Primera parte: La lección.
Un grupo de chicos de unos once años discute acaloradamente una tarde de verano polvorienta aunque pesada, en un barrio marginal del conurbano bonaerense, según la topografía periodística, en una villa, según la popular. Entre ellos está Limita, que todavía no se llama así, se llama Jorge, como el padre ausente; Jorgito, para la madre y los compañeros. El apellido no es Lima, es Vergara, y no tiene linaje más allá del padre alcohólico y violento y la madre golpeada. Jorge se la pasa en las callecitas de la villa, es bravo. En una época iba al colegio, pero otros trabajitos lo distraen cada vez más, y para colmo la madre, que trabaja todo el día, ya no lo puede controlar y sabe que si denuncia las “travesuras” del hijo, termina interviniendo una asistente social, y ya se sabe todo lo que pasa después, los trámites, el juez de menores, los Institutos donde los violan… La madre aguanta, los hermanos mayores no fueron mejores, ya se las arreglan por ahí, es preferible no saber. La madre hace rato que no puede más, y el futuro Limita, Jorgito, en el fondo piensa en ella, mientras es, de momento, un chico apenas travieso, en comparación con lo que será.
Y en aquella ocasión, los chicos de once años discutían una cuestión escalofriante: cuál era la mejor manera de matar a alguien. Lo de “mejor” implicaba un concepto complejo, ya que incluía una forma rápida, efectiva, económica, eficiente, capaz de, ante todo, no ser rastreada. El debate había comenzado instigado por la desgracia que acababa de ocurrirle a Walter, uno de los amigos de Jorge: su hermano el Turco había caído preso, y ahora intervenían fiscales y jueces, era serio, había matado a alguien en un robo. La reacción de Jorge fue violenta para los otros, como casi siempre. Le dijo a Walter que eso le pasaba por gil, por andar robando con cualquier fierro, poniéndose nerviosos y después dejándose agarrar. “y encima, mas vale que ahora no vaya a cantar…” dejaba flotando en el aire como si la culpa fuera de quien se dejaba agarrar, y no de quien había matado. Walter asomaba un enojo, pero no mucho porque le tenía miedo a Jorgito (quien odiaba que le dijeran así, salvo su madre), y exigía una explicación; sabía que a Jorge no le molestaba aleccionar con autoridad. Y entonces, Jorge dijo, en resumidas palabras, más o menos, que para empezar, el negocio de robar era una verdadera mierda peligrosa que no dejaba ningún beneficio para quien corría con el riesgo, es decir, el pibe chorro. “Ni siquiera los caños son de ellos”, sentenció con autoridad definitiva.
Los otros dos –además de Walter acompaña al disertante el Cholito, un morochito rapado “a la cero” llamado así por su parecido con el jugador de fútbol Simeone– escuchan atentos lo que viene. La moral de Jorge les resulta apasionante, porque sin saberlo Jorge ni ellos, sus ideas son las de un auténtico Maquivelo en su manera de razonar el delito, entendiéndolo como una ocupación más, una opción profesional para un pobre que no tiene muchas otras opciones de supervivencia. Entonces agrega:
– Si vas a matar, lo tenés que hacer bien, lo tenés que pensar, no te tienen que agarrar porque no zafás. Si matás, que sea por mucha plata, o por mucho más que eso: por poder. Tenés que ser un grosso si matás, si no, no hagás giladas.
– Y tenés que tener huevos también – agrega el Cholito.
– Más que eso, tenés que ser frío, no tenés que tener sentimiento para matar, tiene que ser un trabajo y listo –señala el especialista.
– A mí, si le tengo bronca no me importaría matar a un chabón –dice Walter–, o si estaría caliente o nervioso, pero si no me hizo nada, capaz que me da lástima.
– Entonces no salgas de caño, boludo – sentencia otra vez categórico el futuro Limita.
Limita sostiene que matar es el mejor negocio de la amplia plaza que ofrece la delincuencia. Es cuestión de ver quién se cotiza, es un trabajo caro, porque no es para cualquiera. Walter y el Cholito no se atreven a cuestionar la validez de los dichos de Jorge, es cierto que en su casa hay televisión y le gustan las películas de tiros y robos, pero en el barrio se aprende más, cuando se sabe escuchar.
