lunes, 21 de abril de 2008

Gianni


Me permito el pecado de la autorreferencialidad, pero le debo la evocación y la memoria a papá. Nació en Roma con el nombre de Giovanni Marcello un 2 de mayo de 1938. Aquel día la ciudad estuvo paralizada por el encuentro entre Hitler y Mussolini. Mi abuela tuvo un parto muy complicado que le hizo perder la matriz, quedando imposibilitada para tener más hijos. Fue atendida por una guardia mínima que había en el hospital, y estuvo cerca de perder la vida: contaba que perdió litros de sangre, lo recordaba cuando veía las botellas de vidrio de un litro, “botellas como ésta me sacaban, llenas de sangre”, decía. De allí en más, ese nacimiento pareció marcar trágicamente el resto de la infancia de papá: mi abuelo estaría desaparecido durante meses, con intermitencias; Italia se embarcaría en la Segunda Guerra Mundial de la mano del bando más cruel y asesino que recuerde la humanidad; vivirían bombardeos, muerte y hambre. Por mi abuela sé que en los últimos tiempos de Mussolini, Roma fue una ciudad virtualmente tomada por los nazis. Si la Resistencia a la cual mi abuelo pertenecía, los partisanos, asesinaba a algún oficial nazi, los alemanes fusilaban a diez italianos al azahar que pasaban por la calle. Una vez mi abuela lo advirtió y se escondió en el umbral de un edificio. Esperó aterrorizada. Esperó que pasaran otros. Pensó en su hijo único en la vida, en su esposo que nunca se sabía si volvía. Pensó que no sabía por qué la gente quiere seguir viviendo aunque sea en ese horror, volvió a pensar en su hijo sólo y abandonado en el infierno, cuando escuchó la descarga fatal que terminó con los que morían en su lugar. Para mí fue la Nonna, se llamaba Ada, y no le fue feliz sobrevivir a aquello y otros horrores más.
La historia sigue con desgarros: caminar kilómetros para conseguir comida, ocultar a mi abuelo cuando estaba en casa y lo venía a buscar la policía o el ejército: técnicamente era desertor, clandestinamente era partisano. Se tenía que ir para no poner en peligro a la familia. Alguna vez un portero de su edificio que era colaboracionista le salvó el pellejo: mi papá estaba jugando en la casa con cosas que encontraba por ahí. Abrió un cajón y encontró que estaba lleno de clavos “miguelito” que mi abuelo, el Nonno, guardaba para sabotear vehículos fascistas. Obviamente su sola tenencia implicaba estar mezclado en actividades terroristas, y significaban la pena de muerte. Papá quedó fascinado con esos clavos con forma de medio signo de infinito, que siempre caen parados, con sus amenazantes puntas para arriba. E hizo el experimento de arrojar algunos por la ventana. Pasó una patrulla que vio caer los clavos, aunque aparentemente no advirtió de dónde caían. La patrulla buscó la puerta del edificio de inmediato, pero el paso les fue cortado por el portero. Los soldados querían subir, en el edificio había cuatro departamentos repartidos en dos pisos, el portero no los dejó, alegó que en su edificio vivía gente respetable. Invocó nombres, amistades, influencias y “credenciales” que hacían de él un buen fascista. Milagrosamente, los soldados se acobardaron y se fueron para no volver. Pero mi padre-niño no se salvó de una gran paliza provocada por la crisis de nervios de mi abuelo que cientos de veces había insistido a mi díscolo padre que no tocara aquellos cajones. Grave error tentar a ese geniecillo curioso que más tarde habría de saciar infinitas curiosidades. En cuanto a mi abuelo, el portero le salvó la vida porque a pesar de saber o sospechar lo que hacía, simplemente lo quería, el nonno era demasiado bueno para entregarlo. No sería extraño que el portero hiciera lo que hacía por miedo. No sería raro que admirara el coraje de aquél albañil simple y con convicciones.
