domingo, 20 de julio de 2008

Limita (II)




(Viene de la Primera Parte: La lección)


Segunda Parte: El mejor amigo



Los tres chicos se van, pero Limita se va a encontrar de vuelta , unos días después, con los pibes más grandes, quienes le van a recordar lo que él dijo unos días atrás.

– ¿Te animarías a hacerlo ahora? Hay un gato al que lo queremos matar. Te conseguimos un caño limado y lo hacés. No te hagás drama, si no zafás sos menor, sabés que si caés, no tenés que decir nada.
– La tengo clara , pero no pensaría caer… si lo haría…
– Claro que sí, pero primero hay que ver si te animás o sos muy nene todavía.
– Decime por cuánta moneda y te digo.

Los grandes se rieron.

– Mucha, nene. Si matás a ese gato hay mucha, pero mucha pasta en juego. Mientras tanto, andá a comprarte un helado mientras vas pensando.

Y el interlocutor le estiró la mano y le dio un billete con un prócer que Limita había visto sólo en fotos, o en televisión o en volantes publicitarios.
– No les digas nada a los putos de tus amigos, decí que lo robaste.

Y Limita corrió y obedeció, y pensó, y se tomó tiempo para pensarlo hasta que le duró el dinero que cuidadosamente ocultó a su madre. Y a los dos días, decidió que aceptaba. Tenía un nudo en el estómago, pero lo supo transformar en emoción. Esperaba que le dijeran que era ahí mismo, cruzando esa calle, pero era más complicado. Tenía que ensayar, se tenía que endurecer. Primero lo mandaron a “arrebatar” a un jubilado a la salida de un banco, para entrenarle la obediencia y el arrojo. Corrió como veinte cuadras perdido por el centro, pero aguantó y pasó la prueba. Después le hicieron hacer algo peor. Estaba relacionado con su futura víctima y era atroz, pero por tal condición, era la prueba definitiva de su capacidad. Tenía que meterse en el patio de la casa de su futura víctima y matarle al perro.

– ¿Lo enveneno?
– No, eso es muy suavecito. Le tenés que cortar la garganta sin que el puto ese te oiga.

A Limita se le estremeció su pequeño corazón de piedra, pero supo aguantar. No obstante, Cóndor, el pibe más grande que le hablaba, lo apuró.

– ¿Qué, te cagás por tener que matar a un perro de mierda? Ni siquiera es un perro peligroso, está viejo y medio ciego. Queremos que el tipo se ponga nervioso para que se salga del hoyo y se nos venga al humo. Ahí intervenís vos. Pero primero tenés que hacer lo del perro. Después de eso, vas a trabajar para nosotros cuando quieras.

