miércoles, 23 de septiembre de 2009

La voz humana

Para continuar festejando los dos años de Goliardos en la ruta, en la medida de lo posible e inspiración mediante, me propongo obsequiar con entradas dedicadas a lectores que han alentado especialmente a este blog. Ésta primera entrada es para Carmen-Medialuna, simplemente porque merece cualquier gesto afectuoso por ser siempre maravillosa, pero además, porque este texto me evocó sus bellísimos relatos breves, a los que ella define muy bien como prosa poética.

Había caminado tantas cuadras porque estacionó más lejos como para postergar el momento, saborearlo un poco más y no precipitarse en la decisión final. No podía dejar de pensar en todos los inconvenientes que le había generado esa decisión, y que no dejaban de parecerle sobredimensionados, ya que él estaba absolutamente seguro de lo que estaba haciendo, del paso que estaba por dar, y del rumbo que tomaría su vida desde ese momento. Hacía por lo menos dos semanas que ni se tocaba con su esposa, ella se limitaba a darse vuelta cada noche para llorar en silencio, herida en el alma como un gorrión alcanzado por la piedra infantil de una honda mortífera. Ya ni se hablaba del tema, el silencio del resentimiento inundaba los almuerzos y las cenas. 30 años de matrimonio parecían irse cuesta abajo por un capricho, pero él estaba seguro de hacer lo indicado. Ahora, con los hijos casados, ahora que podían disfrutar de la vida a los 50, él se desviaba por su propio camino, aparentemente ciego de los proyectos en común con ella. “Habíamos decidido ahorrar para cambiar el auto”, había reclamado hasta el hartazgo ella, “no, nos fuimos de vacaciones los dos últimos veranos, y ahora vos venís a gastarte los ahorros en algo que es para vos solo y que es claramente una pasión pasajera”. Incluso ella le recordó que se había privado de aquel hermoso vestido de seda que se había querido comprar para el casamiento de la sobrina, y que ni se quejó de privarse del único gusto que se daba durante el año. Él apenas la calmó diciéndole que los próximos ahorros se los gastara en lo que ella quisiera sólo para ella, que nada más era cuestión de conformarse con lo que tenían por un tiempo extra, pero mientras tanto él necesitaba hacer eso porque estaba seguro de que le iba a cambiar la vida para bien, aunque desde ya significara un gran gasto y ninguna ganancia, más que la espiritual. Y entonces ella cerró la cuestión en que el problema no era el gasto, sino que se obstinara en un capricho egoísta que la ignoraba a ella por completo. “Me importa no importarte”, había sentenciado como decapitándolo.
Y entonces llegó a la puerta del lugar y entró.
Miró, probó, eligió uno usado en buen estado como para él, lo pagó, se lo llevó. Llegó a su casa lo sacó, lo tomó en sus brazos como bailando en el aire, se sentó ágilmente en una silla como aterrizando, separó sus piernas, lo acarició suavemente con el arco, y escuchó triunfal y extasiado el sonido de la voz humana. Lo abrazó, lo apretó contra su pecho y respiró profundo, y no fue una pasión pasajera, le dedicó cada uno de sus minutos libres, al precio de ya no dormir con su mujer, quien después de todo terminó aceptando que el cello se había convertido en su terapia, y que era mucho más sano que cualquier otro vicio.
Es cierto que nunca llegó a tocar de un modo aceptable, sino más bien todo lo contrario, pero él se conformaba con acompañar piezas que le gustaba escuchar y que trataba de aprender y ejecutar sobre la grabación, tratando de seguir la partitura seriamente, lo que en general empeoraba la cuestión. Tomó clases, y fue un estudiante dedicado (aún lo es), y aunque nunca será concertista, sus vecinos deberían saber comprender y tener algo más de sensibilidad antes que juntar firmas para denunciarlo. Quizás harían mejor gastando sus ahorros en comprarse violas y violines para tratar de hacerle el necesario contrapunto todos los días, de ocho a diez y media de la noche, a la hora del noticiero y del show de los imbéciles, una y otra vez la misma pieza, hasta que suene como nos guste.
Ilustración: Los músicos, de Raúl Soldi