lunes, 15 de septiembre de 2008

Don José y la baraja.

[La talentosa poeta y narradora Claudia Isabel (http://laperladejanis.blogspot.com/, http://cuentoypunto.blogspot.com/ es la "culpable" de este post, ya que a partir de un texto que ella escribió ("Revolución de mayo. Mariano épico") dedicado a Mariano Moreno, me trajo al recuerdo este texto mío, escrito hace unos años atrás, en 2005]




La memoria es como una baraja de naipes, pienso mientras mezclo la baraja: los recuerdos son los naipes, nuestras manos son el impulso mismo de la evocación, que mezcla y confunde la baraja, para cortar y montar el mazo y sacar figuras, números, palos, que son recuerdos, números, fechas, nombres, rostros y eventos a veces olvidados. Cierto, quizás los recuerdos sean sólo una madeja de nombres propios, de fechas, de eventos que también son un nombre: Chacabuco, Maipú, Yapeyú... Es curioso, pienso “Yapeyú” y doy vuelta al instante un uno de espadas, cuando pienso en el lugar en que nací, hace setenta y dos años, pienso “Yapeyú”, y no lo puedo recordar, ni una imagen acude a mi memoria todavía muy temprana de menos de tres años de nacido, sólo se aparece en el presente esa marca de la espada asociada al nacer, esa que decidí abandonar pero que no me abandona, porque alguna vez dije “seamos libres, y lo demás no importa nada”, esa espada que nunca atacó a un hermano, pero igual algunos me acusaron de traidor, como si alguna vez yo hubiese apoyado a un hermano en contra de otro hermano, y aunque haya renunciado por esas cosas a la espada, la espada vuelve cuando pienso en mi nacimiento. Mi primer recuerdo se me aparece como envuelto en niebla, es una imagen del viaje a Buenos Aires, las interminables horas de carreta, la sensación de un cambio incomprensible, misterioso y definitivo.


Doy vuelta otras cartas, un cuatro de oros, siguen las semejanzas, cuatro años tenía en mis primeros recuerdos, en aquella gran aldea que tenía amplias calles de tierra, transitada por numerosas carretas, al menos para lo que yo había visto hasta entonces. Esa fue la época de oro de la primera niñez, la de los juegos con mi hermano Justo, los tranquilos años en la apacible Buenos Aires que varios años más tarde resistiría la invasión de los ingleses y que en algunos años más aún estallaría en revueltas contra el rey Don Fernando y hasta contra el mismísimo Napoleón. Mientras pienso esto último doy vuelta un naipe que representa la figura de un joven con un basto en la mano, la décima carta de su palo, y evoco al doctor Mariano Moreno, quien murió en alta mar asesinado antes de unírsenos en Londres; aparto esta carta del resto para que la memoria desordenada dé paso a la razón del solitario que ordena las cartas. Espera en aquel rincón, respetable figura, hasta que lleguen otras cartas a acompañarte en el recuerdo. Y allí viene entonces el once de espadas, el abrupto fin, el viaje a España. Atrás quedan las imágenes de la sala de aquella casa: Justo leyendo sus cuadernos escolares, Manuel y Juan Fermín luchando con sus lecciones de latín, María Elena bordando con mi madre, Gregoria, la silenciosa mujer que aletea el bastidor junto a su hija mientras contempla como distraída, como sin quererlo, a su esposo, a mi padre que como yo en este momento, estaba solitario, en la despoblada mesa nocturna, cerca del fuego, revolviendo la baraja y mezclando sus recuerdos, y casi todos, menos yo, sabían que esos recuerdos que mezclaba en el mazo de figuras eran los recuerdos de su tierra a la que esperaba que le dieran el permiso para volver. Durante todo este rato me he quedado mirando a este once de espadas que mis dedos deformados por los años sostienen, y mi vista maltrecha intenta enfocar con precisión, como si intentara reconocer su rostro, como intentando recordar el rostro de aquel compañero del Real Seminario, en Madrid, que me explicó el significado de la palabra “guacho”, diciendo que era una palabra americana que significaba no tener ni padre ni madre, que era más o menos lo mismo que no tener patria, como no la tenían los americanos que habían inventado esa palabra. Recuerdo ese primer insulto de escuela, así como no puedo recordar el rostro de quien lo dijo, era más grande que yo, no lo miré, apreté mis puños y le respondí que quizás fuera mejor no tener ni padre ni madre antes que haber nacido de una mala entraña. Nos separaron, nos reprendieron y el hecho no llegó a mayores, pero a partir de entonces comencé a sentirme diferente: de padres españoles, sin patria propia, americano por nacimiento, arrancado de una tierra que aún no era nada. Nacer en América era entonces tener a la ilusión por patria, algunos españoles nativos nos consideraban como provincianos y extranjeros a la vez, y en su desprecio no hacían más que alimentar nuestro orgullo de soñarnos independientes.

