sábado, 30 de agosto de 2008

Inscripción para la tumba de un guerrero





De entre todos los héroes,
sólo los verdaderos,
aman sentir el suave y verde césped,
mullido y familiar,
bajo la áspera suela de sus botas ajadas.

Es cierto que también disfrutan
de romper quijadas con sus nudillos,
de asolar aldeas, hierro en mano,
bañados en sangre y polvo,
entre manadas de corderos,
y de niños, y de mujeres aterradas;
o buscan la muerte
entre quebradas que emboscan,
o en desiertos planos y calientes
como la frente de un gigante enfermo
(si hasta algunos mueren de pestes lejanas,
maldiciendo los traidores estertores
que los arrebatan de la gloria).

Y claro que también aman
las orgías tempestuosas de abundancia
que sólo pueden conocer
los victoriosos:
palpitar oliendo a euforia viril,
a sudor de mujeres encendidas,
que a su vez aman
encenderse sobre el cuero
de himnos y fanfarrias palpitantes.
Los emociona, tanto como a otros el amor,
gritar hasta hacer temblar el cuerpo entero,
gritar hasta expulsar toda la voz del garguero,
hasta sentir un alud desbarrancándose en el pecho,
y calmar al Febo interno
con torrentes de alcoholes destilados,
fermentados, pestilentes;
da lo mismo,
que a la lava no la calma
el rocío mañanero.

Y aman que les duelan sus heridas,
y sus huesos y sus batallas viejas,
cuando sus cicatrices laten están vivos,
y cada nuevo surco que se abre en su piel,
es como un río de miel que brotara bajo el cielo.

Aman el polvo y el humo del combate,
el ruido de los cráneos rotos
y el olor de la sangre
que los ceba como a tiburones
desconocidos y remotos.
Aman la urgencia y el pavor de lo incierto,
aunque creen como pocos
que hay gloria eterna después de la vida,
y la ansían y la esquivan,
y respiran con calma
cuando la Parca les sigue de largo.


(Y no lloran, aunque a veces resbalan
lágrimas por sus ásperos carrillos,
al despedir a un compañero,
porque llorar es para ellos
sólo otra forma de respirar.)


Los héroes verdaderos
llevan epopeyas en los dientes,
y el sabor de la bilis
en sus lenguas,
pero sólo aquellos

le vibran a lo tenue
desde adentro, como a nada

– ni al mármol de los templos sagrados,
ni al ruido del acero,
ni a los cascos galopando,
ni a los vicios del saqueo–;
sólo los que son héroes enteros,
se postran
como cachorros somnolientos,
ante el suspiro intenso
de los pétalos sudados

de la madreselva,
ante el canto débil
del arroyo mortecino,
ante el vapor cálido
del aire de primavera
en su aldea,
sobre su lecho de paja insana,
bajo su manto de vellón de lana,
entre la piel de la mujer amada,
entre el viento que llega
aventado
por los abanicos de las alas
de esas aves distantes,
que comerán carroña
luego de la próxima batalla.
Sólo los héroes verdaderos
tienen de tacto en la punta de los dedos,
el cosquilleo de la pluma,
el susurro del aliento
de la boca de la amada,
en cuyo pecho que es almohada
se acallan todas las trombas,
y toda la furia del enemigo,
y todo el coraje de los violentos.
Sólo los héroes verdaderos
parten siempre a la pelea
soñando con volver,
como el viento arremolinado,
siempre al mismo lugar,
quizás aquél que fue el único
que tras tantas batallas
pudieron en verdad conquistar.



A.L.

Pilar, 30/08/08, 17.30 hs

martes, 19 de agosto de 2008

No sé por qué ...


[Continuando con este ciclo relacionado con viajes, aquí va un borrador de una historia dispuesta a continuar, en cuanto se pueda. Me anda rondando desde hace un par de años]