Lo del perro era la verdadera prueba final, y lo otro era recibirse. Y aunque fue simple porque como le habían dicho, era un perro viejo y casi ciego, y aunque logró entretenerlo con un cebo porque el instinto siempre es más fuerte, y aunque no hizo ruido porque no le costó pasarle el lazo y ajustárselo al hocico, y aferrar al animal para perpretar el crimen, cometió el error de mirar los ojos del perro mientras le clavaba la daga en la garganta. Y fue como clavársela él mismo y casi se delata porque lloró, sollozó en silencio como un chico, y se acordó de que lo era. Y sintió rabia por serlo, y entonces retorció la daga con furia, como si la culpa de su infancia fuera del animal, hasta que éste no se movió más. Y lo miró muerto, y el llanto brotó imposible de contener, y saltó la pared cuando una luz se encendió dentro de la casa, y el dolor dejó paso al terror, y corrió enloquecido por calles silenciosas sollozando agitado, mientras los ladridos y aullidos de otros perros parecían reprocharle el imperdonable asesinato que acababa de cometer.
Pero esa experiencia espantosa le había significado superar la última prueba, y ahora ya estaba preparado para la definitiva, sabía que lo haría porque no podría ser más horrendo que aquello, y lo iba a hacer con un caño limado, se lo iban a dar, y hasta le iban a dar un celular para decirle cuándo interceptarlo. Iba a ser en una plaza, a la tardecita, cuando las calles se empiezan a despoblar. Iban a ser dos tiros directos al estómago a quemarropa, desde bien cerca. Ahí, esperar que cayera, y el tercer tiro apuntárselo a la cara para darle en la cabeza y desfigurarlo. “Hacelo con odio, como con el perro”, le dijo el Condor, y el cargó su odio contra su víctima como si por su culpa hubiera tenido que matar al pobre perro viejo, cuando en realidad sabía que estaba matando a alguien que tan malo no debería ser porque se preocupaba por un pobre perro viejo. Pero después pensó que un perro viejo era para un puto fracasado y perdedor, y volvió el odio, ese odio que, no sabía por qué, le subía tan fácil por la sangre. Y finalmente lo hizo, mató al desconocido. Mató a su primer hombre a los once años, con un arma con las estrías y la aguja del percutor limadas, un arma preparada que nunca apareció.
Walter se acordó muchas veces de aquella tarde, porque Limita pasó a ser no sólo el nombre, sino también el recuerdo de aquella hazaña impune y el inicio de una leyenda en la villa, que duró varios años, que se cargó de miedo y de más muertes, hasta la muerte propia, a la avanzada edad de veinticuatro años. El diario, que leyó Walter en su celda hablaba de un enfrentamiento armado con la policía y contaba muy mal, en unas líneas inexactas la historia del apodo, decían que le llamaban así por su adicción al paco, que lo ponía violento, “limado”, según confiaban los testigos, quienes no olvidaban contar que su primer asesinato lo había cometido a los once años . Walter sabía que eso fue después, al final, si no, “nunca lo habrían agarrado”. Walter sabía también que en lo del paco, al Cholito le había ido peor que a Limita, y por eso se murió antes, de “zarpado”. Y si bien él ya no estaba cerca porque había caído igual que su hermano el Turco años antes, también sabía que, aunque Limita solía decir que no tenía corazón porque una vez había matado a un perro viejo y ciego, había que conocerlo para saber que no se perdonaba ni el crimen del pobre animal, ni la muerte sin gloria del Cholito, simplemente porque ellos habían sabido en su momento que Limita había llorado la vez del perro, como lloraron ellos cuando se los contó, y nunca más volvieron a hablar del tema. Y Walter también lloró al leer la noticia, porque muchas veces pensó que Limita sí que la había hecho bien, porque Limita nunca había caído, él mataba sin odio, él tenía huevos y se hacía valer, él se cargó a unos cuantos y se hizo respetar, y hasta tuvo banda propia, hizo cosas grandes y llego a tener protección. Pero un día lo batieron, algún hijo de puta como el primero al que él había matado. Y entonces, el círculo se cerró para siempre para Limita Vergara, mientras Walter abollaba la página del diario, llorando otra vez al pensar que él podía contestarle varios años después lo que no se atrevió a decirle aquella tarde en la que él contó que su hermano el Turco había caído preso por homicidio: quizás sólo la cárcel te permita llegar a viejo. Pero quién carajo quiere llegar a viejo. Walter Molina lo prefería. Limita Vergara seguro que no.

Limita (I)


Primera parte: La lección.

Un grupo de chicos de unos once años discute acaloradamente una tarde de verano polvorienta aunque pesada, en un barrio marginal del conurbano bonaerense, según la topografía periodística, en una villa, según la popular. Entre ellos está Limita, que todavía no se llama así, se llama Jorge, como el padre ausente; Jorgito, para la madre y los compañeros. El apellido no es Lima, es Vergara, y no tiene linaje más allá del padre alcohólico y violento y la madre golpeada. Jorge se la pasa en las callecitas de la villa, es bravo. En una época iba al colegio, pero otros trabajitos lo distraen cada vez más, y para colmo la madre, que trabaja todo el día, ya no lo puede controlar y sabe que si denuncia las “travesuras” del hijo, termina interviniendo una asistente social, y ya se sabe todo lo que pasa después, los trámites, el juez de menores, los Institutos donde los violan… La madre aguanta, los hermanos mayores no fueron mejores, ya se las arreglan por ahí, es preferible no saber. La madre hace rato que no puede más, y el futuro Limita, Jorgito, en el fondo piensa en ella, mientras es, de momento, un chico apenas travieso, en comparación con lo que será.
Y en aquella ocasión, los chicos de once años discutían una cuestión escalofriante: cuál era la mejor manera de matar a alguien. Lo de “mejor” implicaba un concepto complejo, ya que incluía una forma rápida, efectiva, económica, eficiente, capaz de, ante todo, no ser rastreada. El debate había comenzado instigado por la desgracia que acababa de ocurrirle a Walter, uno de los amigos de Jorge: su hermano el Turco había caído preso, y ahora intervenían fiscales y jueces, era serio, había matado a alguien en un robo. La reacción de Jorge fue violenta para los otros, como casi siempre. Le dijo a Walter que eso le pasaba por gil, por andar robando con cualquier fierro, poniéndose nerviosos y después dejándose agarrar. “y encima, mas vale que ahora no vaya a cantar…” dejaba flotando en el aire como si la culpa fuera de quien se dejaba agarrar, y no de quien había matado. Walter asomaba un enojo, pero no mucho porque le tenía miedo a Jorgito (quien odiaba que le dijeran así, salvo su madre), y exigía una explicación; sabía que a Jorge no le molestaba aleccionar con autoridad. Y entonces, Jorge dijo, en resumidas palabras, más o menos, que para empezar, el negocio de robar era una verdadera mierda peligrosa que no dejaba ningún beneficio para quien corría con el riesgo, es decir, el pibe chorro. “Ni siquiera los caños son de ellos”, sentenció con autoridad definitiva.
Los otros dos –además de Walter acompaña al disertante el Cholito, un morochito rapado “a la cero” llamado así por su parecido con el jugador de fútbol Simeone– escuchan atentos lo que viene. La moral de Jorge les resulta apasionante, porque sin saberlo Jorge ni ellos, sus ideas son las de un auténtico Maquivelo en su manera de razonar el delito, entendiéndolo como una ocupación más, una opción profesional para un pobre que no tiene muchas otras opciones de supervivencia. Entonces agrega:

