martes, 29 de septiembre de 2009

Reflejos

Este post está dedicado a Bel M, entre tantas cosas, por que tiene su inconfundible estilo. Y de paso, le da la bienvenida a Santi, por los plagios, las sincronías y el video de Las meninas que nos hipnotizó a los dos en estos últimos días.
Diego Velázquez, Las meninas (1656) Museo del Prado
Una primera ojeada al cuadro nos ha hecho saber de qué está hecho este espectáculo a la vista. Son los soberanos. Se les adivina ya en la mirada respetuosa de la asistencia, en el asombro de la niña y los enanos. Se les reconoce, en el extremo del cuadro, en las dos pequeñas siluetas que el espejo refleja. En medio de todos estos rostros atentos, de todos estos cuerpos engalanados, son la más pálida, la más irreal, la más comprometida de todas las imágenes: un movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse. De todos estos personajes representados, son también los más descuidados, porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en la medida en que son visibles, son la forma más frágil y más alejada de toda realidad. A la inversa, en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve, es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha, se traza una curva (o, mejor dicho, se abre la rama inferior de la X) para ordenar a su vista toda la disposición del cuadro y hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al que están sometidos en última instancia la mirada de la niña y la imagen del espejo.
Pablo Picasso, Las meninas (1957) Museo Picasso de Barcelona
Este centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano ya que está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero, sobre todo, lo es por la triple función que ocupa en relación con el cuadro. En él vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo en el momento en que se la pinta, la del espectador que contempla la escena y la del pintor en el momento en que compone su cuadro (no el representado, sino el que está delante de nosotros y del cual hablamos). Estas tres funciones "de vista" se confunden en un punto exterior al cuadro: es decir, ideal en relación con lo representado, pero perfectamente real ya que a partir de él se hace posible la representación. En esta realidad misma, no puede ser en modo alguno invisible. Y, sin embargo, esta realidad es proyectada al interior del cuadro —proyectada y difractada en tres figuras que corresponden a las tres funciones de este punto ideal y real. Son: a la izquierda, el pintor con su paleta en la mano (autorretrato del autor del cuadro); a la derecha el visitante, con un pie en el escalón, dispuesto a entrar en la habitación; toma al revés toda la escena, pero ve de frente a la pareja real, que es el espectáculo mismo; por fin, en el centro, el reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmóviles, en la actitud de modelos pacientes. [...]

Salvador Dalí, Dalí de espaldas pintando a Gala de espaldas eternizada por seis córneas virtuales provisionalmente reflejadas en seis espejos verdaderos (1973) Teatro-museo Dalí de Figueres

Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquélla recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta —de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo —que es el mismo— ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación.

Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. traducción de Elsa Cecilia Frost. Buenos Aires, Siglo XXI, 1968.

Las meninas (museo virtual) 3 D http://http://www.youtube.com/watch?v=_B91T6bomh4

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La voz humana

Para continuar festejando los dos años de Goliardos en la ruta, en la medida de lo posible e inspiración mediante, me propongo obsequiar con entradas dedicadas a lectores que han alentado especialmente a este blog. Ésta primera entrada es para Carmen-Medialuna, simplemente porque merece cualquier gesto afectuoso por ser siempre maravillosa, pero además, porque este texto me evocó sus bellísimos relatos breves, a los que ella define muy bien como prosa poética.

