martes, 18 de septiembre de 2007

Seré tus ojos

Un tío ciego, una sobrina de nueve años, la misma edad que él cuando se quedó ciego. Los une que a ella, a esa edad se le murió el padre, hermano del ciego, y la madre, en un accidente. Se cuidaron mutuamente, vivieron momentos de intensa felicidad, incluso después de que él perdiera parte de su movilidad, quedando en silla de ruedas. Ella creció junto a él, y con el tiempo lo fue cuidando cada vez más; sin quererlo, él se hizo más dependiente de la niña, que crecía demasiado rápido sin que él lo notara. No tarda en aparecer el instinto, ella no es ajena a los hombres, es más, son su cable a tierra, siempre a hurtadillas del tío. Pero será una excelente sobrina, hasta que un día aparezca un novio en la casa. No muy educado desde un primer momento, avanzando poco a poco; durmiendo con la sobrina en la casa, atormentando con gemidos y hasta a veces llantos, el sueño del pobre tío. El novio se va volviendo cada vez más desvergonzado, se pasea desnudo por la casa sabiendo que no es visto por el viejo, abusa de este en cuanta ocasión puede, le saca dinero, la chica intenta proteger al tío pero se hace evidente que no puede. Para colmo es un parásito, ella trabaja pero él siempre le saca dinero, ella nunca tiene nada encima, y el tío, que cobra alguna pensión algo exigua, le “presta” (sin esperanza de devolución) para que ella se las arregle. Pero lo cosa se va poniendo cada vez más densa, él es violento, también en la intimidad: la fuerza, la viola, la droga, se droga, pero sobre todo es alcohólico. Y después se desata, y más tarde se enternece. Le habla bajo, seductor, al oído: le promete una vida de reina, y hasta incluso al día siguiente se le aparece con algún regalo caro, mal habido. Y es que además, desde ya, anda en cosas feas. Alguna vez el tío tuvo que escuchar cómo el rufián del novio obligaba a su sobrina a acostarse con un tercero. Parece que obtuvo dinero del hecho. Y para colmo, ultrajando una casa por demás débil. Lo más inquietante es que el gusano, cuando se pone tierno, le empieza a decir al oído a la pobre sobrina que el viejo seguro vale más muerto que vivo: sabe que hay unos terrenos familiares por ahí, ella es la única heredera, los puede vender, los puede alquilar, el viejo es inútil, nunca les va a sacar provecho por su invalidez. Y el tío no escucha nada de esto. Y la niña empieza a pensar en lo que sufre su tío por su culpa, si no sería mejor que se fuera de este mundo sin sufrir ese infierno en la casa. Y el tío que se mueve oliendo y escuchando por el mundo que permite una silla de ruedas, que lee braile, que es educado y le dio una educación a su sobrina para que terminara así, y que al principio, en aquellos tiempos felices había dejado un recuerdo en su sobrina: de una vez que compraron un veneno para cucarachas o quizás hormigas, que era blanco, muy blanco aunque a él no le importó por razones claras, o más bien oscuras. Él hizo lo que a veces tiende a hacer un ciego, destapó el frasco y lo llevó a su nariz con aparente decisión. El vendedor, alarmado le tomó el brazo, advirtiendo sobre la alta toxicidad del producto. El tío le respondió que lo sabía, que el veneno tenía apenas un imperceptible olor a humedad. Lo había olido desde lejos, el vendedor había sido rápido y se excusó cortésmente por su posible grosería. El tío le dijo simplemente que un ciego debe aprender a poner en práctica esas alarmas para no morir envenenado por su propia mano. La chica sabe, entonces, que algún veneno que le proporcione una muerte dulce al viejo, sería notado por el olfato agudo del ciego. Descarta la idea, se sume en el pánico de lo que está pensando, sin dudas sería un parricidio, pero ella está desesperada y le tiene demasiado miedo al rufián como para enfrentarlo. Un día están los tres en la casa, a veces hasta parecen una familia cenando juntos, sobre todo cuando el rufián está cariñoso con la pobre chica. Pero no dura mucho, se pone a tomar compulsivamente, durante penosas horas de maratónica ingesta de alcoholes de diverso género. Pasa lo de siempre: llega un momento en que le empieza a demandar al viejo por esos licores que él esconde. Y el viejo, muy sumiso, temiendo que como alguna otra vez, lo golpee, le da uno de esos licores que empedan rápido y son dulzones, uno de esos que él mismo prepara. Es una verdadera lástima que el rufián, tan borracho que ya estaba, nunca se haya dado cuenta del ligero olor a humedad que tenía el licor del tío. Tampoco, por fortuna, lo notó la sobrina que para esa altura hacía rato que ya había dejado de tomar, ya no podía, y el otro ya no ofrecía, lo quiso todo para él. Y el tío no lo negó, y la sobrina no se dio cuenta, y el rufián tampoco, ni siquiera cuando amaneció vomitándose fuego encima, ni siquiera lo notó poco antes de morir aparentemente atragantado con su propio vómito, como para la policía mueren los rufianes que siempre los están molestando, hasta que un día toman de más, y para qué investigar por una rata que nadie llora. Si hasta de ahora en más, esa pobre chica y ese noble viejo inválido podrán vivir en paz, el tiempo que a él le quede, ese tiempo en que ella podrá seguir siendo, por siempre, sus ojos.

