domingo, 18 de noviembre de 2007

Primer día del séptimo día


En especial,
a los amigos que están lejos,
que supieron hacer de éstos
los días más felices.


Díganme que no es domingo,
que los pájaros no se arrojan en picada
de los árboles, para reventar
contra la tierra seca y resquebrajada;
que el recuerdo no huele a ausencias
y que mañana el show no sigue
como si nada.

Díganme que el humo llama,
huele a primicias y a manjares,
hay ruido de corchos liberados
en el aire,
hay ruido de risas
y de voces familiares,
no es recuerdo,
lo oigo, lo huelo, lo veo,
pero es otro domingo,
díganme que es hoy entonces.

Díganme que no es domingo,
es ningún día,
que no camino en un desierto,
ni miro pasar las horas
como si no fueran,
que no espero el mañana
con certeza de muerte,
no me agobia el día en su sopor,
no hay vacío,
ni angustia,
ni suicidas del calendario
prestos en las terrazas,
ni pérdidas ni azotes del tiempo
en la memoria congelada.

Simplemente
díganme que hoy no es domingo,
que es sólo hoy,
una anónima jornada
sin nombre,
el día que viene después de ayer.




A.L.
Pilar, domingo 18 de noviembre de 2007, 12.08 hs.
Poco antes de empezar a corregir.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Postales de un profesor a fin de año

Instituto Modelo de Pilar, un verdadero "segundo hogar"




A mis queridos alumnos, más allá de los promedios.