Había caminado tantas cuadras porque estacionó más lejos como para postergar el momento, saborearlo un poco más y no precipitarse en la decisión final. No podía dejar de pensar en todos los inconvenientes que le había generado esa decisión, y que no dejaban de parecerle sobredimensionados, ya que él estaba absolutamente seguro de lo que estaba haciendo, del paso que estaba por dar, y del rumbo que tomaría su vida desde ese momento. Hacía por lo menos dos semanas que ni se tocaba con su esposa, ella se limitaba a darse vuelta cada noche para llorar en silencio, herida en el alma como un gorrión alcanzado por la piedra infantil de una honda mortífera. Ya ni se hablaba del tema, el silencio del resentimiento inundaba los almuerzos y las cenas. 30 años de matrimonio parecían irse cuesta abajo por un capricho, pero él estaba seguro de hacer lo indicado. Ahora, con los hijos casados, ahora que podían disfrutar de la vida a los 50, él se desviaba por su propio camino, aparentemente ciego de los proyectos en común con ella. “Habíamos decidido ahorrar para cambiar el auto”, había reclamado hasta el hartazgo ella, “no, nos fuimos de vacaciones los dos últimos veranos, y ahora vos venís a gastarte los ahorros en algo que es para vos solo y que es claramente una pasión pasajera”. Incluso ella le recordó que se había privado de aquel hermoso vestido de seda que se había querido comprar para el casamiento de la sobrina, y que ni se quejó de privarse del único gusto que se daba durante el año. Él apenas la calmó diciéndole que los próximos ahorros se los gastara en lo que ella quisiera sólo para ella, que nada más era cuestión de conformarse con lo que tenían por un tiempo extra, pero mientras tanto él necesitaba hacer eso porque estaba seguro de que le iba a cambiar la vida para bien, aunque desde ya significara un gran gasto y ninguna ganancia, más que la espiritual. Y entonces ella cerró la cuestión en que el problema no era el gasto, sino que se obstinara en un capricho egoísta que la ignoraba a ella por completo. “Me importa no importarte”, había sentenciado como decapitándolo.
Y entonces llegó a la puerta del lugar y entró.
Miró, probó, eligió uno usado en buen estado como para él, lo pagó, se lo llevó. Llegó a su casa lo sacó, lo tomó en sus brazos como bailando en el aire, se sentó ágilmente en una silla como aterrizando, separó sus piernas, lo acarició suavemente con el arco, y escuchó triunfal y extasiado el sonido de la voz humana. Lo abrazó, lo apretó contra su pecho y respiró profundo, y no fue una pasión pasajera, le dedicó cada uno de sus minutos libres, al precio de ya no dormir con su mujer, quien después de todo terminó aceptando que el cello se había convertido en su terapia, y que era mucho más sano que cualquier otro vicio.
Es cierto que nunca llegó a tocar de un modo aceptable, sino más bien todo lo contrario, pero él se conformaba con acompañar piezas que le gustaba escuchar y que trataba de aprender y ejecutar sobre la grabación, tratando de seguir la partitura seriamente, lo que en general empeoraba la cuestión. Tomó clases, y fue un estudiante dedicado (aún lo es), y aunque nunca será concertista, sus vecinos deberían saber comprender y tener algo más de sensibilidad antes que juntar firmas para denunciarlo. Quizás harían mejor gastando sus ahorros en comprarse violas y violines para tratar de hacerle el necesario contrapunto todos los días, de ocho a diez y media de la noche, a la hora del noticiero y del show de los imbéciles, una y otra vez la misma pieza, hasta que suene como nos guste.
Ilustración: Los músicos, de Raúl Soldi