...o más bien porque lo sé exactamente, cada vez que me voy de vacaciones me acuerdo de mi papá, lo cual asegura que lo recuerde al menos una vez al año; y entonces, prodigio de la memoria selectiva y fragmentaria, me vuelven las imágenes más bellas del tiempo que pasamos juntos, lo extraño y me pregunto por dónde andará, me imagino por dónde andará, y vuelvo a recordarlo de viaje, al volante, o abriendo la ventanilla de un tren para respirar el paisaje, o bajándose ansioso, arrastrándome de la mano, en una terminal de ómnibus para ir al baño, o esperando el equipaje en la cinta de un aeropuerto con su plano de la ciudad entre los dedos. Mi papá viajó de todas las formas posibles, de todos los modos posibles y medios disponibles, aunque soliera decir que le faltó el camión de hacienda con animales. Papá es viajar, es el acto mismo de viajar, su padre lo había subido por primera vez solo a un tren a los siete años para que aprendiera a viajar y manejarse por sus propios medios; mi abuelo decía siempre que a él lo habían mandado desde Italia solo, en una barco, a los doce años, a ver entonces si papá no podía viajar hasta Adrogué a visitar a sus abuelos. Papá le cobró a los catorce años la enseñanza, colándose con un amigo en un tren de carga en donde los encontraron casi un día después en Santa Fé de la Vera Cruz. Lo de Vera Cruz fue lo que siempre había intrigado a papá desde años antes. No pudo ver mucho de la ciudad, ya que allí, luego de darles un buen susto, los mandaron de vuelta para Buenos Aires. Pero verdaderamente a papá no lo asustaron mucho que digamos, porque a los quince ya se las arreglaba para viajar de alguna forma económica, mintiendo vacaciones con amigos mayores con quienes viajaban hasta un punto para después hacer dedo hasta lo más lejos posible. Una vez nos contó, manejando en una ruta, claro, que a los dieciséis pasó por Mar del Plata especialmente para comprar unas cuantas postales para enviarle cada dos días a su pobre madre, a quien la había tranquilizado diciéndole que iba a un encuentro de jóvenes cristianos, que realizaban tareas de recreación espiritual y de caridad (la anécdota incluía a un tercero que enviaba las postales previamente escritas con sello postal marplatense). Pero a Mar del Plata la devoraba en tres días a lo sumo, y luego le quedaba la costa hasta Bahía Blanca, punto recomendable para volverse con ganas de haber seguido un poco más allá, porque siempre tiene que quedar algo por conocer, sólo para querer volver en otro momento. Y papá siempre volvía, y aún ahora sé que si hay lugares a los que no pudo volver, él está convencido de que va a hacerlo en algún momento.
Ahora me toca a mí continuar el rito, pero no sé por qué, no me siento a la altura de las circunstancias. Es el kilómetro cero, me acompaña mi mujer, me acompañan mis hijos, me siento papá, pero no soy él, y eso debe ser lo que me incomoda. Soy yo, soy Julio, soy sedentario, adoro la ciudad, vivo en un departamento que es lo suficientemente cómodo para mí y la familia. Tengo un buen trabajo y un auto nuevo al que uso precisamente para ir trabajar. Y me fastidia manejar en el tránsito de la ciudad. Me gustaba más cuando iba en subte, el subte sí que es cómodo. Y rápido ¿Qué carajo estoy haciendo manejando este auto hasta Puerto Madryn si la ruta siempre me aburrió? ¿Por qué mi hermana tenía que venir a mudarse justamente a Madryn? Y para colmo tenía que seguirla mi vieja. Y ahora amos a recibir el año nuevo del 2000 allá, y esto me costó semanas de discusión con Coty, que ahora se patea la cara, todavía de la bronca, porque los padres querían alquilar una quinta, y qué tiene de especial, me preguntó yo festejar el 2000. Pero es mi familia, y tengo cuestiones pendientes. Y los pibes, en el asiento de atrás están insoportables, ya están inquietos. Tengo que calmarme, es apenas el kilómetro 0. Tengo que ser papá, manejando mientras contaba historias de otros viajes para que la ruta no se hiciera larga. Y lo conseguía, las historias de viaje de papá eran fabulosas, porque viajar había ido cambiando con el tiempo, y por supuesto que papá tenía una historia para cada época, para cada modalidad de viaje, para cada modelo y estado de auto. Pero a mí manejar no me gusta, y me quedan como veinte horas por delante. Conducir es para mí un acto casi reflejo, pero en el que hay que mantenerse demasiado alerta, que de alguna manera me pone tenso, sobre todo por atender a lo que hacen los otros, y no me puedo relajar. Sí lo hacía, en cambio, cuando no conducía yo, sino papá, entonces miraba el paisaje. Ahora no lo puedo disfrutar, y tampoco puedo entender cómo puede haber gente que describa paisajes que apreció mientras conducía ¿Por qué no fuimos en micro, entonces? Era más caro, definitivamente, cuatro pasajes ida y vuelta. Pero sé que no es esa la razón, aunque no se lo diga a Coty por no dar el brazo a torcer, pero si no llevaba el auto, seguro que íbamos a ser rehenes de mi cuñado, que iba a insistir en llevarnos a donde él quisiera. “El auto nos da libertad”, le dije a Coty como si me muriera por manejar en vacaciones, como si yo fuera mi viejo, “nos quedamos unos días y hacemos la nuestra”, y agregué lo del costo. Es lo único que le pude arrancar, y quizás aceptó porque, desde ya, se lo tuve que plantear como un verdadero fastidio, aunque después de todo, hace cuatro años que no paso una fiesta con mi vieja y con mi hermana, y después de todo, todas esas fiestas las pasé con los padres de Coty, por no adelantar las vacaciones y agarrar el auto e irme a pasar las fiestas lo más lejos posible, como hacía papá. Y vuelvo a pensar en él, será porque me gustaría saber dónde va a pasar mi viejo el año 2000, será porque lo extraño o lo quiero. Puede ser, pero no tiene remedio, está loco o no sé, pero no le importamos, y por eso mi vieja se merece que una vez en la vida pueda pasar el año nuevo del 2000 con sus dos hijos, como ella quería. Se lo dije a Coty, y ella terminó aceptando, pero me va a costar una cara de culo de mil quinientos kilómetros de largo. Y los pibes están insoportables. Coty los reta, no sé qué prefiero. Me callo y manejo. El camino es simple, el auto está en condiciones, me concentro, el viaje es demasiado largo y apenas empieza, estamos llegando a la General Paz. Después buscaremos el empalme con la Ricchieri, después, iremos para Ezeiza a empalmar con la ruta 3, después, 1300 kilómetros derecho hasta Madryn. Ezeiza…¿Porqué no fuimos en avión? Cierto, es más caro, y salen de Aeroparque. No sé por qué pienso las cosas que pienso. No sé por qué sigo pensando en papá.