Pero mi padre lo entendió de otro modo, entendió que debía endurecerme, que debía seguir sus pasos, que debía aprender a amar a su patria. Honré a mi padre en vida, aunque seguramente defraudé sus expectativas luego de su muerte. Sólo sé que alguna vez me dijo que la milicia era servir a las propias convicciones y luchar con lealtad a los ideales propios, que deben ser los mismos que los de la patria, y a eso nunca falté. Tenía tan sólo once años cuando dejé la vida familiar y la escolar para ingresar en la milicia. Doy vuelta al once de espadas como si no quisiera recordar el rencor que sentí hacia mi padre al abandonarme allí, porque luego aquella vida me atrapó, porque allí fui imaginando un sueño desde poco después de llegar, me imaginaba luchando por ideales de libertad, igualdad y fraternidad, imaginaba batallas heroicas que algún día llegarían como desde adentro de mi sueño forjado a imagen y semejanza de los relatos encendidos que nos llegaban de los sucesos de París, aquella famosa Revolución Francesa que estaba llamada a ir desvirtuándose, pero que dejó una marca imborrable en la conciencia de los jóvenes de aquellos años. Quizás ese recuerdo me llevó a pensar en refugiarme en esta tierra adonde hoy transita el dolor de mis huesos, un dolor mucho más profundo del que comencé a sentir en aquellas tiendas de campaña, entre los estruendos de la artillería, al galope furioso de los caballos arremetiendo la carga por sobre los cuerpos sin vida de los compañeros caídos, al transcurrir de la batalla sin saber al cabo por qué se sobrevivió. Y junto con los primeros dolores del cuerpo, las primeras medallas, que se aparecen en la baraja de mis recuerdos dibujadas en al as de oros, la gloria del joven oficial don José de San Martín, hijo de don Juan de San Martín y de doña Gregoria Matorras, natural de Yapeyú, una ciudad marcada por un as de espadas que en estos momentos ha vuelto a mezclarse en el mazo, que fue militar español sin serlo, que ha sido héroe de batallas ajenas que alguna vez le parecieron huecas, que fue héroe de batallas propias cuya gloria luego le resultó hueca, vana y amarga, porque alguna vez aprendí que ninguna batalla se gana del todo. Fui el oficial que mi padre soñó, y ese fue el recuerdo que se llevó al morir en el ’96. Iba llegando el momento de buscar mi patria, iban a pasar muchos años, no iba a ser fácil imaginarla e inventarla. Si hasta a veces tengo la sensación de que todavía no la terminamos de inventar.

Se me aparece ahora el rey de copas, y ahora es Francia el enemigo, ahora se pelea por la libertad. El rey de copas es José Bonaparte, sin dudas, a quien llamábamos Pepe botellas por su afición al alcohol. Otra guerra ajena, pero ya se iba pareciendo a las soñadas. Bailén, 19 de julio de 1808, derrotamos a los franceses invasores, los españoles festejan la victoria española; los americanos festejamos la derrota francesa. Soñamos nuestra victoria. Ahora somos aliados de los ingleses, así es la guerra, el siete de oros llega con el recuerdo de Lord Macduff, aquel imborrable escocés que me habló por primera vez de las logias americanas. Con sus modos refinados y su acento salvaje hacía largos los tragos para ladrar en un castellano visceral: “que tus enemigos nunca sepan quiénes son tus verdaderos amigos, pero que estos últimos siempre sepan que tú eres su amigo, porque comparten enemigos”. Reía y seguía diciendo, como si fuera un juego, que nos entendía a los americanos mejor que nadie por el simple hecho de ser escocés: “el hijo de un pueblo sometido siempre quiere dar un buen puntapié a quien lo somete, al menos cuando este se dé vuelta”. Poco a poco me estaba convirtiendo en un traidor. Ahora sale el rey de espadas, mi rey que empezaba a ser mi enemigo. Aquí lo colocaremos, aquí, junto al diez de bastos, junto al doctor Mariano Moreno: estalló la revuelta del 25 de mayo de 1810, la voz corre por los cuarteles: “se nos sublevan las antiguas colonias, es en nuestro apoyo; no, claro que no es así, se dice que hay sediciosos que sueñan con sublevar a las colonias contra el rey, no faltará el tiempo en el que haya que aplastar a esos salvajes americanos, dicho esto con todo respeto por los que nos han demostrado fidelidad en estos años.”


