viernes, 30 de diciembre de 2011

Los viejos años nuevos

Sé que se trata de una entrada extensa, pero por tratarse de un posible regreso, sabrán tolerarla. Dedico estos recuerdos a todos aquellos que son mencionados en esta evocación, sin quienes nada habría para contar. Y a la vez, dedico este regreso a aquellos fieles lectores y amigos que han seguido y visitando y dejando saludos en estos largos meses de abandono de este blog. Aquí me encuentro entonces, sacando telarañas y retornando a las viejas y queridas evocaciones.



Tengo un sobrino italiano, bastante a dado a vivir con comodidad dentro de su cascarón, que enterado en su muy tardía infancia de que el planeta en el que vive está formado por dos hemisferios, aún hoy no puede comprender por qué en esta parte del mundo es verano cuando allá, en su Roma natal es invierno. Es más, estuvo en Argentina, en nuestra casa, en pleno invierno crudo, mientras Roma era atacada por un verano hirviente, y aún así todavía no comprende cómo festejamos las navidades y años nuevos en verano. Curiosamente, a mí se me ocurrió siempre ver las cosas de manera inversa, a riesgo de caer en el etnocentrismo: es sumamente ordenado y práctico vivir el calendario de acuerdo a las estaciones, que el año comience con lo que aquí en el Sur sucede a las fiestas: las vacaciones de verano. Por esta parte del mundo nadie puede imaginarse una primera semana de enero sin masas familiares emigrando a destinos turíticos. Si se me permite, me parece que eso le confiere a nuestras fiestas un sabor victorioso y eufórico que no me imagino en el hemisferio Norte: si este poder de este mundo está hecho para ellos, el calendario está hecho para nosotros. Un ejemplo de una festividad extinta de mi vida adulta e imposible de resucitar: en la mañana de Reyes, al encontrar el regalo en los zapatos, muchas veces experimentábamos enormes emociones relacionadas con el verano: juegos para la playa como un equipo de pelota a paleta, o alguna vistosa remera veraniega. El mejor regalo que recuerdo en la primera infancia fue una pileta de lona que sobrevivió años armada en la terracita de la casa de mi abuelo materno, Tata para sus cinco nietos, en el barrio de Floresta. Nos fuimos a dormir mi hermana Maysa y yo como si nada, y al despertar había una pileta armada y al tope de agua cristalina para salvarnos esos largos y calurosos veranos de niños de ciudad sin parque.
Pero el tema no es la fiesta de reyes, que cerraba sin estridencias el ciclo de Las Fiestas de fin de año, iniciado estruendosamente por la navidad, el tema que invoco en esta ocasión es la que originalmente ocupaba el centro y ahora es el cierre: el año nuevo, festividad que para este matrimonio Lunadei tuvo siempre un tratamiento especial. Ocurre que es un clásico matrimonial el conflicto entre parejas por las disyuntivas de con qué familia pasar las fiestas, si la de ella o la de él, o al menos, cómo repartirse. En nuestro caso, si bien llevamos 25 años de casados, nuestros respectivos padres y madres se separaron, lo cual hacía el dilema imposible de resolver, ya que como se podrá imaginar se trata de repartir dos fiestas entre cuatro. Lo resolvimos de un modo salomónico: mi papá ignoraba las fiestas, tanto la navidad como el año nuevo, y mi suegro siempre fue poco demandante, por lo tanto, la cuestión quedaba entre las madres: navidad con mi suegra, que siempre viajaba a Río Grande, Tierra del Fuego, a visitar a mi cuñado Leonardo, su hijo menor que reside allí desde hace casi 30 años. Esto garantizaba la concurrencia de mis otros dos cuñados con su respectiva prole, es decir, navidad con ocho niños de edades cercanas, diversión, emoción y ternura aseguradas. Año nuevo quedaba entonces para mi mamá, pero