A las cuatro de la mañana suena el embrujado radiodespertador, correctamente sintonizado en una interferencia demoníaca que fffggsrrrmmmzzzxxxxea a la que todavía no es mañana ¿Alguien podrá decirme por qué las estaciones de radio se corren de lugar? Dormito sin levantarme unos 30 minutos, repasando a medias las tareas pendientes: corregir, corregir y corregir. De pronto, despierto bajo la ducha tibia, comienzo a mostrar signos vitales poco a poco. Quizás a las 5.30 esté instalado trabajando en mi escritorio, un ojo puesto en el reloj, el otro en las pruebas. El silencio bohemio de la urbe dormida es la mejor música; es raro, pero hasta lo disfruto. Más tarde vendrán los mates.
A las siete de la mañana la casa es una especie de homiguero, la esposa va y viene, la hija todavía duerme por un rato, el hijo sale como un autómata a trabajar, muchas veces antes que yo. Bajo a la cocina, y nuestra compañera y amiga Marina está instalada ¡corrigiendo! No es una visión, viene a hacer tiempo a casa (para un docente "hacer tiempo" es sinónimo de corregir, sea a la hora que sea), porque nuestro común compañero y amigo Martin (sin acento en la i, para todo el mundo) la acerca desde Olivos, de camino al Instituto Modelo de Pilar, adonde él deja a su pequeña niña en el colegio y sigue de largo hacia el St John's, donde trabajamos los tres. Charlamos de pasada un rato con Marina, mientras el portafolios me tironea y me arrastra hacia la puerta para salir, justamente, hacia alguno de esos dos colegios. Más tarde veré tanto a Martin como a Marina en la sala de profesores del colegio de nombre inglés, y seguiremos la eterna charla inconclusa de la mañana, hasta que, como siempre, el timbre interrumpa. El triángulo colegial se completará tres tardes a la semana con el Santa María, adonde me encontraré en el aula, al menos por lo que queda de este año, a la hija que dormía, aunque esta vez despierta, o intentándolo. Pero hasta que eso ocurra, cientos de caras juveniles pasarán por mis ojos, pasaré por diversas emociones, seré lazarillo de poetas ciegos a los que guiaré ante los jóvenes dormidos, iré de Borges a Homero y de Homero a Homero Simpson, surgirán temas diversos, pondré unos y dieces por igual, como un monje dando bendiciones y penitencias o la eucaristía, o como un banquero prestando o negando dinero. Sermonearé, contaré anécdotas, me indignaré con los que no estudian, hablaremos del tiempo, de fútbol, de lo excelso y de la miseria humana, de la actualidad y de la Antigua Grecia, del Quijote y del Gran Hermano (¿Sancho?), de las pruebas que no terminé de corregir o de las uñas encarnadas y cómo curarlas. Trabajo de hablar, y claro que es lo que más me gusta, porque para que los temas salgan también hay que escuchar, porque comparto mi tiempo con gente joven que debería aburrirse con todo esto, pero hasta a veces parece que no la pasan mal y todo. Después de todo, yo también me divierto con ellos.
Pero estamos en noviembre, y si bien es primavera y el verano ya se acerca, la gente en las instituciones educativas se marchita a esta altura del año. Las salas de profesores rezuman cansancio por todos lados, se habla de exámenes, de mesas, de cierres de notas, de corregir, y casi como si estuviera prohibido, no se menciona la proximidad de las vacaciones: una densa cortina de obligaciones y stress no nos deja ver el sol que viene asomando. Y mientras tanto, reina el "no doy más" como idea fuerza.
El panorama en las aulas no es muy distinto: si el profesor encabeza un enunciado con la frase "les voy a encargar..." el aula resoplará como un neumático pinchado, aunque lo que siga sea "...que disfruten de la vida", nunca lo escucharán, las quejas lloverán como torrentes. La siguiente escena se repitió en la última semana en dos colegios distintos: tratando de encargarles un trabajo a los alumnos, una de ellas (en realidad, dos distintas) corre hacia el escritorio del profesor, agenda en mano, mostrando la falta de espacios en blanco hasta diciembre. Y, claro, el docente, comprensivo, pero fiel devoto de su religión, "el programa", trata de convencer a las ovejitas descarriadas de que tenemos que llegar al final: ¿cómo vamos a cerrar el año sin leer Cien años de soledad, o Hamlet, o la Odisea, o sin ver las Vanguardias Estéticas del siglo XX? Es posible que el mundo siga andando sin nada de eso, pero también es posible que estos alumnos nunca sepan de la existencia de estas cosas sin escuchar el silbido del látigo de fin de año en el aire. Para algunos, quizás, se pueda vivir sin tomar conocimiento de lo antedicho, pero para desgracia de los educandos, soy un fundamentalista convencido, y lo que les transmito es aquello sin lo cual no me imagino que la vida pueda ser plena y feliz. Claro que mi entusiasmo se choca contra la pared de su agotamiento, y la del mio propio, que a su vez, se ve reflejado en espejo en los rostros de mis colegas. El fin de año debería ser un aterrizaje placentero, un lento apagarse para depositarnos suavemente, entre algodones, en los níveos brazos de la diosa vacaciones, que nos atrae con su canto de sirena. Pero es un caos insalubre, que arrasa como un tsunami con nuestro buen humor, y hasta nos hace olvidar de cuánto disfrutamos de lo que hacemos, sobre todo cuando el calendario nos presiona.
Pero todo pasará, como una furiosa tormenta de verano. Quedarán bancos vacíos, que pronto serán ocupados por otros alumnos dormidos y desganados a los que habrá que tratar de seducir con la herramienta menos atractiva para estos hijos de la imagen y el ruido: la palabra oral y escrita, la palabra tersa y encantadora, la que tuerce caminos con la suavidad de la seda, la que emociona y despierta conciencias, la que deslumbra, la que transforma. Y entonces ellos dirán: ¡Qué aburrido! Y correrán presurosos a sus casas a refugiarse en sus video juegos o en la siempre receptiva TV, que nada piden a cambio. Y borrarán lo más pronto posible todas esas densas palabras que los arrastraron hacia aquella tediosa pesadilla de pensar por un rato en otras cosas más allá de la punta de sus zapatos. Volverán, como diría Hamlet al discurso del loco, lleno de sonido y de furia.
Hasta que, como siempre, el timbre (o el radiodespertador) interrumpa, y todo vuelva a empezar.
A.L.
Pilar, 14/11/07, 19.49 hs.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Olvidados e Ignorados III


(Apuntes para una novela que algún día será II)




“Perdurar, aunque sea en el recuerdo, aunque sea en la mentira, aunque sea en la leyenda.”


