martes, 2 de diciembre de 2008

La Ilíada: una experiencia de lectura (Última Parte)


Réquiem para Héctor Priámida: Lautaro descubre la literatura.



Cierro este extenso comentario de La Ilíada con una breve anécdota personal:
Cuando mi hijo Lautaro tenía unos cinco años, como cualquier niño de su edad, se negaba a irse a dormir temprano, estirando el tiempo hasta mi tardía llegada a casa. Se me pedían retos, pero claro que no podía, y entonces optaba por la negociación. Un día se me ocurrió decirle que si se iba a dormir le contaría un cuento, y pensando que se iba a marear con el relato, y se dormiría enseguida recordando aunque sea el título para el futuro, le dije que le contaría La Ilíada. No sólo no se aburrió, sino que estuvo a punto de hacerme pasar esa noche en vela, pidiendo más detalles. Lo convencí de que seguiría leyéndole (resumiendo) del libro, noche a noche, y así lo hice hasta completar los veinticuatro cantos que componen el poema, página por página, durante más de dos meses, cada noche. A partir de allí, no podía haber de mi parte nada que demorase mi llegada a casa, porque el relato lo atrapó tanto, que Lautaro no se dormía hasta que yo no llegara y le siguiera contando esa especie de resumen folletinesco. A lo largo de aquellas mágicas veladas al pie de la cama infantil, Lautaro fue tomando partido por los aqueos, vio en Aquiles a un superhéroe más imponente que los de la televisión, conoció a los otros héroes uno por uno, combatió junto a ellos, y forjó un odio puntual hacia Héctor, el enemigo mayor. Y también, a lo largo del relato, se fue haciendo preocupante para mí llegar al momento de la muerte de Héctor, que me resulta particularmente tremendo. Pero como no quería deformar a lo Disney la historia, decidí no ahorrar detalles, llegado el momento. Mientras tanto, lo preparé a Lautaro, y le fui preguntando si él quería que a Héctor lo mataran. Como todo el mundo sabe, los niños son sumamente crueles, y Lautaro no era la excepción, su deseo de "ver" correr la sangre de Héctor rozaba lo inhumano.
Cuando el momento llegó, pensé que la sangrienta muerte del héroe regocijaría al niño, y entonces le conté todo: le conté del temor de Héctor, tan humano, de enfrentar a su terrible enemigo Aquiles. Le conté las dudas de Héctor, que en su miedo humano no quería mostrarse huyendo delante de los suyos. Le conté de los ruegos desesperados de sus padres y esposa, suplicando desde las torres de la fortaleza que ingresara a la ciudad y se protegiera, que no esperara en las puertas la llegada de Aquiles a enfrentarlo. Y le conté cómo Héctor huyó ante la cercanía de Aquiles, hasta dar tres vueltas completas alrededor de la ciudad. Y entonces le expliqué que el destino de Héctor era morir, que Zeus lo comprobó desde el cielo, y que quiso impedirlo. Y le conté cómo la cruel Atenea no lo dejó, y entonces Zeus tuvo que ceder, y la diosa bajó del cielo, y engañó a Héctor tomando la forma de su hermano Deífobo, y Héctor confió en que entre ambos podrían enfrentar a Aquiles, y se detuvo, y comprendió el engaño divino, y finalmente enfrentó a la muerte con dignidad, dispuesto a pelear. Y le conté que Aquiles clavó su lanza en la garganta de Héctor con pasmosa facilidad, jurándole que humillaría su cadáver ante la vista espantada de los suyos. Y aunque Héctor antes de morir le haya vaticinado al propio Aquiles su próxima muerte a manos de su hermano Paris, Aquiles, enceguecido de odio, apuró el final del héroe, perforó los tendones del cadáver, los transpasó con una correa, ató el cuerpo a su carro, y lo arrastró ante la vista horrorizada de sus seres queridos, tantas vueltas alrededor de la ciudad, como había dado Héctor en su única y última huida. Todo eso se lo conté a mi hijo, con esa promesa autoimpuesta de serle fiel al texto homérico.
Pero la reacción de Lautaro no fue la esperada: al cabo del relato se produjo un profundo silencio, y le pregunté si estaba contento con la muerte de Héctor. La respuesta fue el estallido de un llanto angustiante y desconsolado que quebró el silencio con un dolor incontenible, que lo llevó a preguntar por el hijo, la esposa, la familia. No sabíamos qué decirle (por suerte la madre estaba conmigo), ya que Lautaro había visto lo mismo que yo, el problema es que no lo podíamos consolar, y tuvimos que repetirle hasta el hartazgo que todo era mentira, que sólo era literatura.
Pero claro que el chico había entendido perfectamente lo que tenía que entender: la literatura es más verdadera que nuestra propia existencia, para empezar, porque sobrevive a los siglos, mientras nosotros somos pasto para las fieras del olvido.
Varios años después, a los 16, Lautaro sintió la necesidad de leer por su cuenta La Ilíada para ver si le seguía gustando, y claro que le gustó más, le encontró detalles que mi resumen había pasado por alto, investigó y comprendió varias cosas adicionales. Cuando se estrenó la película Troya salió indignado del cine, bramando por todo lo que la adaptación hollywoodense había dejado en el camino (claro que a mí me pasó lo mismo). Actualmente, a sus actuales 21, la edición de Verón que ilustra la primera entrega de esta serie, está en su mesa de luz, y va por su segunda lectura: ahora me corrige detalles a mí que tienden a escaparse de mi memoria.
Y entonces, hoy te puedo decir, hijo mío, que no llores por Héctor, porque ahora podés entender que nunca murió: Aquiles (quién también es eterno porque nunca existió) le dio la inmortalidad para que yo pudiera contártelo, porque los griegos descubrieron muy temprano que la literatura es más grande que la vida. Será por eso que en este momento el mismo libro que ilustra este texto está en tus manos, para que vuelvas a leerlo una y otra vez, para que seas un eslabón más en la cadena de narradores que transmitieron la epopeya troyana, para que sus hechos queden resonando eternamente en la memoria de los hombres. Al menos, hasta que los caprichosos dioses dispongan lo contrario.












"...y así fueron los funerales de Héctor, domador de caballos."


FIN