debo confesar que rompimos esta regla, y he allí lo emocionante, de algún modo. La concurrencia de otros factores como el comienzo precoz de vacaciones y la distancia, nos llevaron a imponer una tradición alternativa: el año nuevo con amigos, y muchas veces, demasiado lejos de casa. Confieso que hay en el origen de este gesto algo de rebeldía pagana: como buen ateo escéptico que soy, el año nuevo guarda algo de supersticiosa sacralidad: es el comienzo de un nuevo ciclo, y entonces ritualizamos la ilusión de ponerle energía al comienzo para que el resto se contagie de lo bueno del primer instante. Aunque esto no sea una regla científica (a hermosos años nuevos les han seguido años desastrosos, y viceversa), la superchería sirvió al menos para alimentar el anecdotario.
Es por eso que nuestra colección de años nuevos únicos es tan variada que se nos hace muy difícil calificarlos y valorarlos: el más exótico fue sin dudas el que pasamos en Jerusalén, donde no se festeja el paso del año viejo al año nuevo, es simplemente una noche más. Para colmo, el año que nos tocó a nosotros era Sabbat, por lo que la ciudad estaba sumida en un profundo silencio y descanso, y además nos encontrábamos de visita en casa de un amigo seminarista rabínico que compartía con otro seminarista el departamento. Si bien no eran fundamentalistas ni fanáticos religiosos (se puede ser dignatario religioso sin ser un fanático, tal es el caso de nuestro amigo Javier), el otro seminarista que era un poco más ortodoxo, a quien por simpatías futbolísiticas (era hincha de San Lorenzo) le llamaban “el cuervo”, estaba en una etapa que podríamos denominar como de “rebeldía cultural”, y se quejaba de que en su familia siempre se habían festejado las fiestas cristianas, y por lo tanto quería pasar por alto el festejo de la navidad … y también cayó en desgracia el pobre año nuevo. La cuestión es que Cuervo y su novia Debby decidieron irse a dormir antes de la medianoche, lo que no sólo redujo el festejo a cinco personas (nosotros cuatro y Javier), sino que además, nos obligaba a cierto recogimiento. Desde ya, no somos adeptos a la pirotecnia, y si lo fuéramos, no lo haríamos en Jerusalén, donde el estallido de un petardo podría confundirse con el de una bomba. Descartemos por consiguiente todo espectáculo de fuegos artificiales, y sumemos el brindis en voz baja. Para colmo, durante el Sabbat los judíos practicantes (conservadores u ortodoxos) no pueden encender ni apagar luces, por lo cual utilicen un timer que programa las luces para que se apaguen solas. Ante la escasa participación y entusiasmo que despertaba la celebración, armamos la mesa de año nuevo lo más cercano posible a la tradición estival argentina (platos y bebidas espumantes frías, pasas de uva, nueces y castañas para después de la medianoche), y programamos las luces para cortarse a la 1 de la madrugada. Pero el sabotaje a nuestra tradición pagana, que paradójicamente se volvía el epítome de lo cristiano en aquél sólido bastión judío, llegó al colmo cuando resultó que el dichoso temporizador de las luces funcionaba mal, y en lugar de cortar las luces a la hora señalada lo hizo una hora y diez minutos antes, por lo que cuando estábamos haciendo los preparativos para el brindis nos sorprendió la más repentina y profunda de las penumbras, y decidimos salir a la calle desierta, donde había más luz que en el interior del departamento. Al menos dejamos inmortalizado esta especie de “no año nuevo” en un video hogareño que alcanzamos a grabar para documentar esta desolación absoluta, en el que nos divertimos sobreactuando la tristeza y la nostalgia que nos despertaba esa novedosa y particular experiencia antropológica que terminó resultando tan curiosa como exitante.

