martes, 13 de julio de 2010

El Caracol








Dónde habrá empezado a gestarse el apodo, la verdad es que no lo sé, yo lo conocí en el tiempo en que iba a la plaza a jugar a la pelota casi todos los sábados. Era un pibe medio raro, que coleccionaba historietas japonesas y sabía todos los trucos de los juegos para consola o PC, en realidad como todos los demás pibes juntos, sólo que él siempre sabía algo más que el resto no. En aquél entonces sólo era Ernesto, en invierno siempre andaba muy abrigado, no salía nunca a bailar, no fumaba ni tomaba alcohol, y prefería chatear con desconocidas que ir al cine con una chica del barrio. Y sí, era muy malo jugando a la pelota, mientras que era imbatible jugando soccer con la consola. Quizás fue eso lo que hizo que un día dejara de venir a la plaza los sábados. Francini, que se lo encontró una vez por la calle, nos dijo que era porque estaba trabajando con la computadora en la casa y parecía que laburaba sobre todo a la noche, cuando todo el mundo se conecta. Nos sonó a que estaría enviciado con algún juego en red. Teníamos el teléfono y lo seguíamos llamando para preguntarle los trucos, y siempre te atendía bien, y te daba cátedra. Se estaba dedicando a bajar películas, juegos, programas, y hasta se estaba dando maña como hacker, pero sobre esto último no daba detalles por teléfono. Empezamos a comprarle material que bajaba, y así seguimos en contacto personal. De todos modos, ya comenzaba a utilizar un lenguaje que a todos se nos hacía a veces incomprensible: decía que buscaba cosas que le costaba encontrar porque no tenía un flap o que no encontraba los clusters para identificar la cadena de asignaciones de archivos. Inútil era pedirle explicaciones, porque las daba y era peor. La cuestión es que a pesar de que empezó a no salir ni a la esquina, casi lo veíamos más seguido que antes.


Por aquél tiempo fue que se murió el padre, y yo creo que aunque Francini diga que siempre fue así, yo creo que esto lo hizo cambiar del todo, definitivamente. Lo del padre fue repentino, creo que un bobazo. Era un tipo muy laburador, no estaba en todo el día, pero ganaba bien. La madre trabajaba también, creo que cosía ropa a máquina, para fabricantes, más que nada yo pienso que para no aburrirse, no por necesidad. Y entonces ella estaba todo el día en la casa, haciendo la limpieza, cocinando, saliendo para hacer las compras, y el resto del tiempo dedicándose a su trabajo. Imaginate, pobre mujer, que no tenía mucho tiempo para fijarse en que el pibe ni salía a la calle, y además ni molestaba, era buenito, lo venían a ver algunos amigos y se ganaba su platita y colaboraba con la casa y todo, a pesar de que casi no traía gastos, ya que todo lo que tenía de computación se lo compraba él mismo. Pero cuando murió el padre, la familia se quedó sin sustento, y entonces Ernesto, que ya tenía como 23 años, fue el sostén suyo y de la madre, sin moverse de la casa. Claro que la mujer no decía nada de lo de la roña, lo que ella comentaba en el barrio era que Ernestito trabajaba tanto y hasta dormía tan poco que a veces ni tiempo de bañarse tenía. Algunos chismosos que nunca faltan empezaron a notar en las sogas de la ropa de la terraza la ausencia de pilchas de Ernestito, y la voz corrió enseguida. Nosotros sabíamos que en la casa siempre estaba con el mismo piyama, a veces abrigado con un buzo viejo por arriba, o alguna frazada en las piernas, cuando no se envolvía con el cubrecamas completo. Es clarísimo que no fuimos nosotros los que ensayaron esos sobrenombres horribles, como el piojoso de la computadora, el sarna o la larva, por eso no sé a quién se le ocurrió lo del caracol. Cuando lo escuché por primera vez, también me pareció hiriente, pero era perfecto: siempre entre la tierra, encerrado en su casa, metido para adentro, lento, silencioso, "viscoso". Lo más cómico del caso fue que el nuevo nombre llegó hasta él, y no se ofendió, al contrario, le pareció perfecto. Lo suyo ya era una pequeña empresita que adoptó el nombre de "El caracol", y utilizó como logo un simpático caracolito que él mismo había diseñado con un programa de esos que él conocía. Según la madre, estaba ganando más que lo que el padre había ganado en su vida, y ahora ella se encargaba de manejarle las cuentas del banco. Lo que la mujer no comentaba era que Ernestito, ahora en su bonanza económica, se hacía traer desde los puntos más remotos y exóticos del mundo (con una especial inclinación por Tailandia), la más variada gama de productos desconocidos en estas pampas, desde alimentos en base a harina de cangrejos disecados o algas que crecen en las minas de oro, pasando por licores que expanden la percepción humana a un grado desconocido, o hierbas aromáticas que inhaladas producen extrañas visiones proféticas, hasta juguetes sexuales cuyos secretos tántricos sólo conocen ciertos monjes tibetanos que manejan una página de Internet.