Otra vez mi papá estaba jugando en la vereda de su casa, y una formación de soldados y Jeeps alemanes pasó por la calle. Papá suponía que por ser rubio le habrá hecho recordar al oficial a cargo a su hijo. Lo cierto es que mandó a detener la formación e hizo subir a mi papá al Jeep. Los vecinos que vieron la escena vieron un secuestro, una reprimenda cruel o un chantaje hacia mi abuelo. Mi papá lo vivió de manera diferente: el oficial alemán lo llevó de paseo por Roma, le puso su gorra impecable, lo hizo vivir la fantasía de ser un pequeño rey por un rato. Y para colmo remató la aventura convidándole ¡un enorme helado! Papá jamás había probado uno, el alimento alcanzaba para darle de comer un huevo crudo por comida, ya que la albúmina contenía las proteínas necesarias para la subsistencia. Aún en sus últimos años, conservó la costumbre de almorzar huevos apenas pasados por agua y de “merendar” después de su siesta ritual, un huevo crudo, absorbido directamente de un pequeño agujero que le practicaba a la cáscara. El paseo de papá termino con saludos cordiales en alemán, cuando el oficial lo dejó nuevamente en la puerta de su casa. Mis abuelos estaban desesperados, convencidos de que vivirían la tragedia más espantosa de sus vidas. Mi papá nunca pudo olvidar la emoción única y feliz que le produjo aquel paseo.
Y después llegaron los americanos, tras la caída de Mussolini, y mi abuelo otra vez lejos, y mi abuela abandonada, prostituyéndose por hambre. Papá empezó a entender lo que pasaba, tuvo que crecer de golpe, aunque se refugiaba en su fantasía, representaba obritas improvisadas de teatro en una ventana, para sus vecinos. Mi tía Bruna, la hermana de Ada, mi abuela, lo llevaba a la ópera, que quedaba a unas pocas cuadras de su casa. Y entonces Papá encontró su refugio más seguro: el arte. Después terminó la guerra, se quedó el hambre. Mi abuelo supo lo de mi abuela, le costó entender. A veces rompía en ira ante papá, se distanciaban, se buscaban nuevamente y volvían a empezar.
Un día mi abuelo cobró un sueldo, e invitó a papá y a la Nonna a vivir un lujo inolvidable: ir a comer una pizza. Todo era exquisito y feliz, hasta que surgieron los viejos rencores de la pareja. Comenzó la discusión y se cruzaron los reproches. De pronto Ada se quebró, y arrebatada por la deseperación salió corriendo a la calle amenazando con matarse. El Nonno y papá salieron corriendo detrás. Al llegar a la vereda, Ada se arrojó al paso de un auto. El vehículo llegó a frenar a centímetros de su cabeza, ante la vista azorada de su esposo y su hijo.
Todo parece indicar que tras aquello mi abuela abandonó a mi abuelo para probar suerte en Argentina junto a su hermana Bruna. La distancia operó la reconciliación y la añoranza. Mi abuela, que era modista de alta costura, estaba trabajando bien en el otro lado del mundo, y empezó a ahorrar para enviar los dos pasajes que hacían falta para reunir a la familia. Pero no alcanzó, sólo llegó a poder comprar uno. Lógicamente, mi abuelo iba a enviar a papá, de 12 años, solo. Incapaz de decirle la verdad, le hizo creer que irían juntos, le habló de aquél lejano y maravilloso país, del reencuentro con la madre, del futuro en común. Papá soñó con aquél día, y cuando al fin llegó, se encaminó al puerto de la mano del nonno Emilio, quien subió al barco junto a él, lo entregó a un oficial que debía hacerse cargo de cuidarlo pero que desapareció ni bien el barco zarpó, y salió repentinamente corriendo cuando se avisó que descendieran los visitantes. Papá vio su pañuelo blanco agitarse desde el muelle llorando y pidiendo perdón. De todo lo horrible que vivió en su vida, papá recordaría especialmente ese viaje como su peor pesadilla, como el punto más bajo del abandono y de la debilidad humana: los chicos mayores que él lo golpeaban y le robaban la comida, debió arreglarse como pudo, engañado y abandonado viajando hacia un país que ni siquiera sabía dónde quedaba ni cómo sería. Poco