Pero así como ese año nuevo, el del ’94, fue exitante, el del ’98 fue inolvidable, viéndolo a la distancia, por cómo supimos transformar las dificultades en una serie de anécdotas y recuerdos que hicieron mucho más divertida a la reunión. Para empezar, logramos combinar y ponernos de acuerdo dos matrimonios (nosotros éramos en es momento los únicos con hijos) y un amigo soltero, para viajar a Colonia, República Oriental del Uruguay, acampar en el viejo Camping Municipal, y festejar bajo las estrellas, a cielo abierto, la amistad y la esperanza por el año que comenzaba. El tema del momento era una extrañeza climática que dicen que se repite desde que el mundo es mundo, pero que desde entonces tuvo nombre para nosotros: la Corriente del Niño. Ese año este fenómeno meteorológico hizo estragos, provocando fuertes tormentas de verano que arreciaban sobre los suelos resecos por las altísimas temperaturas, derramando sobre ellos en un día lo que solía caer en un mes. La sensatez hubiera indicado otros planes desde el inicio: el confort de un hotel, la calidez de una posada. Pero el instinto tribal de confirmar los lazos y compartir los sueños junto al fuego ritual pudo más, y los planes no se pusieron en duda en ningún momento. Partimos desde el puerto de Buenos Aires una mañana de 31 de diciembre con cielo tormentoso. Al llegar a Colonia el cielo se abrió, el valiente Miguel preparó un asado liviano, que preanunciaba el de la noche. Acampamos en tres parcelas vecinas, en un sitio que parecía tener similares condiciones ante la posibilidad de tener que resistir las inclemencias del tiempo en carpa. La tarde transcurrió con un sol intenso que invitaba a la siesta. Después vendrían las compras para el gran asado nocturno. Recuerdo que en vez de dormir, me dediqué a la inoportuna lectura del poema de Gilgamesh, el héroe que parte en busca del secreto de la inmortalidad, que es conocido por Utnapishtim y su esposa, los únicos sobrevivientes del diluvio universal. Mi lectura del poema llena de referencias a las aguas y al diluvio pareció convocar a las nubes primero, al viento más tarde, y finalmente a las primeras lluvias finas y penetrantes que nos obligaron a apurar la siesta y a cambiar de planes para esa noche. Contábamos con un auto chico, el Fiat 147 de Miguel, para movernos siete seres humanos. Es cierto que mis hijos, Lautaro y Maggie especialmente, eran tamaño small, pero debemos admitir que ya por entonces Leandro era un XXL (de alto y ancho), Miguel no es precisamente menudo, aunque por lógica ocuparía una sola plaza por ser el único conductor posible, por lo cual, la única distribución posible en el reducido vehículo era: adelante Leandro y Miguel, atrás los otros cinco, es decir, Lilian y Yoli, el que suscribe y ambos niños sentados “a upa” de los padres. En estas condiciones salimos a capear el temporal que se iba levantando de a poco, buscando como Gilgamesh, sólo que algo más terrenal: un restaurante que estuviera abierto esa noche, con ligar disponible y a un precio que no fuera exorbitante. Encontramos un hermoso Torreón frente al río que nos acogió a la altura de nuestros bolsillos. La hacinada búsqueda de refugio dentro del auto fue amenizada por la repetición hasta el hartazgo del estribillo de una cumbia escuchada en la única radio que captaba el autoestéreo, una vieja cumbia, creo que de Los Wawancó que repite una y otra vez “y tu me dices que no va, no va, no va, que ya no me quieres, y yo te digo que sí va, sí va, sí va, que por mí te mueres …” Este rítmico y optimista estribillo se transformó en algo así como nuestro grito de guerra, y lo entonamos bajo la tormenta, a voz en cuello, los siete integrantes compactados del vehículo, niños risueñamente incluidos. Cuando nos cansábamos de repetir el estribillo yo rompía con una frase acuñada al calor del momento: “… y ahora nos vamos todos a correr en pelotas por el río …” Nuestras risas de borrachos felices (estando absolutamente sobrios) contrastaban con el cuadro del exterior tormentoso que había transformado al escenario estival de la siesta en un otoño crudo y gris.
