domingo, 11 de octubre de 2009

Lucy, en el barrio...

Este post va dedicado a Alicia M, por que siempre le gustaron mis historias, las reales e inventadas, por ser incondicional, por alimentar mi imaginación desde el día en que nací, por ser la persona más buena que conozco, por haberme enseñado a ser bueno, por concinar como nadie en este mundo, y por ser mi madre, con todo lo que eso significa para cualquier ser humano sensible.







La Lucy era la hembra más deseada del barrio cuando acariciaba la vereda flameando su cintura, y los volados de su falda saludaban a las baldosas. La Juanita la miraba por los entresijos, a escondidas, porque desde sus catorce septiembres a punto de estallar en brotes, quería ser como ella. La imitaba en el peinado frente al espejo del baño, se acomodaba la vincha con cuidado, estirando hacia atrás su cabellera platinada imaginaria y coronando su sien derecha con una rosa artificial al estilo del capullito de rosa fresca a medio abrir que usaba la Lucy.

Todas las mañanas, mientras los ojos de la Juanita se hacen líneas tras la persiana de su cuarto, Baldi, su padre, toma mate en la cocina y también la ve pasar a la Lucy, y como quien observa el estado del tiempo, le roba los ojos celestiales al vuelo, fija la mirada en el fresco capullo a medio abrir e imagina obscenidades, siente su aliento tibio en el cuello, su piel tersa vibrando como el parche de un bombo, y lo despierta del ensueño prohibido el grito de Martha, clamando por el trapo de piso abandonado bajo la pileta donde duermen marchitos los platos sucios de anoche.

La Lucy pasa abstraída, se acomoda un mechón bajo la vincha, mientras su cuerpo baila, ajeno, la danza del instinto. Ella sueña que esa noche pasará a buscar a su enamorado, el joven estudiante, y lo sorprenderá arrastrándolo a una noche de intimidad en el departamento de la amiga que esa noche se va, pero no sabe que esa misma mañana el joven estudiante se despidió de su padre, el viudo, confirmándole que iría a cenar a casa. Por eso, el viudo se tomó su día jubilado para preparar la cena como un auténtico evento. El viudo sabe que su hijo está pronto a volar, y ya que el tiempo no se rebobina y se vuelve a pasar como una vieja cinta de video, disfruta de cada una de sus conversaciones nocturnas con el joven estudiante. No hablan de nada especial, el joven estudia arquitectura, la carrera que el viudo nunca terminó, el padre pregunta qué aprendió el hijo ese día, el joven le explica apasionado, y luego cambiarán opiniones sobre arte, historia, política, y terminarán recordando alguna anécdota en blanco y negro, reirán, harán sobremesa y se irán a dormir saboreando una escena que un día inexorable bajará de cartel definitivamente. Y entonces repiten siempre ese ritual que cada vez se vuelve único.

Baldi se levanta de su silla sacudido por el grito de Martha, su mano pesada fija el mate sobre la mesa y arranca al trapo de piso de su letargo, mientras la Juanita se escabulle al cuarto de sus padres, para tomar un vestido de Martha y contemplarse imitando a la Lucy frente al espejo en la puerta abierta del ropero de su madre. Piensa que Federico, el chico de tres bancos adelante del suyo, ni miraría a la insulsa esa de la Mariana si ella, la Juanita, fuera como la Lucy. Y entonces su padre pasa ahorcando al trapo de piso, y la ve de reojo a la Juanita, da dos pasos y retrocede como quien vio algo desacomodado, y la sorprende a su niña transfigurada en la Lucy, y empalidece y lo atraganta la angustia muda y helada de una visión infernal. Se diría que quiere hacer la cruz con los dedos, su mirada desorbitada clavada en la vincha y el capullo pecaminosos, pero se rearma y pregunta con firmeza: “¿Qué hacés?”, a lo que la niña responde, lógicamente, un "nada" que la entrega ante la vergonzante evidencia. “Dejá de desordenarle el ropero a tu madre y andá a preparar tus cosas”, ordena lacónico, y archiva como puede la visión espantosa de su hija metiéndose en la piel de la Lucy, y esconde sus pensamientos sucios como quien oculta una evidencia criminal.
Y el día transcurre.

Esa noche, la Lucy pasará sorpresivamente por la facultad a buscar al joven estudiante, a este se le iluminará el rostro al verla tan hermosa y feliz de encontrarlo, pero a la media cuadra de caminar juntos, la noche se les vendrá encima cuando él le diga que no podrán pasar la noche juntos porque tiene que ir a cenar con su padre, y ella le dirá que el departamento de la amiga está libre sólo esa noche, y él se estremecerá de deseo, pero no podrá romper el ritual ni el corazón de su padre el viudo, que no le diría nada, pero contemplaría desolado el plato frío de su hijo, y se iría a dormir seco, vestido de otoño triste. Y entonces la Lucy se despedirá enojada, y se irá a dormir sola, y hasta regará la almohada de su amiga con alguna lágrima desolada. Pero antes, pasará otra vez como un ángel inesperado por la ventana de la Juanita, de Baldi, de Martha, y los tres desviarán la mirada del televisor cuando ella arroje el capullo abierto de rosa sobre la vereda; y mientras Baldi y Juanita vuelvan a mirar al plato como en un pacto de silencio, Martha seguirá con la mirada la danza nocturna de la Lucy, y dirá con rictus resentido “pobre el hijo del viudo López, esta nenita anda provocando a medio barrio, y seguro que se revuelca con el primero que se le cruza: mirá a qué horas anda yendo y viniendo, vestida siempre como una atorranta”. Baldi y la Juanita no contestarán, y se sincronizarán para volver a atraer a Martha hacia las tentadoras costas de la estupidez televisiva. Y seguirán comiendo las costillitas de cerdo, que las manos fuertes y nudosas aunque delicadas del carnicero, habían limpiado, como siempre, de todo resto de grasa con habilidad y dedicación especialmente para Martha, mientras los ojos la mordían con la mirada. A Martha le gusta ese coqueteo porque le asegura la mejor carne para el Baldi, pero no puede evitar la asociación entre carne y carne, la torpe metáfora del pecado. “¿Y si lo hiciera?” Pero sabe que nunca lo hará, porque el barrio se daría una panzada con su caída. Al terminar la cena, la Juanita pedirá solícita ir a sacar la basura, y recogerá de la vereda el maltrecho capullo que arrojó la Lucy.


Y al llegar a casa, el joven estudiante abrazará a su padre como si hiciera mucho tiempo que no lo viese, elogiará las brochettes que pacientemente el viudo preparó en la parrilla del patio, hablarán de cómo las hacía la difunta madre, y el viudo le contará a su hijo que encontró la vieja receta que la mujer guardaba. Y se pondrá un poco triste, balbuceará intentando cambiar de tema sin querer hacerlo, y los dos hombres se sentirán solos y desamparados, hasta que el más joven encuentre en el fútbol la gambeta justa para eludir a los fantasmas, y en la malasangre del comentario deportivo, renacerán en carcajadas, y habrán rescatado la escena otra función más.


Y esa noche, todos ellos se irán a dormir pensando en lo más deseado, en lo cercano pero inalcanzable, en esas cosas que nunca podrán tener.