– Si vas a matar, lo tenés que hacer bien, lo tenés que pensar, no te tienen que agarrar porque no zafás. Si matás, que sea por mucha plata, o por mucho más que eso: por poder. Tenés que ser un grosso si matás, si no, no hagás giladas.
– Y tenés que tener huevos también – agrega el Cholito.
– Más que eso, tenés que ser frío, no tenés que tener sentimiento para matar, tiene que ser un trabajo y listo –señala el especialista.
– A mí, si le tengo bronca no me importaría matar a un chabón –dice Walter–, o si estaría caliente o nervioso, pero si no me hizo nada, capaz que me da lástima.
– Entonces no salgas de caño, boludo – sentencia otra vez categórico el futuro Limita.
Limita sostiene que matar es el mejor negocio de la amplia plaza que ofrece la delincuencia. Es cuestión de ver quién se cotiza, es un trabajo caro, porque no es para cualquiera. Walter y el Cholito no se atreven a cuestionar la validez de los dichos de Jorge, es cierto que en su casa hay televisión y le gustan las películas de tiros y robos, pero en el barrio se aprende más, cuando se sabe escuchar.

– Si vas a matar que sea para alguien. En eso siempre te van a respetar. Si sabés matar, nadie te va joder. Yo lo haría por que sé como hay que hacerlo.

Y la afirmación corta el aire de ansiedad. Limita devuelve la demanda de sus amigos en una pregunta pedagógica: ¿Cómo matarían ustedes? Los chicos se devanan, hablan de métodos inverosímiles, sangrientos, ingenuos, exagerados, imposibles, hablan de botellas rotas, de armas caseras como astillas de madera, de ácidos que hacen desaparecer; el maestro los va conduciendo por el sendero del saber cuestionando cada una de las respuestas y planteos. Cuando la cuestión se agota en lo irrealizable, el maestro anuncia la respuesta:

– Es bien fácil: un caño limado, un buen caño limado.

Cuando los otros no entienden, Limita da una rústica cátedra de partes de un arma. Habla de la “aguja del percutor”, habla de “estrías”, dibuja en la tierra polvorienta con una ramita seca. Los otros dos lo escuchan azorados. De pronto aparecen otros más grandes, los quieren correr del lugar. Se produce un diálogo sobrador con los jóvenes mayores que los niños. Limita se defiende diciendo que está hablando de matar porque él es capaz de hacerlo, que si le dan un fierro limado lo hace. Los más grandes lo descalifican, y él argumenta con su lógica Maquiavélica. Los más grandes lo terminan felicitando, y le hacen más preguntas, saben que el pendejito es bravo. Y entonces le ponen el sobrenombre, y el chico empieza a ser pibe, tiene nombre propio. Los otros pibes más grandes le enseñan a él y sólo a él, de qué manera darles la mano, cómo saludarlos a cada uno de ellos como hacen “los del palo”. Y Limita toca el cielo con las manos, ya es grande, ya es grosso, y sus amigos unos giles, pero que lo admiran y lo veneran, y él les tiene que enseñar. Y la clase no podía terminar mejor.


(CONTINUARÁ)