domingo, 8 de agosto de 2010

El cine de los abuelos

Nota: este relato, que es pura ficción, aunque esté innegablemente ligado al recuerdo del barrio de Floresta, adonde vivían mis abuelos maternos en mi infancia, fue comenzado en enero de este año, y al borde de quedar inconcluso, fue terminado hoy. Recién en este momento, al concluirlo, me entero de que el cine Gran Rivadavia cerró sus puertas a fines de 2004, y estuvo a punto de desaparecer, de no haber mediado la movilización de los vecinos, que consiguieron hacerlo declarar de Interés de las Artes Audiovisuales por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). El día 26 de mayo de este año se celebró su próxima reapertura como cine-teatro con la proyección de la película "El secreto de sus ojos". Vaya, entonces, este casual homenaje a éste y a todos los cines de barrio,  que tantas horas felices de funciones continuadas nos regalaron en nuestra infancia, y también a los vecinos del barrio que hicieron posible salvar esta sala. Sumo esta intención a la original que me llevó a culminarlo y publicarlo hoy, primer domingo de agosto: homenajear a los niños en su día, a los de hoy y los de ayer, a los de siempre.

 

El abuelo Pedro no era muy imaginativo a la hora de pasar la tarde libre con un chico, aunque había aceptado el desafío con gallardía. Elina, su esposa, tenía que hacer una tonelada de trámites, y ante la opción de acompañarla o de cuidar a su nieto, a Pedro le resultó mucho más prometedor hacerse cargo de Claudio, el hijo de seis años de su hija Patricia, también ocupada aquella tarde de los primeros días de las vacaciones de verano. La temperatura prometía subir hasta transformar al barrio en una cocina de pizzería, el departamento de los abuelos era caluroso por la tarde, y resultaba más sensato caminar bajo la sombra de los plátanos de la calle Venancio Flores, al costado de las vías del tren. Al menos el abuelo Pedro se refugiaba del calor en ese oasis público cuando paseaba a Dandy, su perro, y a Claudio le encantaba esa placita, pero el abuelo pronto se dio cuenta de que a los nietos no se los lleva con collar y cadena, y se asustaba cada vez que el chico encaraba su carrera desordenada para el lado de la calle, adonde los autos pasaban a velocidades amenazantes. Como nada es más firme que la dulce mano del abuelo, de pronto Pedro pensó en darle un poco de aventura al crío, y llevarlo a pasear por la Avenida Rivadavia, y hasta incluso cruzarla. Estaban a tan sólo un par de cuadras, desde el edén de plátanos y paraísos, hasta la vena abierta del infierno en la propia ciudad. Lo llamó a Claudio con voz de mando, el chico vino, lo tomó con mano firme, respondiendo con un seco “a pasear” al “¿adónde vamos?” del infante. Y Claudio se dejó llevar, porque sabía que había aventura para aquella dirección a la que encaraba el abuelo. El retorno a casa estaba marcado para el lado de la calle: si cruzaban Venancio Flores, volvían, y lo más alentador podía ser comprar algún dulce en la panadería-confitería de doña Marta. Pero si encaraban para el lado de las vías, el paseo verdaderamente seguía, primero hacia la barrera alta, después a dar vueltas por esos hierros cruzados que obligan a rodearlos en “s”, a los que el abuelo llamaba “la vuelta del borracho”. Luego, a mirar la siempre latente amenaza del gigante de hierro, el tren eléctrico de la estación de Floresta, que cada dos por tres devoraba a alguna víctima desprevenida. Después de cruzar las vías dormidas, atravesar Yerbal y caminar esa breve cuadra de Segurola con sus mármoles de vetas marrones, palpitando hacia la furiosa Rivadavia. Lo que mucho después supo Claudio, fue que la tarde que cambió el rumbo de su vida, el abuelo Pedro no tenía un plan definido, a lo sumo creía recordar vagamente la existencia de una heladería para el lado de Lacarra, pero de pronto, al mirar para el otro lado de la Avenida, vio la marquesina brillante del cine Gran Rivadavia que le gritaba Lo que el viento se llevó. Cruzó como en sueños, mientras sopesaba la situación rápidamente:
“…es continuado, se pueden comprar golosinas, entramos en mitad de la película, si se aburre, la película es más corta, nos vamos cuando termina, vimos una mitad que no entendió porque no vio la primera mitad, tomamos un poco de aire, nos distrajimos, comió alguna golosina y se entretuvo un rato; si le gustó la película, nos quedamos a ver la primera mitad en la función siguiente. Sí, ahí dice “refrigeración”, espero que ande...”