tiempo después, Emilio se sumó a la familia, pero la relación con papá nunca iba a ser buena. En cambio para mi abuela, papá siempre fue su tesoro y orgullo más preciados. Pero papá sentía vergüenza de ella, y la traducía en frases humorísticas tremendas y punzantes que mi abuela no terminaba de entender porque papá las solía decir en castellano. O quizás, Ada no quería entender, o si lo hacía, nada iba a cambiar su amor incondicional: papá siempre fue su vida, ya que a la suya parecía haber renunciado cuando vio cómo se llevaban botellas de vidrio de un litro con su sangre, de allí en más, salvar su vida había sido salvar la vida de papá ¿Quién iba a negarle, tantos años después, que todo ese sacrificio providencial había sido por su misión divina de ver triunfar a su hijo? Y no sólo pudo verlo, sino que además eso le dio sentido a la otra mitad de su vida, plagada de privaciones, de tristeza y desengaños, con la constante evocación de aquellos años infelices de los que siempre hablaba, mientras Emilio se obstinaba en callar.
En cuanto a papá, la familia se instaló en Ramos Mejía, adonde se hizo amigo de un chico del barrio un singular muchacho brillante, activo, intelectual y divertido que se llamaba Roberto. Gianni era irresistible con las mujeres, su simpatía y dotes de seducción las hacían sucumbir de una forma admirable. Roberto apreciaba este don, aunque no tanto cuando se trató de cruzarlo eventualmente con su propia hermana, Alicia. De nada valieron las advertencias del hermano menor a la hermana mayor, el tanito de la barra flechó el corazón indefenso de la hermosa muchacha, esa joya escondida por Roberto, que sabía bien de quiénes la preservaba. Y claro, esa joya es mi mamá, pero que yo llegue a contar esta historia fue complicado, y en todo caso, será otro capítulo.
Mientras tanto, vuelvo a su recuerdo, una y otra vez, lo veo siempre contando esto mismo, como si hubiésemos ido a cenar anoche. Y en un rincón del alma, pienso que es así. Aún comparto con él las cosas más bellas de mi vida, la pasión por el arte, el gusto por los buenos vinos y los manjares, la alegría de vivir intensamente. Releo los libros que heredé de él, mis ojos recorren las mismas páginas que a él le dieran tanto placer. Recuerdo sus emociones profundas, su voz grave y modulada al contar esta historia, sus manos dando vueltas como golondrinas al hablar, igual a como lo hacen las mías. Para mí, papá sigue siendo aquél héroe de la infancia, el que me montaba en sus hombros y me hablaba de la vida, el teatro, la literatura. Ese a quien yo escuchaba como se escucha a un sabio, a un héroe, una leyenda. Para mí, papá sigue siendo un triunfador eterno, un gigante que se sobrepuso a la tragedia de su infancia. Nuestro Occidente suele reescribir las historias de adelante para atrás, y a veces las personas parecen reducir su vida a su forma de morir. Desde ya, esto constituye una muestra de nuestro mal gusto, y se manifiesta especialmente en el caso de los suicidas. Papá lo fue, desde ya, pero la gente suele ser todo lo que hizo además de morirse. Y papá fue muchas cosas maravillosas e increíbles, además de ser un suicida. Su muerte sólo fue el revés artero de la historia trágica que él había superado sin saberlo, casi como si esa bala se hubiera disparado 60 años antes para estallar inesperadamente aquel nefasto día negro de 1998. En cuanto a mí, rescato la historia para entender y hacer entender el absurdo de toda muerte, para después recurrir a la negación y al recuerdo que todo lo arregla y embellece. Así es que papá entra en mis sueños y me cuenta chistes obscenos, me comenta al oído sobre mujeres bellas que veo por la calle, me recita poemas y me explica óperas mientras leo o escucho, y ahora entra por esa puerta, se sienta a mi lado, se emociona a su manera, relee, y me critica, corrigiendo algunos párrafos.