– Si vas a matar que sea para alguien. En eso siempre te van a respetar. Si sabés matar, nadie te va joder. Yo lo haría por que sé como hay que hacerlo.
Y la afirmación corta el aire de ansiedad. Limita devuelve la demanda de sus amigos en una pregunta pedagógica: ¿Cómo matarían ustedes? Los chicos se devanan, hablan de métodos inverosímiles, sangrientos, ingenuos, exagerados, imposibles, hablan de botellas rotas, de armas caseras como astillas de madera, de ácidos que hacen desaparecer; el maestro los va conduciendo por el sendero del saber cuestionando cada una de las respuestas y planteos. Cuando la cuestión se agota en lo irrealizable, el maestro anuncia la respuesta:
– Es bien fácil: un caño limado, un buen caño limado.
Cuando los otros no entienden, Limita da una rústica cátedra de partes de un arma. Habla de la “aguja del percutor”, habla de “estrías”, dibuja en la tierra polvorienta con una ramita seca. Los otros dos lo escuchan azorados. De pronto aparecen otros más grandes, los quieren correr del lugar. Se produce un diálogo sobrador con los jóvenes mayores que los niños. Limita se defiende diciendo que está hablando de matar porque él es capaz de hacerlo, que si le dan un fierro limado lo hace. Los más grandes lo descalifican, y él argumenta con su lógica Maquiavélica. Los más grandes lo terminan felicitando, y le hacen más preguntas, saben que el pendejito es bravo. Y entonces le ponen el sobrenombre, y el chico empieza a ser pibe, tiene nombre propio. Los otros pibes más grandes le enseñan a él y sólo a él, de qué manera darles la mano, cómo saludarlos a cada uno de ellos como hacen “los del palo”. Y Limita toca el cielo con las manos, ya es grande, ya es grosso, y sus amigos unos giles, pero que lo admiran y lo veneran, y él les tiene que enseñar. Y la clase no podía terminar mejor.
Un grupo de chicos de unos once años discute acaloradamente una tarde de verano polvorienta aunque pesada, en un barrio marginal del conurbano bonaerense, según la topografía periodística, en una villa, según la popular. Entre ellos está Limita, que todavía no se llama así, se llama Jorge, como el padre ausente; Jorgito, para la madre y los compañeros. El apellido no es Lima, es Vergara, y no tiene linaje más allá del padre alcohólico y violento y la madre golpeada. Jorge se la pasa en las callecitas de la villa, es bravo. En una época iba al colegio, pero otros trabajitos lo distraen cada vez más, y para colmo la madre, que trabaja todo el día, ya no lo puede controlar y sabe que si denuncia las “travesuras” del hijo, termina interviniendo una asistente social, y ya se sabe todo lo que pasa después, los trámites, el juez de menores, los Institutos donde los violan… La madre aguanta, los hermanos mayores no fueron mejores, ya se las arreglan por ahí, es preferible no saber. La madre hace rato que no puede más, y el futuro Limita, Jorgito, en el fondo piensa en ella, mientras es, de momento, un chico apenas travieso, en comparación con lo que será.
Y en aquella ocasión, los chicos de once años discutían una cuestión escalofriante: cuál era la mejor manera de matar a alguien. Lo de “mejor” implicaba un concepto complejo, ya que incluía una forma rápida, efectiva, económica, eficiente, capaz de, ante todo, no ser rastreada. El debate había comenzado instigado por la desgracia que acababa de ocurrirle a Walter, uno de los amigos de Jorge: su hermano el Turco había caído preso, y ahora intervenían fiscales y jueces, era serio, había matado a alguien en un robo. La reacción de Jorge fue violenta para los otros, como casi siempre. Le dijo a Walter que eso le pasaba por gil, por andar robando con cualquier fierro, poniéndose nerviosos y después dejándose agarrar. “y encima, mas vale que ahora no vaya a cantar…” dejaba flotando en el aire como si la culpa fuera de quien se dejaba agarrar, y no de quien había matado. Walter asomaba un enojo, pero no mucho porque le tenía miedo a Jorgito (quien odiaba que le dijeran así, salvo su madre), y exigía una explicación; sabía que a Jorge no le molestaba aleccionar con autoridad. Y entonces, Jorge dijo, en resumidas palabras, más o menos, que para empezar, el negocio de robar era una verdadera mierda peligrosa que no dejaba ningún beneficio para quien corría con el riesgo, es decir, el pibe chorro. “Ni siquiera los caños son de ellos”, sentenció con autoridad definitiva.