Sordera intermitente

A veces no es posible saber si ciertas debilidades físicas se desarrollan solas y generan otras consecuencias en el carácter, o si más bien ciertas particularidades del carácter son las que generan las deficiencias físicas que les resultan funcionales. En otros términos, a veces no se puede determinar si alguien deja de escuchar a los demás y luego sufre una conveniente pérdida de audición, o si es ésta la que lo lleva a dejar de escuchar a los demás. Es más difícil saberlo en casos en los que la misma deficiencia coincide fatalmente con el carácter. En el caso de Adela, antes de sufrir su sordera intermitente fue muda de carácter, y por eso mismo nunca comunicó (es claro que el orgullo quita el habla) lo que le pasaba a su familia. Estoica viuda de un marido espinoso cuya muerte hubiera provocado más de un banquete de alegría, Adela se hundió en un luto indeterminado y se encerró en aquel oscuro departamento donde había pasado los años más infelices de su vida. Le quedaban sus hijos, Carlos y Sirena, con quienes decidió compartir su infinito resentimiento hacia aquello que finalmente ella misma había elegido. Carlos fue implacable, esperó el inevitable paso del tiempo, y sin dar mayores explicaciones un día le comunicó a su madre (había heredado lo taciturno de ella, pero no su frustración) que le había surgido un trabajo en Australia, después de todo, para eso había estudiado ingeniería e inglés -Adela no paraba de quejarse de ese hijo que sólo vivía para estudiar y que no pensaba en su madre, mientras cuando era conveniente hablaba con orgullo de lo inteligente que él era-, y se fue sin decir más. Al principio escribía, pero algo pasó después, y Carlos dejó de escribir, hasta incluso a su hermana menor, que por entonces tenía la mitad de su edad. Si bien Adela gozaba de una buena pensión, la mejor herencia de aquel hombre para el olvido, se lamentaba en público del estado ruinoso de abandono en el que la había dejado aquel hijo desagradecido. Sirena la había escuchado durante años, hasta que también llegó su turno de volar, y lo hizo, aunque más cerca, cuando se escapó de su casa con Martín, ese barbudo con ideas revolucionarias que para el mundo le pudrió la cabeza a la nena, y ya va a ver, ya va a volver la desagradecida, todos estos años dándole lo mejor para que se vaya con el primer roñoso que se le cruza. Pero para su desgracia, Sirena no volvió sino hasta cinco años más tarde, para que Adela conozca a su nieta María. Martín tenía un buen trabajo y se había afeitado, María era luminosa como la madre y silenciosa como la abuela, aunque sin ninguna amargura que la ate a un pasado oscuro en cual fuera siempre víctima; María era demasiado niña para eso, y Sirena se encargaba de dosificar sabia y sutilmente ese contacto por miedo al contagio, y entonces pudo mantener la distancia suficiente como para armonizar con su historia sin venderle su futuro al pasado, como lo había hecho Adela. Sirena y Martín eligieron vivir a unos cuantos kilómetros de la ciudad, y la distancia y la ocupación fueron el mejor escudo contra aquel triste arcano. Y a la vez, esa misma distancia les permitió reconciliarse con su historia y comprender que a veces el tiempo anestesia los resentimientos hasta dejarlos sin efecto, como a un medicamento vencido, aunque éste en vez de curar pueda envenenar. En principio, hasta Martín logró olvidar aquella denuncia por el secuestro de Sirena con la que Adela intentó retener a su hija bajo su ala opresora, y que a él casi le cuesta la cárcel. Fueron tiempos difíciles hasta que Sirena se emancipó como para casarse y evitar cualquier represalia legal contra su hombre. Y lejos de Adela, especialmente lejos de Adela, construyeron su mundo feliz. Nunca supieron que mientras tanto, Adela empezó a desarrollar, en aquellos años, su sordera intermitente.
[Continuará]