La noche en el restaurante del Torreón fue de ensueño, más allá de las goteras que obligaron a correr la mesa medio metro de lugar. A las doce de la noche en punto, hora uruguaya y argentina, descorchamos el triunfante champagne olvidando felices la frustración del asado, nos levantamos de la mesa para abrazarnos y salimos a la explanada del torreón para ver los fuegos artificiales. Nos encontramos con un espectáculo inesperado: el cielo plomizo y cubierto por completo enmascaraba, reflejaba y multiplicaba los resplandores de todos los fuegos artificiales de la costa bonaerense argentina. Fue como si de pronto tomáramos conciencia de que, aunque muy cerca, no estábamos en nuestro país, y nunca habíamos visto ese espectáculo, digamos, desde otro cielo. Lo que vimos fue cómo una silenciosa aureola boreal, de esplendores fugaces y variados, una paleta que combinaba el conjunto de pirotecnias  muy distantes entre sí. De pronto me sentí por un segundo como un nostálgico desterrado cercano, aunque todos hubiésemos elegido estar allí, verdaderamente aunque tronara o lloviera. En medio de ese éxtasis, de ese espectáculo hipnótico, una mujer pasó revoleando sobre su cabeza una tira de chispas de colores, todo era una cuadro vivo y colorido en medio del respiro que la tormenta le cedió al año nuevo.
Allí no terminaría aquel comienzo del ’98, el más singular de todos los que recuerde. Del restaurante del torreón nos fuimos a la playa, y de allí, volvimos al camping. Seguimos brindando y conversando bajo el cielo cubierto de nubes oscuras. Poco a poco, fueron cayendo bajo el poder del sueño los primeros, y Miguel y Yoli se retiraron a su carpa; Leandro y yo estábamos dispuestos a reditar otro memorable año nuevo de años atrás, en el maravilloso field de un tradicional, típico y  prestigioso colegio angloargentino (donde vivía y trabajaba mi suegra, a quien en vacaciones le cuidábamos la casa), un lugar de película al estilo La sociedad e los poetas muertos,  en el que terminamos jugando al TEG completamente borrachos, y tirados al piso de la risa, literalmente hablando. Conciente de nuestra poca disposición a terminar la esa noche antes del amanecer, Lilian decidió meterse con los chicos en la carpa para dormir. Era nuestra primera experiencia de campamento familiar, con una carpa prestada que era de mi mamá. Quiero decir con esto que no habíamos hecho ningún control de calidad ni ensayo previo. La cuestión es que cuando Lilian y los chicos entraron a la carpa, escucho su voz (y las vocecitas de mis hijos) iniciando una preocupada deliberación que arribó a un rápido diagnóstico indubitado: “está mojado”. Desde afuera miro a las otras carpas incólumes ­­–de hecho Miguel y Yoli dormían tranquilamente desde hacía un rato- y expreso mi escepticismo con un lacónico “no puede ser, es la condensación de la humedad ambiente”. Lilian un tanto ofuscada pasó al empirismo, sacando una bolsa de dormir empapada para que yo la palpara. La carpa estaba traspasada por el agua desde el piso, imposible dormir allí. Leandro, valiente socio en la adversidad, me acompañó a la administración a buscar una solución, y allí nos acomodaron en una diminuta cabaña con techo de paja, por donde entraba el frío por todos lados. Yo estaba con la cabeza recién afeitada (cosa que suelo hacer todos los fines de año, por razones de comodidad), y tuve que envolverme en una pañoleta palestina que había comprado en aquella otra ocasión en Jerusalén, y que resultó entonces de gran utilidad; Lilian, que es muy impresionable y desconfiada con las condiciones de limpieza de lugares transitorios, hizo dormir a los chicos vestidos, al igual que ella, envueltos en mantas propias que habíamos podido rescatar secas. Al día siguiente, cuando fuimos a la proveduría con Leandro en busca de averiguar de qué provisiones