Los otros dos –además de Walter acompaña al disertante el Cholito, un morochito rapado “a la cero” llamado así por su parecido con el jugador de fútbol Simeone– escuchan atentos lo que viene. La moral de Jorge les resulta apasionante, porque sin saberlo Jorge ni ellos, sus ideas son las de un auténtico Maquivelo en su manera de razonar el delito, entendiéndolo como una ocupación más, una opción profesional para un pobre que no tiene muchas otras opciones de supervivencia. Entonces agrega:
– Si vas a matar, lo tenés que hacer bien, lo tenés que pensar, no te tienen que agarrar porque no zafás. Si matás, que sea por mucha plata, o por mucho más que eso: por poder. Tenés que ser un grosso si matás, si no, no hagás giladas.
– Y tenés que tener huevos también – agrega el Cholito.
– Más que eso, tenés que ser frío, no tenés que tener sentimiento para matar, tiene que ser un trabajo y listo –señala el especialista.
– A mí, si le tengo bronca no me importaría matar a un chabón –dice Walter–, o si estaría caliente o nervioso, pero si no me hizo nada, capaz que me da lástima.
– Entonces no salgas de caño, boludo – sentencia otra vez categórico el futuro Limita.
Limita sostiene que matar es el mejor negocio de la amplia plaza que ofrece la delincuencia. Es cuestión de ver quién se cotiza, es un trabajo caro, porque no es para cualquiera. Walter y el Cholito no se atreven a cuestionar la validez de los dichos de Jorge, es cierto que en su casa hay televisión y le gustan las películas de tiros y robos, pero en el barrio se aprende más, cuando se sabe escuchar.
– Si vas a matar que sea para alguien. En eso siempre te van a respetar. Si sabés matar, nadie te va joder. Yo lo haría por que sé como hay que hacerlo.
Y la afirmación corta el aire de ansiedad. Limita devuelve la demanda de sus amigos en una pregunta pedagógica: ¿Cómo matarían ustedes? Los chicos se devanan, hablan de métodos inverosímiles, sangrientos, ingenuos, exagerados, imposibles, hablan de botellas rotas, de armas caseras como astillas de madera, de ácidos que hacen desaparecer; el maestro los va conduciendo por el sendero del saber cuestionando cada una de las respuestas y planteos. Cuando la cuestión se agota en lo irrealizable, el maestro anuncia la respuesta:
– Es bien fácil: un caño limado, un buen caño limado.
Cuando los otros no entienden, Limita da una rústica cátedra de partes de un arma. Habla de la “aguja del percutor”, habla de “estrías”, dibuja en la tierra polvorienta con una ramita seca. Los otros dos lo escuchan azorados. De pronto aparecen otros más grandes, los quieren correr del lugar. Se produce un diálogo sobrador con los jóvenes mayores que los niños. Limita se defiende diciendo que está hablando de matar porque él es capaz de hacerlo, que si le dan un fierro limado lo hace. Los más grandes lo descalifican, y él argumenta con su lógica Maquiavélica. Los más grandes lo terminan felicitando, y le hacen más preguntas, saben que el pendejito es bravo. Y entonces le ponen el sobrenombre, y el chico empieza a ser pibe, tiene nombre propio. Los otros pibes más grandes le enseñan a él y sólo a él, de qué manera darles la mano, cómo saludarlos a cada uno de ellos como hacen “los del palo”. Y Limita toca el cielo con las manos, ya es grande, ya es grosso, y sus amigos unos giles, pero que lo admiran y lo veneran, y él les tiene que enseñar. Y la clase no podía terminar mejor.
(CONTINUARÁ)
2 comentarios:
Querido Goliardo...está tan verídico este cuento, que dá escalofrios. Es la radiografía del delito de menores...Muy bien escrito...y muy triste. Un beso grande y un abrazo...agradeciendo a Dios que hayas salido un gran ser humano...que es lo más importante.
Espero que cuando vuelvas...recibas este regalito que te dejo en mi blog...Te quiero...un beso.
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