domingo, 16 de mayo de 2010

Refrito I

Mientras continuamos nuestro impasse anunciado, a la espera del regreso de las musas, el ánimo y las ideas claras, seguimos meditando refritando textos no tan conocidos o poco comentados en su momento. En este caso le toca a este breve cuento publicado originalmente en mi otro blog, el "informal", Goliardos in taberna. Espero que lo disfruten.






Cosa de locos

Todos los días la mano torpe agitaba los vidrios de las ventanas, bien temprano, con las primeras luces plenas de la mañana, "¡despiértese, señora, que el día la está esperando!". Algunas mujeres alteradas, asustadas en la soledad de sus casas tras la partida de sus esposos rumbo al trabajo, espantaban a Chichilo con palabras duras o con baldazos de agua que lo bañaban. Pero Chichilo no cejaba, era el loco del pueblo y hacía bien su trabajo. También había otras mujeres buenas que lo querían a Chichilo, y lo esperaban con comida, le conversaban, mandaban saludos por su intermedio a sus comadres, le acomodaban la ropa que llevaba o le regalaban otra nueva, que para ellas era vieja. Sólo la señora de Renzi le dejaba la puerta del patio de atrás abierta a Chichilo.


El pueblo entero se sorprendió cuando el nuevo intendente se congració con las señoras de la Sociedad de la Caridad, y mandó a encerrar a Chichilo en el hospicio. "No le hacía daño a nadie..." decían los hombres; las mujeres se dividían: unas comentaban, y las otras también, pero éstas últimas con malicia. Los hombres no sabían, todas las mujeres del pueblo tampoco, pero ellas tenían la certeza que los hombres desconocían. Y el intendente tenía la tendencia de ser accesible a los pedidos de las mujeres respetables, y se sabía que un decreto firmado por el intendente no tenía vuelta atrás.

El pueblo entero se volvió a sorprender cuando la señora de Renzi , a pesar de lo irreversible de la situación, organizó la marcha al hospicio, pidiendo la "libertad" de Chichilo.

Chichilo era el loco del pueblo, aunque era apuesto a su manera. Era rubio como un niño, tenía ojos de espuma de mar y cielo, era alto y robusto, aunque torpe e infantil.

La esposa del director del hospicio tampoco sabía nada, pero lo sospechaba con seguridad, y se lo deslizó al marido. "La señora de Renzi es una descarada", pensó el director del hospicio. "Su esposo no puede no saber nada, no voy a ser yo quien se lo diga", pensó, "y la mujer lo está avergonzando". Pero el marido de la señora de Renzi en verdad no sabía nada, porque vivía muy ocupado.

Cuando la señora de Renzi, acompañada por sus fieles amigas y aliadas defensoras de Chichilo, lo encaró al director, el hombre les dijo que ese era el mejor lugar para el muchacho, que en ninguna otra parte lo iban a atender mejor, que estaba en manos de quienes sabían, que en la calle no resistiría su salud, que podría ser peligroso para él y para la comunidad mantenerlo en ese estado, etc., etc. El director miraba a la señora de Renzi sabiendo que ninguna de esas intencionadas razones podría ser desmentida sin una confesión pública de la señora ¿Qué diría? ¿Que con ella, revolcándose en la inmundicia, estaba mejor que con nadie? ¿Que ella misma se encargaba del aseo y la higiene del muchacho, antes y después del acto infame?

Lo cierto es que la marcha fue un fracaso. Se puede entrar y salir de una cárcel, con la ayuda de un tecnicismo, pero no se sale de un manicomio así como así, y menos con la firma del intendente de por medio. Chichilo estaba más preso que los presos, y por las mañanas lloraba aullando, recordando a la señora de Renzi. Y ella también lloró al principio, recordando las manos fuertes de Chichilo, que se aferraban a su carne como un alpinista a la roca, recordando sus besos de tormenta ronca, su sed de niño torpe y hambriento. Ella sabía bien que no era lujuria, era ardiente ternura.

Su marido seguía sin sospechar que las maliciosas señoras lo habían forzado a gestar una venganza infalible y sin retorno, y cuando a la larga todos los hombres del pueblo lo supieron, elevaron al intendente de Renzi a la categoría de gran héroe reivindicador del género vituperado, consideraron la internación de Chichilo como un castigo humillante y ejemplar para la mujer.

Pero la gloria le duró poco al intendente marido engañado: el día en que firmó el nombramiento de su esposa como jefa de enfermeras del hospicio, el intendente se enteró poco después de los motivos que habían llevado a la adúltera a hacerle ese pedido: un vecino finalmente se atrevió a plantearle el tema, pero ya era demasiado tarde. Estalló el escándalo, cuando el nombramiento era firme y no había vuelta atrás, lo había firmado el propio intendente traicionado. El matrimonio se derrumbó, al igual que la carrera política del doctor de Renzi.

Hoy Chichilo ya no golpea las ventanas, sino los barrotes de su cama, cada vez que la jefa de enfermeras lo viene a buscar para darle su baño reglamentario, mal que le pese al señor director, pero nada puede modificar el protocolo de enfermeras: "inciso 4: el rol de tareas de aseo e higiene de los internos estará a cargo de la jefa de enfermeras". La ex señora de Renzi fue elegida al poco tiempo de su nombramiento, delegada sindical con inmunidad gremial. Todavía le queda un año, pero el director la tolera porque Chichilo ya no aulla y entonces no altera a los otros internos. Después de todo ya no hay presiones: ya nadie comenta el tema, la relación insana se queda dentro de las paredes del hospicio, y el intendente de Renzi renunció hace un año, y se fue del pueblo. Y nadie asea a Chichilo si no es la jefa de enfermeras en privado. Después de todo, lo dicho: qué mejor lugar que un manicomio para bendecir una verdadera pasión de locos.