podríamos disponer para sobrevivir el primer día del año, nos encontramos con que no había nada digno de poner sobre la parrilla, ya que no disponíamos de elementos como para improvisar un guiso. Cuando estábamos esperando apareció un personaje gigantesco que hacía zanjas y mantenimiento de instalaciones del camping. Dejó su pala a un costado, pasó del otro lado del mostrador, posó con firmeza un vaso de trago largo, tomo por el cuello a una desprevenida botella de whisky, llenó el vaso casi a tope mientras quebraba con la otra mano una gran piedra de hielo del congelador y la encestaba dentro del vaso. Trago a fondo blanco sin respirar, y a seguir con la faena. Al regreso de nuestra fracasada misión sin existencia de víveres de ningún tipo, cruzamos nuevamente al personaje cuando veníamos comentando la proeza de resistencia alcohólica vista minutos atrás. El gigante encaró hacia nosotros, y debo confesar que el hecho nos cohibió, pensando que quizás adivinaba el tema de nuestra charla por nuestros gráficos gestos de reproducción de la escena. El hombre nos preguntó sin vueltas si a nosotros se nos había inundado la carpa el día anterior. Confesé, con la vergüenza de suponer que nuestra impericia para encontrar lugar de acampe apropiado era el corrillo de todo el camping, que efectivamente éramos los anegados, y el descomunal me dijo que no me tenían que cobrar la cabaña, que vaya de su parte a avisar en la administración. No recuerdo su apodo, pero mi memoria prefiere recordarlo como El Chiqui. Hicimos caso de inmediato, volvimos sobre nuestros pasos esgrimiendo que había dicho el Chiqui que no nos cobrasen, y la palabra del Chiqui resultó ser palabra santa, y así quedó compensado el accidente. Buen comienzo de año, aunque el resto del año no fue tan bueno que digamos. La aventura continuo saliendo a buscar comida para el almuerzo y la cena de un 1º de enero feriado como pocos. Miguel y yo salimos en misión sagrada a conocer los rincones más rurales de la pequeña Colonia del Sacramento. De pronto, avizoramos una carnicería cerrada, en donde unas personas abrían los candados de las puertas, sacaban las rejas, abrían las puertas e ingresaban al bendito local. Sabíamos que alguien aprovecharía el feriado para vender algo que le hubiese quedado, tenía que ser así porque dependíamos de esa débil esperanza. Entramos atropelladamente, detrás de ellos al local y les dimos el susto del año, por un segundo pensaron que era un asalto, ya que pasaban por el lugar a retirar algo que necesitaban (presumiblemente carne), para su pasar el día. Les rogamos que nos vendieran lo que fuera, nuestra subsistencia dependía de ello. Se apiadaron de nuestra desesperación y nos vendieron buena carne que tenían a mano a precio de lista. En fin, un primero de enero perfecto, a pesar de los caprichos de El Niño. El 2 de enero Miguel y Yoli regresaron a la patria que los vio nacer, permanecimos otro día paseando por Colonia con Leandro, hasta su regreso a Buenos Aires y nuestra partida a al camping de Punta Ballena, a visitar a mamá, la dueña de la carpa. Alli otra vez se nos inundo, aunque esta vez fue peor. Otra vez nos tuvieron que reubicar (nos cobraron igual, aunque con un generoso descuento), y la culpa, ante todo resultó ser de la carpa, que tenía unos visibles agujeros en el piso. Mamá, que era tan buena como cabeza dura, insistía con que lo que veíamos en el piso eran manchas y no agujeros, si esa carpa era tan buena que en campamentos que ella había hecho años atrás habían pasado días enteros de lluvia sentados con las sillas y con la mesa de camping armada adentro de la carpa. Era evidente que en esa misma ocasión habían agujereado el piso de la carpa, pero ¿para qué discutir inútilmente con mamá? Esas vacaciones, a continuación de ese año nuevo, fueron igualmente únicas, y El Niño fijó finalmente su impronta en este recuerdo.
El vikingo Leandro, según foto oficial de la insigne Universidad de Heidelberg


