lunes, 24 de noviembre de 2008

La Ilíada: una experiencia de lectura (Primera Parte)

[Comentario literario en cuatro partes]


Génesis de una lectura personal

Confieso, no sin cierta vergüenza, que recién leí La Ilíada a los 28 años. Fue durante unas vacaciones de invierno en Santiago de Chile. La leí con ansiedad y placer, después de comprar una edición usada, la de Verón editor, en un librería del hermoso barrio de Bella Vista.
Si bien antes había leído otras obras importantes, recién entonces pude comprender la contundencia del remanido rótulo de "grandes obras de la literatura universal". Y La Ilíada no sólo es una de las obras más antiguas que integra este grupo selecto (sabemos que en la Antigua Grecia, en el siglo de Pericles, La Ilíada ya era un clásico leído en las escuelas), sino que demuestra en cada página por qué es universal y de alguna manera eterna. No intento, desde ya, hacer un estudio en profundidad de la obra, materia para eruditos que escapa a mis posibilidades, ni tampoco dar una clase escolar, sino que sólo pretendo, de alguna manera, recuperar algunos sentimientos personales de lector común y corriente que son producidos por la obra. Y a la vez, también, terminaré exponiendo una experiencia de lectura personal.

Podemos comenzar, entonces, por señalar que en esa primera lectura fascinada de la obra, a lo largo de ese viaje por Chile, fue naciendo un viaje a Grecia, motivado por la obra de Homero y por la lectura de Los mitos griegos, de Robert Graves, una obra inolvidable, que dicen que formaba parte de las favoritas de Borges, y que es en parte, una buena forma de conocer el contexto monumental de la obra homérica, ese capítulo de la interminable trama mítica conocido como "El ciclo troyano", del cual La Ilíada es sólo un episodio. En esa primera experiencia me atraparon varias cosas, que trataré de ordenar. En primer lugar, llama la atención la peculiar concepción religiosa de los griegos, que no ven en sus dioses un ejemplo de virtudes, sino, por el contrario, un conjunto de vicios, caprichos y arbitrariedades. Los dioses son parte fundamental de la historia, la producen, juegan con los mortales como jugaría un niño hoy con un videojuego. No obran de acuerdo a altos principios, sino movidos por las más mezquinas pasiones personales. Desde el comienzo, observamos asombrados como Hera y Atenea desean la destrucción despiadada de Troya por despecho del concurso de belleza que Paris, el príncipe troyano, les hizo perder, para favorecer a Afrodita, quien lo había sobornado con el amor de la esposa de Menelao, la hermosa Helena, la más bella de todas (recientemente propuse en clase a Scarlett Johansonn para una versión actual, aunque después de haber visto en cine la lamentable Troya, mejor que no la hagan). Ese no es el tema central de la obra, ya que la historia transcurre en el noveno año de la guerra, pero la cuestión de los dioses está barajada de antemano. Cuando empieza la obra el dios Apolo castiga a los aqueos (griegos) porque el cabrón de Agamenón, comandante en jefe de la fuerza aquea y cuñado de la veleta Helena, ha ofendido y humillado a uno de los sacerdotes del dios, negándose a devolverle a su hija secuestrada y diciéndole que se haría vieja en su palacio, como una sirvienta y ramera ocasional. El sacerdote pide justicia, y el dios concede con gusto, su ego ha sido herido por un mortal soberbio, y esa actitud sólo le está reservada a los dioses. De aquí en más, se desatará una verdadera batalla de egos: los de los héroes y los de los dioses. Lo significativo es que ninguno quedará bien parado y todos desnudarán sus miserias. Apolo se vengará sembrando muerte en el campamento aqueo, Aquiles se atreverá a interpelar a Agamenón en asamblea pública, diciéndole que devuleva a la joven, y Agamenón responderá despojando a Aquiles de una esclava suya que había sido parte de su botín. No hay sentimientos, hay posesiones, hay egolatría y divismo, hay miseria moral. La respuesta de Aquiles se da a la altura de las circunstancias: se retira de la batalla pidiéndole a su madre-diosa que le ruegue al mismísimo Zeus que desfavorezca a sus amigos aqueos. Sin ir más lejos, hoy en día una hinchada de fútbol actual crucificaría a un ídolo por mucho menos. Pero en aquellos tiempos arcaicos, las batallas no se dirimían corriendo y pateando un esférico balón. Los dioses jugaban de otros modos más complicados. Y la pelota eran los mortales.