viernes, 18 de septiembre de 2009

Nacer o no haber nacido

Un día cualquiera de hace ya demasiados años, a la última hora de una jornada cualquiera de trabajo, rutinaria, aburrida y estresante como tantas otras jornadas de trabajo de oficina, una compañera se me acercó a despedirse hasta el día siguiente, como todos los días. Pero esa vez no me dijo lo de todos los días, sino otra cosa que ahora intentaré reconstruir. Dijo: "Yo tengo por costumbre elegir una película para cada persona...", y demás está decir que me intrigó para dónde iría el discurso. Continuó: "Suelen ser películas que a mí me gustan, y que las asocio con esa persona por algo en particular". Me siguió intrigando, sin saber si hablaba en serio o saldría con alguna broma. Javiera, la compañera en cuestión, no era muy demostrativa, y por el contrario, a veces podía ser muy ácida atacando con la más mortífera de las armas: una inteligencia filosa como el borde de una hoja de papel. El gusto cinematográfico (y artístico en general) de Javiera siempre fue particular y exquisito, desde el viejo cine de historias bien contadas, hasta el cine independiente de pequeñas historias y poco diálogo. Por alguna razón, si bien yo respetaba mucho su criterio, nuestro gusto siempre se desencontraba, fundamentalmente cuando yo, torpemente, intentaba iniciar un diálogo sobre alguna película que a mí me había parecido grandiosa: Javiera la había visto y le había parecido un bazofia. Y para colmo esgrimía argumentos sólidos que me replegaban en un modesto y simple, "bueno, pero a mí me encantó igual". Por consiguiente que me planteara una cuestión alrededor de alguna película, casi podría decirse que me ponía en guardia como pretendido cinéfilo que soy. "Por supuesto que tengo una película para vos, y la dan esta noche por televisión, tenés que mirarla."
Caramba, ¿qué película me habría elegido?¿Cómo me vería mi ácida compañera? Ensayé alguna tonta humorada y pregunté si era la historia de un pobre hombre esclavizado en una oficina, sin horario de salida. "Se llama Qué bello es vivir", prosiguió, " no te olvides de verla, esta noche a las..." Y me dejó clavada la intriga, hasta el momento indicado, sin entender qué estaba haciendo yo a esa hora frente al televisor, buscándome en una película que alguien había decidido que tenía que ver con mi persona.
La película está acá abajo, por eso voy a ahorrarme contarla. Simplemente diré que quien no la haya visto, tendrá que hacerlo (no vean lo de abajo, ¡es el final!), porque es mi película, porque Javiera tenía razón. Es decir, no sé si seré tan bueno como su protagonista (francamente no lo creo), pero sí me pasaba y me pasa lo mismo que a él: quizás muchas veces no me doy cuenta de que en realidad todos influimos en la vida de otras personas, y hasta incluso lo hacemos para bien, pero somos incapaces de verlo, y en lo que a mí respecta, muchas veces se me ocurre pensar que el mundo no sería distinto, no sería peor de lo que es, si yo no hubiera nacido. Y sencillamente, a veces es maravilloso sentir que no es así. Esa noche lloré, como vuelvo a llorar cada vez que veo esta secuencia, porque Javiera se ganó mi corazón desde aquel día, y aunque andamos bastante desencontrados por la languidez del tiempo que nos lleva y nos trae, yo sé que a veces pasa por acá aunque no deja huella, y sueño con que esta vez lo haga, para que sepa, por si no se lo dije nunca antes, que "elegirme" esta película fue el regalo más bello que me hicieron, más allá de la hermosa película en sí, por el hecho de sentir que otra persona pudiera identificarla conmigo.
Hoy quiero regalarles esta película a todos ustedes, los lectores habituales y amigos a la distancia, los amigos de toda la vida, los alumnos y ex alumnos, los familiares, los hermanos, los goliardos que imaginé así, en plural, cuando comenzó este experimento sin rumbo, porque nuestra ruta es la de los descubrimientos. Hoy Goliardos en la ruta cumple dos años, porque un 18 de septiembre de 2007 salí a caminar por un sendero incierto y vacío, y ustedes lo habitaron y le dieron sentido a ese plural del nombre. Y hoy me hace feliz que estén los que están, compartiendo con generosidad y calidez cada uno de los torpes bosquejos que intenta esta mano vacilante.
Hoy me toca a mí hacerles este regalo, porque así como aquella vez Javiera me hizo sentir George Bailey, todos ustedes durante estos dos años han dado vida a esta casa con su magia milagrosa, esa que muestra esta escena inolvidable.
¡Qué bello es haber nacido!
Brindo junto a ustedes, entonces, mientras suena una campana y un ángel se ganó sus alas.