Claro que hubo otros años nuevos antes y después que aportaron lo suyo: años antes, en el pequeño departamentito de Olivos, el año nuevo en el que Miguel apuntó todo su pirotecnia contra la vieja cupé Chevy que mi pobre vecino de abajo había dejado durante meses tirado en la vereda del edificio. El vecino, que había pedido que tengamos cuidado con el auto inerme, tuvo que contemplar la locura piromaníaca de mi amigo, y lo soportó estoicamente (sabía que era él el que estaba en falta), aunque sufría cada detonación que sonaba cerca del auto. Ese mismo año nuevo, Leandro se ganó el apodo de “vikingo” inmortalizándose en un fotografía usando el casco de cuernos, el peto y la espada del disfraz de carnaval del pequeño Lautaro. Recuerdo, años más tarde, un 1º de enero en una quinta con una gran pileta y casi todos los amigos dispersos y rencontrados de aquellos tiempos. Más tarde vendrían los años nuevos alocados en nuestra increíble y circunstancial casa del lago, con los Segura, especialmente ese fin de año que se prolongó los días siguientes, con el matrimonio y sus dos pequeñas hijas acampando en nuestro gran parque (digo nuestro, aunque básicamente fuera casi una casa prestada en la que vivimos más de tres años). Esas tardes de principios de enero transcurrieron tomando un buen champagne nacional muy barato (eran los tiempos de la gran crisis posterior al 2001), el Dancer, que se enfriaba en cantidad en la heladera mientras con Alejandro reclamábamos a nuestras solícitas damas “llegó la hora de otro bailarín”, y el champagne frappè llegaba al borde de la piscina transportado por esas encantadoras manos atentas. Durante nuestros años de casa junto al lago propio, anclamos en ese paraíso, y cuando llegó el tiempo de la mudanza, nuestros amigos habían emigrado a diferentes destinos: Leandro a Heidelberg, Alemania, desde el 2000 (te debo un año nuevo en tu casa, hermano), Los Segura en San Rafael, Mendoza, desde el 2004, Miguel y Yoli (ya con sus pequeños Franco y Anita), en Bariloche desde un año antes. Desde la partida de nuestros compañeros de año nuevo, nos fuimos alternando en visitas y vacaciones, y así despedimos años más de una vez tanto en San Rafael como en Bariloche, asando lentamente, como un experto que es el Ingeniero Segura, sus clásicas bondiolas traídas por mí desde Buenos Aires al pie de la cordillera, o devorando sabrosos curantos patagónicos en Bariloche con Miguel, Yoli y su prole, aunque confieso que soy el único entusiasta del curanto en la familia. Recuerdo especialmente aquél 1º de enero de un sol intenso practicando navegación en kayak a orillas del lago Nahuel Huapí, en un camping camino a Villa La Angostura.
Otros años nuevos más recientes nos obligaron a anclar más cerca de Buenos Aires: cuando la salud de mamá cayó en la maldita enfermedad contra la que tan gallardamente luchó, volvimos a los viejos años nuevos familiares junto a mamá y su inseparable y querido Lucas: merece especial recuerdo el del 2007, acompañados por nuestros hijos, en el restaurante Le Famiglie del barrio de Monserrat, cerca de su casa, primera vez que lo pasábamos en un restaurante en Buenos Aires. Ese día vivimos la frustración de las calles desiertas después de la medianoche, en las que con los únicos que nos cruzamos fue con un grupo de belicosos brasileños que entonaban a los gritos cantos ofensivos contra Maradona. Casi terminamos en un incidente internacional, evitado por la afectiva intervención de mi santa madre. Luego de eso, también mis hijos siguieron la ley familiar de pasar el año nuevo con amigos. Eso nos llevó a pasar un año de nuevo de “luna de miel” hace dos años en la costa atlántica bonaerense, días antes de que Lilian enfrentara una operación que afortunadamente no pasó de un susto mayúsculo pero tomado a tiempo. Ese año nuevo estuvo marcado por la resistencia y la esperanza, más allá de que el año fuese tan duro como lo esperábamos, pero el mar coronado por los fuegos artificiales y una inolvidable batucada callejera, renovaron los votos y ayudaron a capear otros temporales.
El año nuevo pasado volvimos a San Rafael, y sumamos recuerdos para un anecdotario que sólo nosotros comprendemos, y este año pensábamos pasarlo otra vez por allí con los Segura, los Aracama desde Bariloche, y sumándose nuestro trasandino y rencontrado Hernán, más otros posibles amigos igualmente rencontradas que se sumarían al festejo, pero infinitas molestias y contratiempos de último momento nos cambiaron varias veces los planes. Habiendo sido siempre previsores y organizados para la cuestión, esta vez decidimos recién ayer pasar en casa el año nuevo, junto a mi suegro Alberto, su esposa Nélida y nuestro hijo Lautaro, que oficiará de asador. Y después, seguiremos con las vacaciones, en las cuales pensamos seguir compartiendo sueños, recuerdos y vivencias con nuestros amigos desparramados por el mundo, a quienes nos siempre podemos reunir y abrazar en un solo brindis. Después de todo, para eso están los años nuevos, para encontrarse con los amigos y seres queridos que uno pueda abrazar, para reiniciar un ciclo con ellos … y para soñar con los próximos años nuevos, que serán tanto o más inolvidables que los anteriores.
Y en lo que a esta celebración respecta en particular, por lo pronto y como siempre ¡Feliz Año Nuevo! Porque no hay nada más maravilloso que tener una nueva página por escribir: el tiempo dirá si valía la pena, en nuestra mano estará hacerla digna de ser vivida.