Y uno que va conspirando en silencio, poco a poco; “sediciosos”, murmuran en los cuarteles. Me comunico con Macduff, si no quiero levantar la espada contra mis hermanos debería ser desertor, pienso en pedir la baja y partir rumbo a América, claro que prefiero combatir a mi monarca, de quien, si se me permite, ahora pondré su naipe de rey de espadas cabeza abajo, porque afortunadamente los reyes de espada tienen pies y cabeza, no así los números, que siempre se ven derechos. No sé qué juego es este, sólo son recuerdos mezclados. El diez de espadas es Monteagudo, se queda aquí, junto a Moreno que en realidad ya descansa en el fondo del mar, daremos vuelta su carta con respeto, Monteagudo irá contra los enemigos de la Logia Lautaro que hemos fundado. Este otro doce no es un rey, es una fecha, el año 1812, y su oro no es riqueza, otra vez es el recuerdo, es el regreso a Buenos Aires, luego de 28 años, vuelvo a la aldea de mis primeros años, convulsionada por la libertad, que da sus primeros pasos sin saber hacia dónde sigue el paso posterior, yo el Teniente Coronel San Martín, nacido en estas tierras, quien combatió contra los mismísimos ejércitos de Napoleón, quien pidió su retiro por razones de salud y de carácter familiar, para volver a combatir a su patria que todavía no existe, quien pasó a Londres para tomar contacto con los conspiradores de las logias masónicas americanas, quien forma parte de una hermandad comprometida con la independencia del continente, vengo humildemente a servir al ejemplar gobierno instalado desde entonces en estas tierras, pidiendo tengan a bien respetarme el grado obtenido hasta el momento en el antiguo y abandonado ejército español, al cual lejos de querer regresar me comprometo a combatir como enemigo decidido por entender que su dominación de nuestra América ha llenado de vergüenza y oprobio a nuestros hermanos indios, a quienes hoy debemos sumar a la lucha emancipadora, y a todos los criollos bien nacidos sometidos al vil yugo europeo. Y los tres hombres, Paso, Chiclana y Sarratea, estuvieron de acuerdo, pero de pronto desde la puerta entreabierta intervino ese sujeto que sería mi enemigo por siempre y desde entonces, el ministro Bernardino Rivadavia resopló su insolencia y su soberbia que siempre me olió a traición: “es indudable que lo suyo son las armas, Coronel, no la retórica, no las proclamas, no la política. Su carrera militar es impresionante, ¿podremos confiar en su obediencia y fidelidad?”. Ese infeliz me insultaba dos veces: una al reírse de lo expresaban mis convicciones, que él nunca tuvo; la segunda al dudar de mi fidelidad, quizás porque sólo miraba en él mismo. Fue Paso quien se apuró a contestar que no cabían dudas de eso. No recuerdo una mano más fría que la de Rivadavia cuando por única vez la estreché francamente, cuando nos presentaron. Unos meses más tarde yo encabezaría a las tropas que marcharon sublevadas a la Plaza de la Victoria para deponerlo por el fraude contra Monteagudo. La única proclama política que escribí en mi vida, se la dediqué a Rivadavia, ya que no le gustaban mis discursos: le decía que habíamos actuado para proteger la voluntad del pueblo, y para que se supiese que no siempre están las tropas para sostener a los gobiernos y autorizar las tiranías. Rivadavia no me lo perdonó nunca, así como yo no le perdono todo el daño que le hizo a nuestra lucha hasta el día de hoy, y aún después de muerto, con el respeto debido a la muerte, no se le puede perdonar que no haya querido que sus restos descansen jamás en Buenos Aires.

Y pensando en Rivadavia doy vuelta una gran copa, un as de copas, no es una copa de brindar, es una copa envenenada, que hace que pasen de largo todas las hazañas, todas las luchas gloriosas, caen, una tras otra las cartas que son nombres, San Lorenzo, el admirable Manuel Belgrano, el Ejército del Norte, Cuyo, Mendoza, Los Andes, la libertad en Chile, el encuentro con O`Higgins en Santiago, la entrada triunfal en Lima, y el dos de copas que me recuerda el encuentro con Bolivar, mi silenciosa retirada para cederle el mando al gran general americano, cuando me daba cuenta de que cada vez la política me asfixiaba más, me hacía ver la realidad como a través de un cristal que se resquebrajaba a pedazos: América se iba dividiendo en fragmentos cada vez más numerosos de naciones destinadas a las guerras internas, destinadas al dominio de otras naciones más poderosas. Y entonces volví a sentirme como al principio, sin patria, sin nación con la que identificarme; ni español por convicción, ni de la Provincias Unidas, porque no había provincias, al menos que estuvieran unidas, ni de Buenos Aires, ni de las demás naciones, simplemente americano por elección, pero ¿qué era ser americano? Todavía hoy me lo pregunto, por entonces parecía que ser americano fuera luchar contra el hermano, fuera indio, fuera gaucho, fuera criollo, fuera del interior, fuera blanco, fuera porteño, fuera celeste, fuera rojo, fuera bueno, fuera malo, fuera hermano, sólo es sangre, y la lucha por la libertad se fue transformando en lucha por imponer proyectos propios, sin ideales, modelos de nación pensados desde afuera y para afuera, desaparecida España, ahora se disputaban nuestros despojos las demás potencias europeas.