Y sin dar mayores explicaciones, sacó las dos entradas, sin percatarse de que su silencio le hizo creer a Claudio que el abuelo mago, había jugado con la intriga y el misterio de prepararle el descubrimiento. Quiso el destino, que a veces es la máquina mejor engrasada y sincronizada del universo, que entraran a la sala en la escena del incendio. El cine escatimaba la refrigeración, como Pedro había maliciado, la encendía de a ratos. Se ve que hacía un buen rato que no lo hacían, porque dentro de la sala la temperatura era la misma que en la escena, lo cual reforzó el impacto en el chico, que se apretó contra los pantalones del abuelo. A Claudio lo habían llevado otras veces al cine, pero nunca le había prestado demasiada atención a esas películas de dibujos animados que solía mirar por televisión. Aquello era diferente, el abuelo parecía hacerlo atravesar ese incendio, los reflejos de las llamas descontroladas relucían en los artesonados del cielo raso, Claudio estaba hipnotizado y Pedro lo siguió conduciendo firmemente hasta la fila diez de una sala casi vacía de función vespertina. El chico se acomodó en su butaca, embriagado de imágenes. Le preguntaba todo a su abuelo, que muy poco sabía de cine, materia que nunca había llamado en exceso su atención, más allá de Lo que el viento se llevó, Casablanca, Gilda o La diligencia. Pero a aquél dramón larguísimo lo había visto unas cuantas veces, aunque nunca a la edad de Claudio, y se lo sabía de memoria. De más está decir que cuando la película terminó, jugaron un buen rato a adivinar las publicidades del inerte telón que separaba las funciones, y se quedaron a verla desde el principio, y llegaron hasta la mitad, y aún un poco más cuando Pedro tomó conciencia de que Elina ya debería haber vuelto de sus trámites hacía rato, y que hasta llegaría Patricia para buscar a su hijo. De hecho, Elina ya estaba por salir a buscarlos de noche por el barrio, acosada por esas ideas tontas de que a un hombre mayor y a un chico les puede pasar cualquier cosa por estas calles de esta ciudad de locos.

Cuando regresaron Pedro se ligó un reto que su nieto ni advirtió, siguiendo de largo a armarse con sus juguetes una maqueta inconfundible de Lo que el viento se llevó, con la que jugó horas, aquél día y los que le siguieron. De más está decir que esa tarde se prolongaría en la memoria de Claudio durante años, y fue la iluminación que lo llevó, años más tarde, a estudiar dirección de cine.

Durante aquellos tiempos de estudiante de cine, quince años después de aquella tarde, Claudio decidió retribuirle al abuelo Pedro, la magia imborrable del día en que nació su pasión, y después de ahorrar durante bastante tiempo, le regaló para una navidad una video cassetera. La tarjetita del regalo decía “ojalá puedas redescubrir y disfrutar del cine, como me lo hiciste descubrir y disfrutar a mí cuando era chico, para el resto de mi vida”. Pero el regalo no se quedó ahí, ya que el nieto, que ahora era un cinéfilo consumado, se hizo tiempo todos los viernes por la noche, para alquilar o conseguir alguna película para ofrecerles a Pedro y a Elina. Así nació lo que en el barrio de Floresta llegó a ser conocido como El cine de los abuelos. A las primeras funciones concurrieron sólo Claudio y los abuelos, pero poco a poco se fueron sumando Patricia y Martín, los padres de Claudio, y Mariana, la hermana, con su novio Cristian, y después empezaron a venir los amigos y vecinos, pagando como entrada algo para la picada o el postre, mucho antes de que la foránea costumbre de comer pochoclo (que genera un molesto ruido enemigo de la concentración que exige una buena película) se instalara en los futuros complejos de salas modernos, que todavía no se habían ni construido. Al principio, Claudio organizaba ciclos por directores, al mejor estilo de los viejos cine club, que él no había conocido, y que alguna vez el abuelo Pedro sí había frecuentado cuando era joven. Así pasarían ciclos inolvidables, presentados por el joven experto, como el de Francis Coppola (a quien Claudio definió como el director que más había tomado como tema las relaciones familiares), y otros, como las retrospectivas de Luis Buñuel, Scorsesse, Cecil B. de Mille, Eisenstein, Leonardo Favio, Victorio de Sica, y tantos otros grandes directores de diversas épocas y cinematografías. Con el tiempo, el cine de los abuelos se transformó en un rito de encuentro entre amigos y familiares cinéfilos, y fue contagiando la pasión por la cinematografía a cada uno de los concurrentes, quienes cultivaron una amistad fundada en la más sólida de las bases: la profunda afinidad por el arte y el conocimiento que lleva a compartir los más profundos sentimientos humanos.

 El cine de los abuelos también fue evolucionando con la tecnología, para pasar del video al DVD, de la pantalla del televisor al proyector, del sonido mono al estéreo y luego al 5.1, con la inestimable colaboración del barrio, que contribuyó de todas las maneras posibles para hacer crecer en el tiempo la magia de aquella tarde en el cine Gran Rivadavia. También con los años, Claudio se transformó en director, y continuó su carrera en el exterior, y para entonces fue Pedro definitivamente el anfitrión, aún después de la muerte de la abuela Elina, y hasta la suya propia.

Es cierto que el cine es como la vida, y por desgracia, también las grandes películas llegan a su fin. El día de la muerte del abuelo Pedro, Claudio, que se encontraba de vuelta en el país, pidió a todos aquellos que habían sido el público del cine durante años, que la mejor manera de derrotar a la muerte, era prolongar el rito para las próximas generaciones. Unos pocos días después, a pesar del peso que la ausencia de Pedro generó, se realizó una función en su homenaje, presidida por quien ocupó desde entonces el lugar de Pedro: Martín, el padre de Claudio. Ese día decidieron proyectar en su homenaje Lo que el viento se llevó. Y ese día, Claudio llevó al cine de los abuelos a su propio hijo, también llamado Pedro, quien nunca olvidaría aquella reunión de lágrimas mezcladas, porque es cierto que la vida, igual que las buenas películas, se termina, pero también es verdad que las películas, al igual que las vidas que marcan a otras vidas, están condenadas a perdurar, para proyectarse una y otra vez, para demostrar, paradójicamente, que el viento, a veces, no se lleva nada, por más que se empeñe en soplar.