miércoles, 26 de agosto de 2009

Grito pelado

No es ningún secreto para mí, que tengo un odio visceral contra el paso del tiempo. Es cierto que depende de uno hacer de esa cuestión algo productivo, pero mientras a veces a nuestro tiempo lo invertimos en sobrevivir a duras penas (léase trabajar como un esclavo) y en disfrutar el tiempo restante todo lo que se pueda, el tiempo sigue pasando para el resto del universo, y mata gente, y escupe guerras lejanas y angustias cercanas, y a la larga se nos hace inevitable ir sintiendo este transcurrir como pura pérdida. En relación con esta visión negativa, una de las facetas fútiles de este devenir temporal es su manifestación física, los signos corporales del paso del tiempo. Concretamente, me estoy refiriendo a la gráfica escena de mirarnos en el espejo y encontrarnos con los signos del paso de los años en nuestro rostro. En este caso, mi relación con el tema es más contradictoria, o más bien variable de acuerdo a cada signo en particular. Me explico: algunos signos no me preocupan en lo más mínimo o muy poco, como ciertas arrugas faciales; hasta podría establecer una “tabla de cotizaciones”. Por ejemplo, las arrugas de la frente cotizan tan poco en mi preocupación o rechazo, que hasta diría que pueden llegar a ser motivo de orgullo al ser signo de otra cosa, algo que se podría expresar en la desmañada frase “frente arrugada, frente pensada”. Algo similar me ocurre con las célebres “patas de gallo”, signo inequívoco de la risa. Un caso muy diferente, en cambio, es el de la detestable papada, especialmente cuando ésta no es producto del sobrepeso, y más bien es un desplazamiento cutáneo que comienza a desprenderse de la mandíbula. En otras palabras un asco que no parece asociarse con nada bueno o digno de orgullo. Retornando al terreno de lo inocuo, mi relación es excelente con las canas, aunque no hay apuro por que se hagan dueñas de todo el terreno craneal. Las canas de las sienes, también conocidas como “las nieves del tiempo”, me resultan interesantes, además de leperianas, y me levo bien con las de la barba en el mentón, que me empeño en no rasurar, y hasta a veces dejar crecer bastante. Es claro que confieren una cierta dignidad de héroe o de poeta. Pero en el otro extremo, la calvicie es sin dudas algo insoportable e inaceptable, casi diría que oprobioso. De nada sirve haberse preparado toda la vida mirando a los calvos de la familia, uno siempre termina teniendo la esperanza de zafar, y se cuida, cambia el shampoo cada tanto, se hace masajes, busca cepillos especiales, recurre a medicamentos y hasta es capaz de ¡hacer dietas! Pero la calvicie resulta ser el más despiadado e implacable signo del tiempo. Y lo peor en mi caso, no es la calvicie que nace en la frente, ya que tampoco me molestan las famosas “entradas”, lo mío siempre vino por la coronilla, ya que padezco de la no menos célebre “calva de monje o de novicio”. Esta ruin forma de la calvicie es artera, ya que al mirarnos en el espejo por las mañanas, nos vemos la frente coronada de un flequillo al que a veces hasta nos cuesta acomodar. Si bien es cierto que en ocasiones se siente más intensamente el frío en aquellas alturas, al pasarnos la mano sobre la cabeza, sentimos la presencia de una pelusa que nos hace creer que es pelo que cubre el cuero cabelludo (no advertimos, sin embargo, que también tocamos piel). Entonces, el peor enemigo es la siniestra combinación de espejos enfrentados, que nos permite vernos reflejados desde atrás. Esta escena es mucho más pavorosa si le sumamos un reflector desde el techo que ilumine justo la indigna aureola de piel desnuda. Varias veces, en ascensores casi vacíos, estuve tentado de gritar de horror ante mi horrible visión de mí mismo: es espantoso, de pronto, darse cuenta que uno no se reconoce a uno mismo, en esa miserable desnudez. La fotografía suele actuar también como aliada de esta ignominia, aunque también hay que decir que los buenos amigos nos retratan preferentemente de frente, con la cabeza algo echada hacia atrás, mentón en alto, con aire de emperador. Y también es cierto que otra gente, quizás por simple impericia, captura nuestra imagen con la cabeza gacha, y nos clava un puñal, en este caso, en la calva. Hace algunos días, una alumna (que es muy buena chica y sé que lo hizo con la intención de llevarse un recuerdo de su último año en la escuela) me tomó una fotografía por sorpresa en el aula, justo cuando estaba por sentarme, con la cabeza baja, apuntando mi majestuosa boina de piel hacia la diminuta pero feroz lente de la cámara digital. El colmo del mal gusto se completó con la publicación en Facebook de esa foto, entre otras imágenes de un simple día de clases, de profesores y compañeros. Desde entonces, creo que no volví a pasar por allí. En cuanto a los demás signos corporales, digamos, del cuello en menos, el crecimiento de las mamas o mastitis me da un poco de risa a mí, que siempre fui delgado, pero me confiere un plus de la caja torácica que siempre eché de menos en mis años mozos de alfeñique. En cuanto a la barriga, es una compañera de mil batallas y banquetes, aunque es bastante modesta, y aún me dicen que soy flaco, excepto mi hijo, que es escuálido y cree acicatearme acusándome de obeso (es claro que el pobre atraviesa la plenitud de sus años mozos de alfeñique que heredó de mí). Lo demás, es silencio. Las manos, en cambio, se llevan todo mi aprecio por su lozanía de hombre que lava los platos muy pero muy de vez en cuando, y que no las usa como herramientas de trabajo más que en este momento, o al corregir. Mis jóvenes aunque adultas manos aún lucen las uñas desparejas carcomidas por la ansiedad, pero así eran desde mi infancia. Y son lo que más miro de mí mismo durante el día. Será por eso que a veces me creo niño, mirando mis adultas manos. Será por eso que, cada tanto, especialmente cuando estoy cansado, me tiro a dormir una siesta, mientras dejo que mis brazos, guiados por mis manos, se vayan a pasear un rato, y entonces abren la puerta, salen a la calle, y se trepan un buen rato al árbol seco que tengo en mi vereda. No hay problema, cuando se aburren vuelven, se prenden a mi cuerpo, me despiertan, me llevan hasta el teclado, y se ponen a escribir tonterías como esta.