Continuará...
[Comentario literario en cuatro partes]
Génesis de una lectura personal
Confieso, no sin cierta vergüenza, que recién leí La Ilíada a los 28 años. Fue durante unas vacaciones de invierno en Santiago de Chile. La leí con ansiedad y placer, después de comprar una edición usada, la de Verón editor, en un librería del hermoso barrio de Bella Vista.
Si bien antes había leído otras obras importantes, recién entonces pude comprender la contundencia del remanido rótulo de "grandes obras de la literatura universal". Y La Ilíada no sólo es una de las obras más antiguas que integra este grupo selecto (sabemos que en la Antigua Grecia, en el siglo de Pericles, La Ilíada ya era un clásico leído en las escuelas), sino que demuestra en cada página por qué es universal y de alguna manera eterna. No intento, desde ya, hacer un estudio en profundidad de la obra, materia para eruditos que escapa a mis posibilidades, ni tampoco dar una clase escolar, sino que sólo pretendo, de alguna manera, recuperar algunos sentimientos personales de lector común y corriente que son producidos por la obra. Y a la vez, también, terminaré exponiendo una experiencia de lectura personal.
Podemos comenzar, entonces, por señalar que en esa primera lectura fascinada de la obra, a lo largo de ese viaje por Chile, fue naciendo un viaje a Grecia, motivado por la obra de Homero y por la lectura de Los mitos griegos, de Robert Graves, una obra inolvidable, que dicen que formaba parte de las favoritas de Borges, y que es en parte, una buena forma de conocer el contexto monumental de la obra homérica, ese capítulo de la interminable trama mítica conocido como "El ciclo troyano", del cual La Ilíada es sólo un episodio. En esa primera experiencia me atraparon varias cosas, que trataré de ordenar. En primer lugar, llama la atención la peculiar concepción religiosa de los griegos, que no ven en sus dioses un ejemplo de virtudes, sino, por el contrario, un conjunto de vicios, caprichos y arbitrariedades. Los dioses son parte fundamental de la historia, la producen, juegan con los mortales como jugaría un niño hoy con un videojuego. No obran de acuerdo a altos principios, sino movidos por las más mezquinas pasiones personales. Desde el comienzo, observamos asombrados como Hera y Atenea desean la destrucción despiadada de Troya por despecho del concurso de belleza que Paris, el príncipe troyano, les hizo perder, para favorecer a Afrodita, quien lo había sobornado con el amor de la esposa de Menelao, la hermosa Helena, la más bella de todas (recientemente propuse en clase a Scarlett Johansonn para una versión actual, aunque después de haber visto en cine la lamentable Troya, mejor que no la hagan). Ese no es el tema central de la obra, ya que la historia transcurre en el noveno año de la guerra, pero la cuestión de los dioses está barajada de antemano. Cuando empieza la obra el dios Apolo castiga a los aqueos (griegos) porque el cabrón de Agamenón, comandante en jefe de la fuerza aquea y cuñado de la veleta Helena, ha ofendido y humillado a uno de los sacerdotes del dios, negándose a devolverle a su hija secuestrada y diciéndole que se haría vieja en su palacio, como una sirvienta y ramera ocasional. El sacerdote pide justicia, y el dios concede con gusto, su ego ha sido herido por un mortal soberbio, y esa actitud sólo le está reservada a los dioses. De aquí en más, se desatará una verdadera batalla de egos: los de los héroes y los de los dioses. Lo significativo es que ninguno quedará bien parado y todos desnudarán sus miserias. Apolo se vengará sembrando muerte en el campamento aqueo, Aquiles se atreverá a interpelar a Agamenón en asamblea pública, diciéndole que devuleva a la joven, y Agamenón responderá despojando a Aquiles de una esclava suya que había sido parte de su botín. No hay sentimientos, hay posesiones, hay egolatría y divismo, hay miseria moral. La respuesta de Aquiles se da a la altura de las circunstancias: se retira de la batalla pidiéndole a su madre-diosa que le ruegue al mismísimo Zeus que desfavorezca a sus amigos aqueos. Sin ir más lejos, hoy en día una hinchada de fútbol actual crucificaría a un ídolo por mucho menos. Pero en aquellos tiempos arcaicos, las batallas no se dirimían corriendo y pateando un esférico balón. Los dioses jugaban de otros modos más complicados. Y la pelota eran los mortales.
Continuará...