Gracias papá, gracias maestro. Gracias Goliardo mayor.



ALEJANDRO


PD: No seas tan duro en tus críticas, lo mío es puro cariño.

domingo, 20 de abril de 2008

Interrupciones



La primera escena comenzaría con un plano desde una cámara al ras del piso. Un living-comedor de piso de madera, que parece amplio por la desproporción del ángulo del cuadro. Sentado sobre el parquet un niño jugando con muñecos y un camión, muy enfrascado en una historia que va entretejiendo a cada instante en su imaginación. La sed de vivenciar lo inesperado, de ir escribiendo a cada rato lo que ocurre en su ensoñación, se traduce con sonidos estruendosos que dispara su boca, chasquidos de lengua y dientes, explosiones de moflete. Entran al fondo del cuadro las piernas de su madre, y se entreabre la puerta de atrás, que es la principal de la casa o departamento. Los sonidos del niño continúan, pero de fondo se escucha un diálogo de saludos cordiales. La voz lejana de la madre corta la animada fantasía infantil.

– ¡Chachi, vení a saludar a la tía Maruja!
El niño, apenas disimulando el fastidio, se aleja de la cámara corriendo hacia la puerta del fondo del cuadro, mientras la madre agrega:
– Después levantás todos los juguetes y terminás la tarea ¿Preparaste lo de la escuela para mañana...?

Corte a: un bosque, de día un lejano cantar de aves exóticas, sobre un murmullo de aguas cercanas. El sol se filtra en hilos dorados entre el follaje espeso. La cámara sigue a un joven, parecido al niño anterior, como si hubiera crecido. Viene con un largavistas, distraído, observando a las aves. Vemos a una serie de aves en subjetiva, hasta que algo llama su atención atrás, en la laguna sobre la que cae la cascada. Trata de enfocar y ve un cuerpo humano luchando contra el agua, ve a alguien ahogándose. Sin pensarlo corre, corre y en un instante infinito y confuso, llega hasta la orilla del lago. Ve a una joven hermosa, bañando completamente desnuda, quien no parece alterarse por su abrupta llegada. El se sonroja y asoma una disculpa tímida. “perdón, dice, me asusté, pensé que estabas en problemas”. Ella sonríe con infinita bondad y le dice “disculpame si te asusté, es que el agua está tan fresca…”, y se sumerge mostrando sus plantas de sirena, para emerger al rato asomando su cuerpo hasta la cintura, plateando con el reflejo del agua sus pechos de fruta madura, pegando a su frente y su espalda sus cabellos mojado como dulces serpientes dormidas. El deja los largavistas a un costado, se sienta para sacarse los borceguíes, y en unos pocos manotazos se desnuda casi por completo. Ella lo espera, es se mete y nada, el agua está apenas un poco más fresca que la temperatura de su cuerpo, y tiene la densidad de las sábanas recién lavadas y perfumadas. Se desliza hasta alcanzarla, la siente tibia y suave en el abrazo. La boca de ella respira junto a la suya, y el sonido turbio del despertador lo sacude. Se despierta para ir al colegio mordiendo y golpeando la almohada por un sueño que muy pronto olvidará.

Corte a: plano aéreo de un estadio de fútbol repleto. Al acercarse a la tribuna, la cámara encuentra al joven, quien ahora aparenta unos treinta años, es decir, no está surcado por arrugas más que en la frente, que ha crecido un tanto a causa del implacable avance de la alopecia. El hombre grita entusiasta, se lo ve inspirado, disfrutando del espectáculo. De pronto algo parece llamar la atención a sus espaldas. La cámara muestra disturbio en la parte más alta del estadio. Se ve al árbitro señalar la suspensión. Luego de un instante vemos al hombre regresando por una calle, tirando en un tacho de basura la corneta que había llevado a la cancha.
Mientras el hombre se aleja caminando por calles desiertas, una leyenda sobreimprime la imagen:

“¿Te parece una historia demasiado simple? Con esta misma idea Orson Wells hizo la mejor película de todos los tiempos.”

Y en letras más grandes, la leyenda final:

“Las interrupciones frustran historias, pero generan otras. Tu vida es lo que pasa en el medio.”

Y agrego ¿A quién puedo venderle este guión?