aunque sufría cada detonación que sonaba cerca del auto. Ese
mismo año nuevo, Leandro se ganó el apodo de “vikingo” inmortalizándose en un
fotografía usando el casco de cuernos, el peto y la espada del disfraz de
carnaval del pequeño Lautaro. Recuerdo, años más tarde, un 1º de enero en una
quinta con una gran pileta y casi todos los amigos dispersos y rencontrados de
aquellos tiempos. Más tarde vendrían los años nuevos alocados en nuestra
increíble y circunstancial casa del lago, con los Segura, especialmente ese fin
de año que se prolongó los días siguientes, con el matrimonio y sus dos
pequeñas hijas acampando en nuestro gran parque (digo nuestro, aunque
básicamente fuera casi una casa prestada en la que vivimos más de tres años). Esas
tardes de principios de enero transcurrieron tomando un buen champagne nacional
muy barato (eran los tiempos de la gran crisis posterior al 2001), el Dancer,
que se enfriaba en cantidad en la heladera mientras con Alejandro reclamábamos
a nuestras solícitas damas “llegó la hora de otro bailarín”, y el champagne
frappè llegaba al borde de la piscina transportado por esas encantadoras manos
atentas. Durante nuestros años de casa junto al lago propio, anclamos en ese
paraíso, y cuando llegó el tiempo de la mudanza, nuestros amigos habían
emigrado a diferentes destinos: Leandro a Heidelberg, Alemania, desde el 2000
(te debo un año nuevo en tu casa, hermano), Los Segura en San Rafael, Mendoza,
desde el 2004, Miguel y Yoli (ya con sus pequeños Franco y Anita), en Bariloche
desde un año antes. Desde la partida de nuestros compañeros de año nuevo, nos
fuimos alternando en visitas y vacaciones, y así despedimos años más de una vez
tanto en San Rafael como en Bariloche, asando lentamente, como un experto que
es el Ingeniero Segura, sus clásicas bondiolas traídas por mí desde Buenos
Aires al pie de la cordillera, o devorando sabrosos curantos patagónicos en Bariloche
con Miguel, Yoli y su prole, aunque confieso que soy el único entusiasta del
curanto en la familia. Recuerdo especialmente aquél 1º de enero de un sol intenso
practicando navegación en kayak a orillas del lago Nahuel Huapí, en un camping
camino a Villa La Angostura.
Otros
años nuevos más recientes nos obligaron a anclar más cerca de Buenos Aires:
cuando la salud de mamá cayó en la maldita enfermedad contra la que tan
gallardamente luchó, volvimos a los viejos años nuevos familiares junto a mamá
y su inseparable y querido Lucas: merece especial recuerdo el del 2007,
acompañados por nuestros hijos, en el restaurante Le Famiglie del barrio de
Monserrat, cerca de su casa, primera vez que lo pasábamos en un restaurante en
Buenos Aires. Ese día vivimos la frustración de las calles desiertas después de
la medianoche, en las que con los únicos que nos cruzamos fue con un grupo de
belicosos brasileños que entonaban a los gritos cantos ofensivos contra
Maradona. Casi terminamos en un incidente internacional, evitado por la
afectiva intervención de mi santa madre. Luego de eso, también mis hijos
siguieron la ley familiar de pasar el año nuevo con amigos. Eso nos llevó a
pasar un año de nuevo de “luna de miel” hace dos años en la costa atlántica
bonaerense, días antes de que Lilian enfrentara una operación que afortunadamente
no pasó de un susto mayúsculo pero tomado a tiempo. Ese año nuevo estuvo
marcado por la resistencia y la esperanza, más allá de que el año fuese tan
duro como lo esperábamos, pero el mar coronado por los fuegos artificiales y
una inolvidable batucada callejera, renovaron los votos y ayudaron a capear
otros temporales.
El año
nuevo pasado volvimos a San Rafael, y sumamos recuerdos para un anecdotario que
sólo nosotros comprendemos, y este año pensábamos pasarlo otra vez por allí con
los Segura, los Aracama desde Bariloche, y sumándose nuestro trasandino y rencontrado
Hernán, más otros posibles amigos igualmente rencontradas que se sumarían al
festejo, pero infinitas molestias y contratiempos de último momento nos
cambiaron varias veces los planes. Habiendo sido siempre previsores y
organizados para la cuestión, esta vez decidimos recién ayer pasar en casa el
año nuevo, junto a mi suegro Alberto, su esposa Nélida y nuestro hijo Lautaro,
que oficiará de asador. Y después, seguiremos con las vacaciones, en las cuales
pensamos seguir compartiendo sueños, recuerdos y vivencias con nuestros amigos
desparramados por el mundo, a quienes nos siempre podemos reunir y abrazar en un
solo brindis. Después de todo, para eso están los años nuevos, para encontrarse
con los amigos y seres queridos que uno pueda abrazar, para reiniciar un ciclo
con ellos … y para soñar con los próximos años nuevos, que serán tanto o más
inolvidables que los anteriores.
Y en lo
que a esta celebración respecta en particular, por lo pronto y como siempre
¡Feliz Año Nuevo! Porque no hay nada más maravilloso que tener una nueva página
por escribir: el tiempo dirá si valía la pena, en nuestra mano estará
hacerla digna de ser vivida.
FESTEJEMOS, AUNQUE MÁS NO SEA QUE
EL MUNDO NO SE VA A TERMINAR (Y SI SE TERMINA NO HABRÁ QUIEN ME DESMIENTA)
4 comentarios:
me niego a reconocer toda esa fantasía mas de relato de road movie que de reality show , aunque pensandolo bien estaria bueno ...Salú y que se renueven los recuerdos
Es que en algun punto, la vida es un relato que uno va construyendo, y creo que el nuestro tiene mucho más que ver con la Road Movie que (gracias al cielo, al destino, o a nuestra propia autoría)con el Reality show, empezando porque los protagonistas de estos últimos tienen que tener un importante grado de vacío cerebral. Habrá que continuar el relato, entonces.
¡Feliz 2012, desde lejos esta vez, pero cerca siempre!
En qué andás Goliardos, necesitamos un texto 2012! vamos las bandas!
cada uno se toma año nuevo a su forma, se reune con familia, cuenta historias, hace cenas muy grandes. etc. Yo siempre trato de buscar restaurantes en buenos aires para ir con mis hijos y aprovechamos a bailar un poco también despues de las 12.
hay que intentar pasarlo lo mejor posible y recibir con alegría al próximo año
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