Yo, José de San Martín preferí condenarme al peor de los castigos, por el más digno de los delitos: haberme negado a intervenir en las guerras internas, en las guerras entre hermanos, fui desobediente cuando el gobierno me ordenó abandonar la Campaña de los Andes para reprimir el alzamiento de los federales de Santa Fé, así también como antes había desobedecido la orden de apresar a Manuel Belgrano, el hombre más íntegro de esta Revolución, cuando lo sucedí al mando del Ejército del Norte. Ese episodio me terminó de convencer de que intentábamos romper las sólidas cadenas que nos habían sometido durante años para reemplazarlas por otras más nuevas, dejábamos de ser esclavos de los españoles para ser sólo piezas en las nuevas luchas entre los poderes locales que se encargarían de someter a un pueblo acostumbrado al sometimiento. Los nuevos señores no pensaban hasta dónde llegaba el significado de la palabra libertad, que proclamaban, los verdaderos idealistas, de los que hablábamos en Londres con devoción, Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Juan José Castelli, Bernardo de Monteagudo, quien fue mi secretario hasta pasar a cumplir idéntica función junto a Bolivar, los hombres más inteligentes, honestos y destacados de la gloriosa Revolución de Mayo que había cambiado el rumbo de mi vida, ya habían muerto, y ninguno de ellos de una forma digna: Moreno como ya lo evoqué, Belgrano en el olvido vergonzoso de la miseria, Castelli, su primo, el gran orador de la revolución, el que levantó en armas contra el poder español a los campesinos hambrientos del Norte, murió acusado de traición, privado del habla por un cáncer de lengua que ni siquiera le dejó responder a las infamias que de él se dijeron. Mi querido amigo Monteagudo, finalmente, murió asesinado en Perú, en un oscuro episodio que nunca se terminó de aclarar. Yo simplemente estaba convencido de que mi misión era acabar con el nido del poder realista en Sudamérica: había que liberar Chile y luego pasar al corazón mismo de la dominación, el Perú. Una vez cumplido esto, quise regresar a Buenos Aires para encontrarme con mi amada y recordada esposa Remedios, que estaba gravemente enferma, pero los unitarios, con Martín Rodríguez y Rivadavia a la cabeza, habían vuelto al poder, y temían que entrara con mi ejército a encabezar una revolución, y no me autorizaron. Desobedecí nuevamente y volví sólo, sin ejército, sin planes, y de allí en más, con el interminable dolor de haber llegado demasiado tarde para despedir a la gran mujer que supo acompañar mis años de lucha. Ahora todos desconfiaban de mí, no podía permanecer en Buenos Aires sin despertar recelos y sin que se me presionara para que de alguna manera tomara partido por uno u otro bando. Decidí entonces emprender el camino más doloroso, el renunciar a la patria que yo había contribuido a forjar para marchar al exilio, y hoy bebo cada día de esta copa envenenada que se lleva mis días. Es cierto que intenté regresar cuando supe que mi camarada Dorrego estaba en el poder, pero al desembarcar en el puerto de Montevideo me enteré de su fusilamiento por parte de Lavalle, esperé allí la evolución de los acontecimientos, pero al cabo de tres meses me convencí de que en ese país joven de nombre plateado ya no había lugar para mí, José de San Martín, quien conoció la gloria y el dolor, quien nació sin patria y fue condenado por su pares a morir sin patria.

Monto el mazo y aparto estas cartas, es agosto en Boulogne sur Mer, y aunque la brisa tibia del verano se obstine en franquear las ventanas, mis huesos sienten el frío del invierno de Buenos Aires, mi corazón que se cansa de latir sueña con dormir su sueño eterno en esa aldea que elegí como patria, mientras mis manos recuerdan la humedad de la tierra revuelta al sembrar la quinta de la chacra mendocina. Y recuerdo Los Andes y las nieves eternas, y pienso en la eternidad y en mi próxima muerte, cuando todo se aleje, cuando todo se calle, cuando sólo quede el recuerdo ajeno. Y entonces, sólo espero que mis sueños formen parte de la conciencia de cada uno de los que hoy se llaman argentinos, y que esta triste voz que hoy se apaga dentro mío resuene como un eco en el corazón de mis compatriotas. Y entonces, guardo estas cartas, y digo hasta siempre.