domingo, 4 de noviembre de 2007

Olvidados e Ignorados III


(Apuntes para una novela que algún día será II)




“Perdurar, aunque sea en el recuerdo, aunque sea en la mentira, aunque sea en la leyenda.”


Porque el tiempo todo lo barre, cuando ya casi nadie en Patagones recordara la victoria del 7 de marzo de 1827, Victorio del Carmen Reyes persistiría en su obstinado relato de esa historia a cualquier circunstante que cruzara su camino, y es que ese día él había sido concebido, y si no hubiese habido combate no habría habido ni Victorio ni victoria, ni historia ni Historia. Y si bien él no era un testigo sino una consecuencia, ya que la historia narrada una y otra vez era más bien del relato del encuentro carnal entre su padre y su madre, evento único en la vida de ambos, que ocurrió en aquél preciso día y nunca más, las circunstancias de aquél encuentro habían marcado la existencia de Victorio, su forma de ver el destino, de entender el devenir de los hechos, de vivir sintiéndose el depositario de una memoria que encierra un enigma sobre la propia identidad que nunca pudo contestar. De hecho, Victorio se pasó la vida prometiendo escribir su relato, pero nunca lo hizo, aunque lo contó a todos los que pudo, y al menos consiguió que la anécdota sobreviviera hasta la muerte del último que la escuchó. A decir verdad, para la mayoría de la gente se trataba de la historia del verdadero hijo de puta que estaba orgulloso de serlo, pero para Victorio eso era la esencia de lo que lo hacía único: lo que para otros era un insulto, para él era una condición que le recordaba el heroísmo imprevisto que llevó a su madre, Corona Reyes, la puta que elegía con quién serlo, y a su padre, quien nunca fue elegido por ella, a unirse para procrearlo a él como un designio de instancias superiores que lo condenaban a repetir su relato hasta el fin de sus días. “Soy hijo de puta, por parte de madre, y del 7 de marzo de 1827 por parte de padre, pero mi nombre dice quién soy en realidad, y muchas circunstancias se cruzaron, mucha sangre hubo de correr para que yo naciera.” Su piadosa sepultura sólo conservó lo de “hijo del 7 de marzo de 1827”, aunque lo demás gritara tácitamente, al menos hasta que la tumba y su lápida fueran removidas y olvidadas para siempre junto con lo que alguna vez significaron. Pero todo eso pasó mucho después y no viene al caso. El caso es lo olvidado, lo que nunca podrá volver a ser recordado.
Carmen de Patagones era en 1827 el último confín civilizado a medias en el mundo. En realidad no estaba tan mal para estar cercado por diversos pueblos aborígenes nómades por todos lados, que a veces no eran enemigos, y otras veces lo eran de modo suficiente, y de eso podía depender la vida. “Hay que saber leer al desierto”, decían por entonces los maragatos nativos de la aldea, quienes a su vez lo aprendieron de los fundadores españoles que habían cavado cuevas en las barrancas para sobrevivir: “las nubes de polvo lejanas son siempre un aviso de llegada de alguien, luego se ve si bueno o malo”, y se la pasaban mirando al horizonte. Y era cierto, a veces las nubes eran tribus no enemigas que avisaban de la instalación de sus toldos en alguna cercanía, y venían a pedir cabezas de ganado y quizás aguardiente a cambio de no enemistarse. Otras veces eran tribus enemigas de los no enemigos (amistad era una palabra imprudente), que pedían cabezas de ganado y toneles de aguardiente a cambio de no arrasar la aldea que rodeaba al fuerte. A fuerza de tanto dar, se aprende a negar y resistir, o a robar para recuperar, y en Patagones se practicaban ambas cosas todo el tiempo, sólo se alternaban según la conveniencia. Se miraba al horizonte y se escuchaba al viento: si tronaba el cañón de la torre del fuerte, entonces no se preguntaba, y era cuestión de aprestarse o correr a refugiarse. Pero en el ’26 la guerra con el Imperio vino a cambiar las cosas, ahora también había que mirar para el lado del mar, mientras duraba esa impensada prosperidad que provocó el bloqueo del puerto de Buenos Aires, que desvió los botines de guerra a este puerto ignoto. Pero allí no terminaban los cambios: a los indios, españoles y criollos que componían la fauna natural del Carmen, venían a sumarse los corsarios de diversas nacionalidades y los negros africanos que estos liberaban de los barcos que les capturaban a los brasileños en sus propias narices. No en vano el Imperio decidió borrar a Patagones del mapa. Y quizás lo hubieran conseguido, si no hubiese sido porque Victorio del Carmen Reyes fue concebido un 7 de marzo de 1827, aunque hoy nadie en el mundo pueda recordarlo.