 ¡FELIZ 2012!
 FESTEJEMOS, AUNQUE MÁS NO SEA QUE EL MUNDO NO SE VA A TERMINAR (Y SI SE TERMINA NO HABRÁ QUIEN ME DESMIENTA)

martes, 23 de agosto de 2011

El motivo verdadero

Estábamos los tres, Meneses, Maidana y yo,  en un rincón del fondo de la sala, hablándonos en voz baja después de veintidós años sin vernos. La circunstancia no parecía quizás la más apropiada para contarnos sobre nuestras vidas en ese tiempo, pero el hecho de ser los únicos conocidos entre nosotros nos retenía allí, arrancándole palabras a la atmósfera circunspecta que nos rodeaba. Rompí el silencio con poca originalidad:

- Yo todavía no salgo de mi asombro, me parece increíble… -comenté.

- ¿Cómo fue? –interrogó Meneses. Maidana se mostró un poco más informado que Meneses y yo , y respondió:

- Parece que hacía algún tiempo que estaba con problemas de salud, pero no decía nada, vieron como era, así de obstinado y escéptico, quizás le restó importancia y se dejó estar. O vaya a saber si se lo veía venir y no quiso restarle tiempo a la investigación. Para colmo, parece que estaba trabajando en un tema formidable relacionado con el cálculo probabilístico, y no debe haber querido perder el tiempo… Finalmente fue algo repentino, sin que lleguen a saber qué era…

- ¡Que increíble! – acoté-, siempre tan coherente con su pasión, cuando investigaba era un obsesivo, un devoto ¿Se acuerdan cómo nos hacía seguir sus observaciones y razonamientos en clase?

- Yo confieso que me perdía por el camino en sus devaneos – dijo Maidana-, pero con los años me seguí acordando de lo que decía, y al razonarlo con la luz de una mayor experiencia comencé a comprender lo que intentaba hacernos ver. Un genio único, una inteligencia aguda y singular. Y un ser humano humilde, cálido y comprensivo, algo difícil de encontrar en estos ámbitos. Yo sentía una gran admiración por él, fue un modelo para mí.