Porque el tiempo todo lo barre, cuando ya casi nadie en Patagones recordara la victoria del 7 de marzo de 1827, Victorio del Carmen Reyes persistiría en su obstinado relato de esa historia a cualquier circunstante que cruzara su camino, y es que ese día él había sido concebido, y si no hubiese habido combate no habría habido ni Victorio ni victoria, ni historia ni Historia. Y si bien él no era un testigo sino una consecuencia, ya que la historia narrada una y otra vez era más bien del relato del encuentro carnal entre su padre y su madre, evento único en la vida de ambos, que ocurrió en aquél preciso día y nunca más, las circunstancias de aquél encuentro habían marcado la existencia de Victorio, su forma de ver el destino, de entender el devenir de los hechos, de vivir sintiéndose el depositario de una memoria que encierra un enigma sobre la propia identidad que nunca pudo contestar. De hecho, Victorio se pasó la vida prometiendo escribir su relato, pero nunca lo hizo, aunque lo contó a todos los que pudo, y al menos consiguió que la anécdota sobreviviera hasta la muerte del último que la escuchó. A decir verdad, para la mayoría de la gente se trataba de la historia del verdadero hijo de puta que estaba orgulloso de serlo, pero para Victorio eso era la esencia de lo que lo hacía único: lo que para otros era un insulto, para él era una condición que le recordaba el heroísmo imprevisto que llevó a su madre, Corona Reyes, la puta que elegía con quién serlo, y a su padre, quien nunca fue elegido por ella, a unirse para procrearlo a él como un designio de instancias superiores que lo condenaban a repetir su relato hasta el fin de sus días. “Soy hijo de puta, por parte de madre, y del 7 de marzo de 1827 por parte de padre, pero mi nombre dice quién soy en realidad, y muchas circunstancias se cruzaron, mucha sangre hubo de correr para que yo naciera.” Su piadosa sepultura sólo conservó lo de “hijo del 7 de marzo de 1827”, aunque lo demás gritara tácitamente, al menos hasta que la tumba y su lápida fueran removidas y olvidadas para siempre junto con lo que alguna vez significaron. Pero todo eso pasó mucho después y no viene al caso. El caso es lo olvidado, lo que nunca podrá volver a ser recordado.
Carmen de Patagones era en 1827 el último confín civilizado a medias en el mundo. En realidad no estaba tan mal para estar cercado por diversos pueblos aborígenes nómades por todos lados, que a veces no eran enemigos, y otras veces lo eran de modo suficiente, y de eso podía depender la vida. “Hay que saber leer al desierto”, decían por entonces los maragatos nativos de la aldea, quienes a su vez lo aprendieron de los fundadores españoles que habían cavado cuevas en las barrancas para sobrevivir: “las nubes de polvo lejanas son siempre un aviso de llegada de alguien, luego se ve si bueno o malo”, y se la pasaban mirando al horizonte. Y era cierto, a veces las nubes eran tribus no enemigas que avisaban de la instalación de sus toldos en alguna cercanía, y venían a pedir cabezas de ganado y quizás aguardiente a cambio de no enemistarse. Otras veces eran tribus enemigas de los no enemigos (amistad era una palabra imprudente), que pedían cabezas de ganado y toneles de aguardiente a cambio de no arrasar la aldea que rodeaba al fuerte. A fuerza de tanto dar, se aprende a negar y resistir, o a robar para recuperar, y en Patagones se practicaban ambas cosas todo el tiempo, sólo se alternaban según la conveniencia. Se miraba al horizonte y se escuchaba al viento: si tronaba el cañón de la torre del fuerte, entonces no se preguntaba, y era cuestión de aprestarse o correr a refugiarse. Pero en el ’26 la guerra con el Imperio vino a cambiar las cosas, ahora también había que mirar para el lado del mar, mientras duraba esa impensada prosperidad que provocó el bloqueo del puerto de Buenos Aires, que desvió los botines de guerra a este puerto ignoto. Pero allí no terminaban los cambios: a los indios, españoles y criollos que componían la fauna natural del Carmen, venían a sumarse los corsarios de diversas nacionalidades y los negros africanos que estos liberaban de los barcos que les capturaban a los brasileños en sus propias narices. No en vano el Imperio decidió borrar a Patagones del mapa. Y quizás lo hubieran conseguido, si no hubiese sido porque Victorio del Carmen Reyes fue concebido un 7 de marzo de 1827, aunque hoy nadie en el mundo pueda recordarlo.