La cuestión es que aunque el pobre Caracol no salía de su casa, su vida estaba en boca de todo el barrio, que comentaba sus miserias más íntimas y juzgaba con asco de letrina vieja su vida privada, a falta de vida pública, desde ya. Quizás el más turro fue el portero del edificio, que entregaba la información de los pocos que entraban o salían (siempre servicios de entrega a domicilio), o de lo que llegaba por correo desde lejos. Para ese entonces, ya no lo veíamos más que por videoconferencia o eventualmente nos conectábamos por chat. Era difícil que atendiera el teléfono. El último que lo vio fue Charly, que se animó a ir a la casa a retirar unos discos de un software especial de manejo de stock y contabilidad que necesitaba para el negocio que abrió en la Galería Marsella. Digo que se animó porque para entonces, a veces se quejaban del mal olor los vecinos, porque se ve que la madre ya estaría acostumbrada. Charly dice que el olor era realmente insoportable, y que hasta incluso se animó a comentárselo. El Caracol llevaba unas cuántas semanas sin bañarse y estaba vestido con el mismo piyama de siempre, que ya era del brilloso color de la grasa rancia, y le dijo, riéndose, que se trataba de unos hongos que estaba cultivando y la preparación de las algas tailandesas. “Eso es lo que pasa cuando te alimentás sano, y hacés vida de monje oriental”, concluyó el Caracol, completamente ajeno al asco gelatinoso que provocaba a su alrededor. Antes de irse, casi como pensando que lo traía a la realidad, Charly le preguntó si nunca salía a dar una vuelta, si nunca una chica o una novia. Dice que otra vez se rió, y le dijo que una novia para qué, para tener problemas. “No te imaginás las cosas que podés ver en vivo por Internet, las minas que podés conocer”. Charly quedó transtornado, podría decirse que el tipo estaba completamente desquiciado, que su vida era una completa basura, una cosa repugnante y triste. Pero todos sabíamos que no había en el barrio un tipo más feliz que él: hacía lo que sin dudas más le gustaba en la vida, no había lujo, dentro de su mundo, que no pudiera darse, ganaba una fortuna, vivía una vida llena de placeres exóticos y de experiencias únicas que nosotros ni sabíamos que existían. Y para colmo, vivía en un universo cómodo, seguro, lleno de fantasía y sin sobresaltos. Parece que la única vez que dicen que se alteró, fue el verano pasado, cuando en el barrio hubo un corte de luz que duró unos días, pero parece que se compró un generador último modelo y baterías en cantidad que le pueden permitir seguir conectado durante más de una semana, si se diera el caso. Después de todo, quién pudiera tener esa única preocupación.

Últimamente sabemos poco de él. Parece que creó un portal de Internet, y que le ofrecieron millones, y dicen que si cierra el trato le va a comprar una casa a la madre en Europa, para que descanse un poco, ya que ahora él puede manejar todo por la red, hasta la plata, y para el resto, se contrata a gente que lo haga por uno y listo. Yo no sé si está loco, calculo que sí, lo que sé es que cada vez que nos juntamos con los muchachos, nos pasamos horas discutiendo cómo hacer más plata, y terminamos hablando de cómo hacer para gastar menos. Laburamos todo el año, vivimos con preocupaciones, descansamos un día o día y medio a la semana, y catorce corridos al año, cuando se puede. Pero eso sí, salimos, vamos al cine, nos encontramos en bares y vamos a comer afuera cuando el día está lindo, vamos a la cancha o a pescar, paseamos por los shoppings, llevamos a nuestros hijos a los jueguitos y les festejamos los cumpleaños, nos compramos todo lo que necesitamos, tenemos electrodomésticos más o menos actualizados y cambiamos el auto cada dos años, aunque nos cueste. Antes que nada, sabemos divertirnos y disfrutar de la vida.

Por eso no entiendo por qué siempre nos terminamos deprimiendo cuando hablamos del Caracol. Será porque aunque esté forrado en guita, el pobre tiene una vida de mierda, ¿no?