Meneses había permanecido todo el tiempo después de su pregunta en silencio, ensimismado, mirando el piso. De pronto reaccionó.

- Para mí fue mucho más que eso, yo lo amaba…

Confieso que tanto Maidana como yo nos quedamos desconcertados por el término que utilizó para definir su devoción. Y más aún cuando agregó:

- Lo amaba con todo mi corazón. En realidad, siempre lo amé, desde aquella primera clase…

El desconcierto se nos hizo aún mayor, la cosa parecía derivar peligrosamente hacia el lado de la confesión. Y hacia allí nos abismamos cuando finalmente Meneses, con su profunda voz grave y viril confesó en un suspiro …

- Hace tres años me lo reencontré en la Academia. Se mostró muy complacido de volver a verme, y finalmente, pasó lo que tenía que pasar… Vivimos un amor muy intenso, él era tan apasionado en la intimidad como en su trabajo…

Pude ver claramente la espantosa expresión de horror que Maidana no pudo disimular, como si de golpe se la hubiesen grabado en la cara con un hierro candente. El inesperado giro de la conversación me puso tan nervioso que casi lanzo una carcajada, pero por suerte pude dominarme, sabiendo que hubiese sido una ofensa imperdonable tanto para Meneses como para los deudos.

- Lo que pasa es que nuestra relación mientras duró fue muy… carnal, digamos, y nunca fuimos muy cuidadosos. Y para colmo, no se sabe bien de qué murió. E imagínense que no le voy a preguntar eso a la viuda. Esa yegua …

Y de golpe calló como conteniéndose

- Perdón –agregó Meneses como volviendo en sí -. Perdoná di Lorenzi, perdoná Carlos, sé que no es el lugar ni la ocasión, pero es que…

Y al callar abruptamente hizo que cada uno de los segundos que transcurrieron desde entonces duraran una insoportable eternidad. Yo no supe qué decir, Maidana menos todavía, mirando desde hacía un buen rato a la viuda, visiblemente consternado. Lo que siguió fue un predecible balbuceo por parte de Maidana.

- A veces… es increíble… las cosas se dan de una manera … no sé … qué terrible … en fin… Bueno , muchachos, me tendría que ir, la verdad es que quise pasar un rato…

- No claro, se entiende… - agregó Meneses sumando incomodidad .

- Un gusto …

Y nos saludó con un apretón de manos, que fue claramente más a la distancia, y casi como queriendo soltarse lo antes posible de la mano de Meneses. Cuando se apartó un poco, mientras Maidana saludaba conturbado a la viuda, para luego retirarse, le dije a Meneses en un tono confidencial, sin poder mirarlo a los ojos:

- Veo que seguís siendo el mismo hijo de puta, bromista pesado de siempre…

- Y, negro, hay vicios que no se pueden dejar atrás. Pero qué querés que te diga, este tipo siempre fue un pelotudo, y para colmo, me la dejó picando. …

- Pero no tenés límite ni respeto, ahora éste se fue pensando que Bruneleschi…

- Lo que me dio bronca es que dijera que lo marcó y que lo entendió con los años. Nunca le prestó atención, nunca entendió nada, sigue siendo el mismo idiota pretencioso de siempre. Fijate que nunca le prestó atención a la teoría de Bruneleschi sobre la mentira: siempre se construye sobre verdades parciales; se puede mentir en la cara del otro en base a la información fraccionaria y real que él mismo te proporciona. Tomalo como un homenaje al gran maestro.

Escuché claramente, aunque me dí cuenta de que por fortuna fui el único, ese sonido que hacen los cambios de un auto cuando no entran, ese sonido que se nos escapa cuando contenemos la carcajada. Y ambos bajamos la cabeza y nos llevamos instintivamente una mano al rostro, y lloramos con angustia contenida, sin que nadie sospechara el motivo verdadero.