viernes, 13 de noviembre de 2009

Acuarela



Llueve sobre la ciudad. Empapado en Agüero y Corrientes, Federico se levanta las solapas del saco inútilmente, y contempla corrientes de agua en los cordones, y las botellas de plástico bailando atascadas en las bocas de tormenta, bajo el aguacero. “Esquina de la ironía”, piensa Federico sabiendo que Carla no vendrá, nunca más vendrá, y entonces le mandó para él ese mensaje de diluvio, más elocuente que cualquier frase dicha o escrita. Es inútil llorar bajo la lluvia.


Diluvia en Buenos Aires. Diego, su sobrino, corre, doce cuadras más abajo, hacia el bajo. Corre por Corrientes, y el agua furiosa lo corre a él ¿Cómo le explica a su mamá que la lluvia lo sorprendió a la salida de los videojuegos, si se supone que estaba en lo de Claudio, haciendo la tarea? Es inútil mentir cuando estamos mojados.


En Thames y Gorriti cae un árbol que esperó cuarenta años para morir sobre la acera, abrazado a un auto, que esperó catorce años para salir aplastado en la tapa de los diarios. Y Miguel, tan insensible, pensando que el seguro no lo cubre, maldiciendo a la tormenta bajo la tormenta, con la desolada llave del auto siniestrado en la mano y la gente que pasa corriendo a su lado. Es inútil correr bajo el agua.


La lluvia golpea la ventana de Laura, cinco pisos más arriba, mientras abre el sobre que confirma su embarazo. Será mío, se repite, sólo mío, mientras ignora que un árbol agoniza en la calzada. No piensa decirle a Hernán, el que se fue hace días, cuando el sol de fuego pedía lluvias que le lavaran la cara, y ella se quedó abrazada a su espanto. Es inútil huir de las tormentas.


Llueve sobre la ciudad. En aquel bar, a pocas cuadras, escenario de antiguos y recientes encuentros clandestinos, Carla y Hernán festejan, refugiados, la gloria de no esconderse nunca más. No es inútil refugiarse en la borrasca, se dicen con la mirada, ignorando que celebran el comienzo de ese amor tan mal nacido.